El precio de la magia

La noche había llegado. La magia dejó de fluir. El poder amaino, al igual que el dolor.

Lentamente soltó el aire que tenía contenido en los pulmones, los músculos de su mandíbula regresaron a su temple, abrió los puños antes cerrados con fuerza, relajados ,casi como muertos, colgaron a sus costados, la sangre roja, brillante a la luz de la luna llena, goteó de ellos, de los surcos sanguinolentos que habían dejado sus uñas en las palmas de sus manos, las lágrimas dejaron de nacer de sus ojos negros, negros y malos como su corazón, y deslizarse por sus labios, de dolor y algo más

El último soldado cayó con el sonido sordo con el que solo caen los muertos, vacío, muerto, jodidamente triste se dejó escuchar por toda la estepa sin vida. La hierba quebradiza de aquel campo otoñal crujió ante su peso y se pintó de rojo, la sangre manaba de un boquete abierto a la fuerza en el centro de su pecho donde antes estaban sus pulmones, tráquea y carne, y carne. La armadura de escamas carmesís que antes lo cubría se encontraba retorcida de manera antinatural en jirones calientes y humeantes que cual espinas de rosas rojas rodeaban el hueco abierto en el cuerpo del desgraciado y en el de cien más.

Su cara se deformaba e inmortalizaba en el cuerpo muerto con una mueca de terror perenne, y era justificado, había sido el último en morir, el ultimo al que había matado, aquella mueca lo atormentaría hasta en sus vagos sueños. Su grito desesperado, enloquecido, mientras le desagarraba y le abría la carne con un simple pensamiento.

Hacedor se derrumbó en el suelo con el agitar de sus ropas en el viento de otoño, de rodillas con los brazos extendidos casi como implorando, perdón capaz. La luna lo contempla, impasible, serena y deslumbrante, como a la matanza que había perpetrado momentos atrás, como a todas las acciones del hombre.

Las lágrimas volvieron a fluir como lo hacían sus pensamientos desquiciados, rápidas, constantes, desesperadamente interminables. Ya no sabía si era por el miedo a volver a sufrir cuando hubiera hacer su voluntad, o por volver a matar, por volver a sentir aquel vacío más hondo y literal que se había formado en el cuerpo de su vida cada vez que acaba con otra, cada vez que ellos seguían muriendo y él no. Trató de gemir buscando perdón a la luna, a lo único que lo contemplaba libre de prejuicios, horror y asco; pero solo salió un graznido ronco e incriminador, como el que lanzaban los cuervos después de darse un festín de carnes y cuerpos, con la garganta atenazada y dolorosamente seca habló para preguntarse en la soledad de la noche. Por primera vez desde que todo había empezado.

-¿Qué he hecho?— la pregunta fue vacua en el silencio de la noche, los cientos de cuerpos reventados, desgarrados y masacrados en algo que no podía llamarse una batalla no respondieron. Solo silencio, solo él de nuevo, solo.

La noche había llegado y él recordó.

Fue casi como la magia que había empleado, dolor.

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