La sonata 7 de Paniagua

La sonata 7 de Paniagua

Ingrudska

12/05/2020

Tome con gran delicadeza el pedazo de pan que guardaba en el bolsillo del pijama y al verlo, recordé la grandiosa mesa que en mi casa se servía.

En un enorme comedor de cedro, un poco rustico y nada elegante, nos sentábamos todos apretujándonos unos a otros mientras, con las manos entrelazadas y los codos recargados sobre la mesa, como quien reza una plegaria, fingíamos dar gracias por los alimentos. Todos varones vivíamos embalsamados por la belleza extraña de Amelia. Por lo que, todos los días al escuchar el dulce “niños a comer” de mi madre, se encendía la carrera por el lugar privilegiado, a un lado de la singular pelirroja.

Aun puedo recordar ese dichoso día de marzo, el único en el que corrí más rápido que los demás y, durante toda la comida, pude apreciar su hermosa melena rojiza, sus ojos felinos y esa preciosa sonrisa, que aun en mi desdicha sigue otorgándome calidez. Recuerdo incluso los escalofríos que sentí cuando, al intentar tomar una hogaza de pan que yacía en el centro de la mesa, coincidí con la fría y pálida mano de Amelia, quien a su vez soltó una dulce risita que enrojeció mis mejillas.

Amelia, al igual que todas las muchachas de su edad, era un rayo de energía, llena de vida y reluciente creatividad. Sus talentos brotaban de una fuente inagotable, por sobre todas sus dotes, destacaba su precisión en el violín. Pero, como se dice popularmente, todo lo bueno llega a su fin. Ni su belleza, ni su luz, ni su originalidad pudieron salvarla de la jugarreta que su propia sangre le tenía resguardada.

Y así, unos días antes de su décimo octavo cumpleaños, Amelia sucumbió a la misma maldición que aquejo a su madre. Todo empezó con voces, personas que le decían que se hiciera daño, que algo malo podría ocurrir en cualquier momento, todo esto logro volverla iracunda, atestaba golpes a diestra y siniestra, nos insultaba para luego llorando pedirnos perdón.

La tristeza nos invadía a todos al verla en el jardín hablando con Paniagua, un ser que la acosaba día y noche. Mismo que ella describía como un gato de seis patas y dos cabezas, con ojos negros y brillantes.

En una ocasión Paniagua le dijo a Amelia que tomara a mi hermano pequeño Luis y lo aventará con toda su fuerza desde el tercer piso, pues, aparentemente esto le otorgaría la paz que tanto anhelaba. Y víctima de un trance absoluto; Amelia tomó a Luis de su habitación, abrió la ventana y, antes de que mi madre reaccionara, Luis se convirtió en un bonche de viseras y huesos ensalzados en sangre. A partir de ese momento decidimos que debía estar bajo cuidado. Y así se convirtió por obligación en la sombra de mi madre, acompañándola a todos lados, no podía estar sola ni un instante. En nuestra inocencia infantil, todos los hermanos creíamos que Amelia sería incapaz de lastimar a la mujer que le daba techo y comida. Cosa que lamentare toda mi vida.

Una noche, seguido de un gritó ahogado en la habitación de mi madre, apareció Amelia llorando en la puerta de mi habitación, con su blanco camisón cubierto de sangre y sus bellos y puntiagudos pómulos chorreantes de lágrimas.

-Alberto, Paniagua me dijo…que…necesitaba mi cuerpo para dar un mensaje, pero, no puedo controlarme… ¡por amor de Dios! ¡Esto es horrible! ¡Mátame! ¡Ayúdame! ¡Cada minuto que vivo es agonía! – intentó seguir, pero después de un escalofriante grito, se dejó caer, azotando estrepitosamente en el suelo y, con una voz profunda e incluso podría jurar, algo masculina, dijo:- tú, pequeño niño prodigio, corre y no voltees, salva tu delicado cuerpo y cubre tus deliciosas manos de pianista, tú me entenderás, tu no lucharas contra mi fuerza, tu eres débil de espíritu-

Obviamente no me atreví a correr, estaba completamente pasmado, mismo sentimiento que termino de golpe al ver a la inocente Amelia contorsionarse de las formas más inhumanas posibles y después de que sus ojos, ahora completamente negros, se posaran en los míos, tuve la fuerza necesaria para levantarme y correr, fuerza resultante del miedo, mismo miedo que hizo que olvidara completamente a mis ocho hermanos menores, que yacían dormidos en sus habitaciones.

Corrí escaleras abajo, abrí la puerta de entrada de golpe y, después de vislumbrar a lo lejos un montículo alumbrado por la luz de la luna coronado por una majestuosa mansión, corrí y corrí, en busca de lo único que me proporcionaría seguridad lejos del infierno que se desencadenaba a mis espaldas, no llevaba nada más que una lonja de pan, misma que había guardado a la hora de cenar en el único bolsillo que mi pijama poseía. Y así, en la fría noche amenizada por los gritos de los que alguna vez fueron mis compañeros de juegos, corrí lo que mi pequeño cuerpo me permitía. Hasta que, víctima de las bocanadas de frío aire, sucumbí al cansancio, mismo que me obligo a sentarme un momento a descansar, dejándome ver el terrible espectáculo que en mi casa, ahora consumida por las llamas, se apreciaba. Los colores rojos y naranjas, se combinaban con el humo negro y fétido olor.

Pero, no sentí dolor alguno, mis ojos no se llenaron de lágrimas, pues, a mi lado, un pequeño gato de seis patas maullaba una deliciosa canción.

De la nada sentí el impulso de escribirla, y así, en la fría nieve, con el dedo índice, comencé a trazar las partituras de la que sería mi obra maestra.

Al terminarla, caí dormido, para luego despertar en el lecho de una familia rica, que, al parecer me había encontrado tumbado fuera del portón de su entrada.

Esta familia me adopto como hijo suyo. Al darse cuenta de mi maravilloso don para con los instrumentos musicales, me inscribieron en un instituto de arte.

Pero, para mi tragedia, Paniagua nunca estuvo lejos, siempre estaba allí, en las esquinas de las habitaciones maullando y arañando las paredes, profiriendo gritos bestiales acompañados de susurros:-toca mi sonata- decía una y otra vez mientras saltaba de un lado a otro de la habitación, dejando un olor fétido a su paso.

Hasta que, víctima de la desesperación, hice lo que me pedía, salí en busca de un piano, mismo que encontré el salón 2b. Entre como loco y me abalancé sobre él. Y, sin pensarlo dos veces comencé a tocar su perturbada y bellísima sonata. Todo el que la escuchaba queda prendando a ella, lo mismo le paso al director del instituto, quien me propuso ofrecer un pequeño concierto para dar a conocer mi nombre y ‘mi sublime creación’, por supuesto acepte.

Intente dormir un poco, pero eso me sería imposible, ya que Paniagua quería algo más.

-necesito ser yo el que toque la sonata- decía- déjame, solo por un día, ser dueño de tus movimientos, déjame, querido Alberto, tomar el control-

-¡no!- grite, recordando las posiciones que la pobre Amelia tomaba aquella noche en el suelo de mi habitación.

-¡vamos maldito bastardo! ¡Déjame!-

-¡nunca!-grité- nunca dejaré que mi cuerpo sufra lo que sufrió la inocente Amelia- dije, para luego salir corriendo como loco, en una inocente búsqueda de paz, lejos del maldito gato loco.

Salí de los territorios del instituto con nada más que una lonja de pan. Al parecer el destino quería mofarse de mi desgraciada vida, llenándola de ironía, dándome a entender que lo único que siempre me acompañaría sería un mísero pedazo de pan y el frío invernal.

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