BERTHA

Bertha amaneció temprano. Su cuerpo le rogaba volver a recostarse entre las sábanas estivales. La cama seguía siendo parte de ella, su olor seguía impregnado y resultaba casi inhumano separarse. Notó un dolor en la nuca. Le hizo pensar en el tiempo que pasaba, irremediablemente. Bertha sintió en ese momento el paso de esos años inútiles y le provocó un escalofrío. La lucidez, de repente, la sorprendía de mañana y ella aún no estaba preparada para un enfrentamiento serio. Necesitaba urgentemente un café para sobreponerse y poder plantarle cara al día. Era una lucha desigual de la que no podía salir vencedora en circunstancias tan adversas.

Ya en la cocina empezó a reconciliarse de nuevo consigo misma. La tenue luz que la lámpara arrojaba sobre los azulejos desteñidos la calmó. El aroma del café y los movimientos matutinos de los vecinos, cuyas sombras asomaban a través de las ventanas, la devolvieron a la realidad más cercana y manejable. No podía doblegarse con tanta facilidad. Había que dominar a ese monstruo dormido que la habitaba y rugía en los momentos más inesperados, cuando las defensas estaban por los suelos y ni siquiera el llanto conseguía aliviar el miedo que la hacia asomarse al abismo de su vida de tanto en tanto. No era que quisiera engañarse. Pero de algún modo había que seguir. Recordó la frase mil veces escuchada de labios de sus tías y abuelas: «Qué le vamos a hacer, hija. La vida es así». Qué le iba a hacer ella. La vida era así, pero también podía ser asá. O la vida bien pudiera no ser.

Oyó una puerta cerrarse y el ruido de un grifo. Había despertado a su padre pese a sus movimientos sigilosos por ese piso desconchado que conocía de memoria. De nuevo iba a tener que compartir desayuno. Aunque bien pensado, el monstruo se alejaría tan pronto como su padre hiciera acto de presencia. El monstruo no era sino un cobarde que la acechaba en soledad. Lo prosaico hacía huir a la bestia y su padre no era sino el vivo ejemplo de lo anodino. Ahora tendría que intercambiar el habitual diálogo manido con ese que afirmaba ser su padre. Su sangre. Y sin embargo, tan lejos de su corazón y, por ende, de su cabeza. Bertha se asombraba cada vez que lograban establecer una exigua comunicación, algo similar a un diálogo mudo que lograba calmar los ánimos y dotaba al ambiente de un falso halo de normalidad. No lo odiaba. Simplemente no había nada en él que despertara en ella un sentimiento parecido al cariño o la admiración. Su presencia era una anomalía y su ausencia se aceptaba con una naturalidad que rayaba la indiferencia. Se apresuró en apurar su café y salió antes de que este hubiera siquiera llegado a la cocina.

Salió del portal abrochándose con premura la chaqueta. Si se daba prisa, podía llegar al supermercado antes que su jefa. No quería empezar el día con riñas de aquella mujer que había pasado de ser compañera y paño de lágrimas a encargada del local. La metamorfosis no se hizo esperar y tras su nombramiento, la distancia entre ellas creció tan rápidamente como si hubiesen sido víctima de un hechizo. La hiedra cubrió el muro y la nueva relación entre jefa y subordinada cumplió a pies juntillas aquello que se esperaba de los nuevos lazos creados. Bertha eliminó mentalmente a Sabine de su imaginario. La compañera de antaño había dejado paso a otra que había usurpado su presencia corpórea. La invadió, sin embargo, la desazón al pensar en todos aquellos momentos de sincericidio que le había brindado. En momentos de debilidad le había revelado pensamientos que ahora flotaban en ese limbo emocional que surge cuando muere una amistad y al que van a parar secretos inconfesables y temores íntimos, revelados entre visillos de nicotina y alcohol. Ese atisbo de felicidad colegial se había evaporado y su lugar lo había ocupado de nuevo el tedio y la indiferencia.

Su exiguo universo se redujo aun más. Cuando la soledad resultaba prácticamente insoportable, recurría a la droga que con mayor efectividad la sumía en el estado de embriaguez deseado. Había descubierto que abandonarse a los hombres resultaba más fácil de lo pensado en sus sueños juveniles. Pasaba de ser una sombra a ser una sombra deseada. Después regresaba a casa con la sensación de haberse traicionado a sí misma. ¿Qué había sido de sus elevadas aspiraciones? Jugaba al escondite con su propia persona y casi siempre acababa por encontrarse oculta debajo de una mesa, asustada.

Su intención era no regresar. O regresar con el alma del revés, como todo buen viajero. Sin embargo, no era capaz de dar el salto, un espíritu cobarde se interponía entre ella y su vida, y desde entonces anestesiaba ese terco dolor con distracciones, novelas antiguas y sexo ocasional, sintiendo el desgarro interior del que vaticina que nunca llegará a conocer esa fisura definitiva. Su vida se alimentaba de sueños que iban cayendo uno a uno y que solo le servían de mero opiáceo, de cuyo despertar amanecía cada vez con mayor dificultad.

Era el 13 de agosto, el día que cumplía 21 años. Se veía a sí misma como una tortuga cuyo caparazón debía ir construyendo con paciencia, vivencia a vivencia. Vagó por las calles el día entero, debatiéndose. No tenía sentido seguir allí ni una hora más. Había decidido abandonar esa ciudad rota, hacerse fuerte y buscar su lugar en el mundo. Lo haría. Acallaría al monstruo y se alzaría valerosa.

Al llegar a la estación de Friedrichstrasse, un ajetreo inusual de policías y controles la devolvió a la realidad. Los vagones se paraban y los rostros de los viajeros denotaban estupor y miedo. Un rompecabezas de palabras se iba formando en su cabeza, muro, acceso, tropas. Entendió entonces que su vida tampoco iba a poder comenzar ese día. Se sentó en un banco y esperó.

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