El domingo era un día diferente, el domingo tenía un encanto distinto. En la esquina de la cuadra ya se empezaban a asomar tímidamente los primeros, los que siempre formaban la camorra, los que se levantaban más temprano y empezaban a gestar la logística para ir al plan tan esperado de todas las semanas. Los teléfonos celulares eran el primer implemento deportivo que se alistaba el domingo, a llamar a tantos como fuera posible, a juntar por lo menos dos equipos, no importaba la posición, el uniforme, quien tapaba, quien defendía, quien jugaba adelante… solo importaba la pelota, nada más que pelota.

No siempre era sencillo, incluso a veces podría ser tensionante y hasta frustrante, no faltaba quien no contestaba, quien no podía, quien se excusaba por enfermo (sin que se pudiera salvar de una puteada por careta, por niñita…), quien tenía laburo, quien se había emborrachado la noche anterior hasta la médula y a duras penas podía respirar, quien tenía que hacer maromas y promesas de político para poder escapar de su mujer, quien no se tenía fé y había que hacer un trabajo de coach para convencerlo de que era parte fundamental del picado, había de todo y de todo llegaba, a cumplir la cita con una amante que solo pedía un ratito para estar juntos, solo un rato, el día domingo.

Ya con todo listo, los que se lograron contactar alistaban sus mejores prendas, preparaban como en un ritual todo lo que iba a usar y corrían a la esquina, al punto de encuentro de donde todos salíamos en grupo. Como en una procesión religiosa, todos los fieles empezaban el camino hacia el lugar sagrado de congregación, siguiendo esa deidad esférica que nos vuelve a todos locos, que nos hipnotiza, que cura los males, que amaina el cansancio, que quita el dolor, que lame las heridas, que alivia las tristezas. Así caminábamos juntos hacia el terreno sagrado donde empezaba el ritual de los amigos, entrabamos al potrero como si entráramos al Monumental, el ritual del camerino improvisado se largaba sintiéndonos como en el vestuario de alguno de los míticos estadios del mundo, nos ataviábamos para la batalla, no llenábamos de motivos y nos vestíamos de estrellas, por un día, esa era nuestra Liga, nuestra Libertadores, nuestro mundial.

Se venía la selección de los equipos, “Que pidan los que más juegan”…”Que pidan los arqueros”…”Pida el dueño del balón y otro” se escuchaba, se seleccionaba tratando de que los equipos quedaran los más parejos posible, separando a los jugones, aunque los jugones se conocen y se buscan, las complicidades, las pequeñas sociedades se formaban y el previo se vivía entre risas y cargadas, entre jueguitos con la pelota, entre jueguitos entre nosotros.

Por fin el pitazo del Referee invisible, daba el inicio a lo que sería una nueva fecha de la liga de los ídolos frustrados, de las leyendas de barrio que nacen en cualquier rincón, en cualquier calle, en cualquier potrero, en cualquier barrial. Se jugaba a muerte, se jugaba en serio, se jugaba más que una simple apuesta, se jugaba el honor, se dejaba la piel, se corría como nunca a pesar del cansancio, se metía a veces más de la cuenta y se rayaba a veces en la fuerza desmedida, incluso, algún conato de bronca y alguna piñita se colaba…pero todo quedaba en la cancha, como debe ser, como en un juego debe ser, se quedaba en la cancha y nada más.

Tan faltos de técnica, de fundamentación, de clase y elegancia, pero tan llenos de ganas, de garra, de empuje, de huevos y corazón, consumíamos el domingo entre patadas, goles, abrazos y jodas, consumíamos la mañana del domingo en una burbuja en donde vivíamos las más épicas gestas, en un potrero donde se vivieron grandes hazañas, grandes remontadas, grandes goleadas y verdaderas finales. Jugábamos como si fuera la última vez, sin saber que un buen domingo, efectivamente, fue la última vez, jugábamos por la posibilidad de abstraernos un poco de la realidad, jugábamos por el placer de juntarnos como amigos y como amigos disfrutar, solo jugábamos, solamente por el placer de jugar, y éramos felices….

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