Falcó, oriundo de Catamarca, había nacido en la localidad de Capayan, en un pueblo desolado y alejado de la civilización con una cantidad de habitantes que superaba apenas el centenar de almas. Sus casas bajas construidas en adobe, estaban enmarcadas por un continuo de árboles de mediana altura y hojas de un color verde intenso que resguardaban a duras penas las altas temperaturas estivales. Su llegada al mundo había ocurrido en el piso de losa de la pequeña casa con la ayuda de Gloria, la vecina que vivía a tres casas de aquella, quien había adquirido experiencia luego de sus diez partos consecutivos.
Su infancia fue como la de cualquier chico normal que se cría en un ambiente rural. Jugaba al futbol con sus amigos con quienes también compartía la escuela situada en el centro cívico del pueblo. Por la tarde su mamá le ofrecía una merienda de arroz con leche y torta frita que él disfrutaba con devoción. Los domingos concurrían a la iglesia del pueblo a escuchar las prédicas del arzobispo. Falcó no le tenía mucha simpatía y había escuchado historias sobre su pasado que no le agradaban. Sin embargo no era bien visto ausentarse a las misas y el aprovechaba para observar a Clara, una de las hijas de Gloria, en su largo vestido celeste con tiras trenzadas y su mirada radiante a través de sus grandes ojos pardos.
Falcó nunca conoció a su padre y tampoco lograba obtener muchos datos sobre él. Sus intentos frustrados de preguntas sin respuestas o contestaciones vagas e inconclusas lo dejaban sin aliento y lo hacían sentir como dentro de un callejón sin salida. Hacía un esfuerzo enorme por contener su impotencia y luego tiraba maldiciones al aire y con un nudo en la panza, aliviaba parcialmente su malestar luego de una larga caminata. Odiaba más que nada esa burla a su inteligencia que percibía, y hubiera preferido mil veces la verdad a ese conjunto de estupideces sin sentido. Pero respetaba demasiado a su madre quien lo había criado sola como para someterla a reproches y acusaciones. Era en esos momentos donde hubiera deseado no ser hijo único.
Una tarde de invierno Falcó tomó su abrigo escocés y se sumió en lo más profundo del bosque. Sentado bajo un árbol quedó maravillado por una araña que avanzaba con firmeza con sus largas patas peludas sobre la tierra seca. La observó durante largo rato y pudo ver como con precisión lograba cazar a pequeños insectos y lagartijas. Extasiado por dicha criatura tomo dos ramas y presionando sobre su escudo protector la metió dentro de su riñonera. Cuando llegó a su casa la empujó dentro de un frasco y la adoptó como su mascota. Falcó la observaba día y noche con fascinación. Todos sus movimientos, su crudeza. Por alguna razón ya no le afectaba la incertidumbre sobre su padre, ni las absurdas respuestas de su madre y los retorcijones de su panza desaparecieron por completo con el transcurrir de las noches y de los días. Se había mimetizado con dicho insecto.
Malena, su madre, comenzó a preocuparse por las actitudes de su hijo. Casi no salía de su habitación y estaba siempre muy callado y distante. Sin mucha reflexión, lo atribuyó a que comenzaba a transitar la adolescencia, y le insistió para que fuera a hablar con el sacerdote del pueblo. Falcó a desgano se dirigió a la iglesia. A medida que avanzaba la conversación con éste misterioso hombre, sus músculos comenzaron a contraerse, su voz se entrecortaba, y volvió a sentir ese nudo en la panza que había desaparecido tiempo atrás. Algo familiar se despertó en él, y con el corazón a toda marcha destapó el frasco con la araña sobre la estrecha mesa que lo separaba del arzobispo. Esta bruscamente se metió debajo de la manga de su atuendo y luego dentro de su camisa y con una bocanada de veneno mortal mordió al arzobispo que quedó tendido en el piso del convento. Falcó observó la situación y por fín se sintió aliviado.
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