Caminábamos sobre el adoquín caliente, caliente por el sol del medio día que azotaba desde hace un buen rato. A pesar de la larga caminata, para llegar a la plazuela bohemia del centro de la ciudad, los pies no se sentían agobiados pues la esperanza de encontrar artefactos curiosos a buen precio era mayor para nosotras.
Una vez en la plazuela empezamos a entrar en cada bazar que encontrábamos y veíamos con cuidado cada pieza rota, sucia, golpeada por los años, que tenían en sus estantes mal acomodados y atiborrados de viejas atrocidades.
Así estuvimos un buen rato hasta que, por falta de tiempo más que de compromiso, decidimos dejar al azar una última visita. De la nada vimos una tienda que llamó nuestra atención al instante, más por mortificación que por admiración. Estaba atosigada de cosas y cachivaches en exceso. Era casi absurda la cantidad de tonterías viejas, pues no podían recibir el nombre de antigüedad, ya que dicha palabra lleva entre líneas una connotación que hace alegoría a la elegancia de otros espacios temporales, que acumulaban sus paredes mal pintadas. Cosas oxidadas, muñecas sin cabeza, sin miembros, sin ojos.
Pero, a pesar de todo ese espectáculo de horror, algo nos llamaba, algo nos incitaba a entrar y explorar y…
Decidimos dar unos pasos para poder echar un pequeño y rápido vistazo al interior. Dimos unos pasos y entre más nos adentrábamos más cosas terroríficas encontrábamos pero, como abejas a la miel, seguíamos introduciéndonos a ese local hediondo poco a poco. Llego el punto donde estábamos tan adentro que no nos quedaba espacio para movernos o para ir juntas, todo estaba húmedo, con muñecas y juguetes viejos incrustados en las paredes, mismas que estaban a centímetros de nuestros brazos, no recordábamos en qué momento ese local se estrechó al punto de convertirse en un túnel, parecido a las catacumbas parisinas, que no presentaba salida o entrada aparente.
Nos quedamos inmóviles un buen rato, toda esa magia sucia atrayente del lugar se había esfumado y el miedo comenzaba a infundirse en nosotras. ‘¿Qué hacemos aquí? ¿Dónde estamos? ¿Qué es esto?’ las preguntas empezaron a llegar como truenos, como si nuestra mente se hubiera quedado hermética por fuerzas superiores desde la entrada del local hasta este punto. No recordábamos nada, comenzamos a sollozar y pedir socorro a gritos desgarradores.
A lo lejos se empezó a ver una luz en lo que supusimos era la salida, la luz se hacía cada vez más grande y entre mayor tamaño adquiría más se apreciaba la figurilla escuálida que la sostenía. Era algo así como un anciano, o por lo menos eso supusimos por la voz rasposa y acartonada que expulsaba mientras murmuraba cosas que no lográbamos entender del todo.
La figurilla caminaba y caminaba, igual que nosotras, pero nunca se logró acercar lo suficiente, era una caminata eterna, estábamos condenadas ¿Condenadas? ¿Por qué? ¿Nosotras? Empezamos a desesperarnos y el ataque de pánico regresaba. El aire se estaba agotando y la figurilla se convertía en una idea absurda de esperanza estúpida. Nunca lograríamos salir de ahí. Eso es seguro.
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