“El saber, no ocupa lugar”, dice el refrán. No seré yo quien se dedique a denostar la sabiduría del Refranero Español, pero cualquiera que visite una biblioteca sabe que, afortunadamente, eso no es cierto. El saber, volcado en libros, ocupa muchísimo lugar. Y uno de los grandes placeres de los lectores es, precisamente, deambular por esos lugares, esas filas de estanterías repletas de libros, a la caza y captura de algo interesante para leer.

Con los libros nos ocurre lo mismo que con las personas. Los hay que nos atraen por su físico: la edición cuidada, el papel suave, la composición de la cubierta o la elección de los colores. De otros nos llama la atención lo que dicen de ellos mismos, sus títulos: el que sugiere misterios inquietantes, o sentimientos profundos, o aventuras por los caminos de la vida. Finalmente están aquellos que nos atraen por su buena reputación ¿Quién no ha sentido interés alguna vez por conocer a alguien a quien todos aprecian? A esos los elegimos por lo bien que nos han hablado de ellos, por las buenas críticas, las reseñas periodísticas y los resúmenes de contraportada.

Pero, al igual que cuando nos enamoramos rara vez sabemos por qué lo hacemos de una persona y no de otra, nunca comprendemos plenamente la razón que nos lleva a elegir el libro que nos llega al alma. En ese deambular entre las estanterías de la biblioteca, como en las de la vida, de pronto decimos “es este”, sin más explicaciones. Mi opinión personal es que el libro nos elige a nosotros tanto como nosotros al libro, pero eso es porque yo creo en la magia. El caso es que son esos, precisamente, los que solemos recordar toda la vida.

Hasta la historia de amor más prometedora puede terminar en tragedia o, lo que es peor, en chasco. Hasta el libro más sugestivo puede decepcionarte. En el primer caso, nos consuelan los amigos; en el segundo, lo mejor es recurrir a nuestra bibliotecaria, que ella sabe siempre lo que nos conviene.

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