LIBRE AL VIDRIO

El juego era intenso y solo apto para mentes frías. Aquellas capaces de imaginar en milésimas de segundos una notable maniobra que descoloque la mandíbula y corte la inspiración de cualquier espectador sentado en las azules gradas de madera, acomodadas debajo del techo de chapa en forma de arco del galpón-cancha del Club Napostá. En Avenida Alem al 300 se respiraba, inhalando hielo y exhalando vapor de agua, un ejemplo de buen básquet barrial. Era julio y los jóvenes sentíanse vigorosos pese al aire congelado. Sus pieles asimilaban como un corte filoso casi cualquier contacto ocurrente en ese juego de a ratos brusco. Ese juego. Estrictamente estadístico, que no mira de manera amistosa los errores no forzados, el ingrato desencuentro del esférico con aquél redondel por momentos psicológicamente hostil.

La violenta falta producida por parte del jugador número ocho rival al catorce cuando éste estaba atrapando un rebote (como quien esté por perder la vida si no lo hace), lo dejó severamente mareado y dolorido por aquellas entrometidas falanges que usurparon frenéticamente sus, ahora, irritados ojos. Magna era su impotencia y malestar en ese instante, sumado a que ni siquiera recibió disculpa alguna de su agresor. Inclinado hacia adelante y con las manos apoyadas en las rodillas, Catorce intentaba separar los párpados pero le resultaba desesperadamente imposible. Tampoco el mareo parecía disiparse.
Fue la quinta falta del equipo rival, así que a Napostá le correspondían dos tiros libres de los cuales Catorce se haría dueño. Debía hacerse dueño aunque por dentro sentía que era incapaz, por el vértigo, el dolor y la reciente fotofobia experimentada al notarse la clara incomodidad al ojear las luces del estadio, incluso cuando no lo hacía directamente. ¿Cómo haría para lanzar el balón en esa penosa situación?

No podía fallar. No señor. Y menos con lo parejo que estaba el partido, y menos porque tenían que ganar, menos aún por esa vil palabra: estadística.
Se dirigió tambaleante a la línea de tiros libres. Sudaba hielo. Era un escalofrío viviente. Temblaba y maldecía hacia sus adentros. Las incontables miradas expectantes se clavaban como agujas en su orgullo, en su confianza. Nada era bueno y nada mejoraba. Sus ojos chorreaban melancolía y estaba seguro que sangre. No se le escapaba de la mente esa arpía palabra y la vergüenza que podía generar un desenlace desfavorable.

El árbitro le pasó la pelota dando no sólo permiso sino también la orden para lanzar; notó que ésta no era la misma con la que venía jugando, se palpaba diferente y pese a la cercanía le costaba verla. Lo mismo pasaba con el aro. Lo mismo a él, Catorce ya no era el mismo. Catorce pasó a odiar y temer lo que amaba desde que era un niño. Catorce quería llorar, pero quién le ayudaría si nadie entendería que estaba desahuciado. Catorce deseó nunca haber nacido. Catorce erró el primer simple.

Y todos mudos.

Qué estarán pensando, pensó; si es que pensaba. No había excusa que valga. Había tirado a la basura el papel más importante de su vida basquetbolística. Ese cuyo primer capítulo titulaba «estadísticas y porcentajes». El primordial.

De pronto escuchó el abrir y cerrar de la enchapada puerta azul que ofrece ingreso al galpón, y ella entró. Él no dudó su presencia porque a quién se ama no precisa verse cuando puede sentirse. Ella debió observarlo herido y lagrimeando. Débil y extraviado. A diferencia de mejorar empeoraron aún más las cosas, se iban a pique. El barco se hundía. Nunca iba a ser el mismo, nunca podría superarlo, no había retorno. Comprendió ahora que tanto el partido como ella se escapaban igual que agua por los dedos. Catorce había errado el segundo simple antes de lanzarlo y el juego ya no le concernía. Había perdido el control de su vida y su felicidad. La vergüenza lo encerraba en jaque. Ya no veía más allá de su nariz. No veía a nadie, ni nada. De su borrosa mirada alcanzaba a rescatar un minúsculo reflejo de luz artificial sobre el acrílico, no más que eso. El juez se estaba impacientando, Ocho reía a carcajadas y el tiempo cual guardia ya tenía listas las esposas. Técnica de tiro y el cuero inflado despegó tímido hacia algún lado. Catorce quedó con los brazos en alto como ladrón descubierto in fraganti. Nunca más los bajó. Espectadores boquiabiertos, ella ya se habría olvidado, Catorce y el nudo en la garganta, Catorce sin memoria ni recuerdos, Catorce y el vacío a sus espaldas; al fin de cuentas era sólo un número, uno muy ingrato, aquél que según la estadística marca cero de dos en libres. Porque escuchó el golpe en el vidrio y no oyó nada más; nada más luego del portazo con ruido a chapa de un amor que nunca fue.

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