En los cerros altos que rodean la gran Tenochtitlan, hay un espíritu que gusta de vivir entre los árboles, las xochimeh de llamativos colores y las transparentes aguas del Lago Xaltocan.
El día que éste espíritu salió del vientre de su madre, el gran Tonatiuh le lanzo una llamarada fulminante pero la arrepentida Coyolxauhqui, desterrada hace siglos por su hermano Huitzilopochtli; se interpuso en el camino, el fuego salió disparado por toda su circunferencial figura logrando ocultar los rayos de Tonatiuh unos minutos. El recién nacido Teotl voló aterrorizado hacia la sombra de los bosques sin que su madre pudiera detenerlo, los brazos de ella quedaron suspendidos en el aire, estirándolos hasta los huesos, viendo entre el espacio de sus dedos como se escapaba el ser que había traído a la vida.
Cien solitarias lunas pasaron para éste Teotl sin nombre, que sólo tenía la lluvia tibia que cae por las noches como único recuerdo de su nantli, todas ellas llenas de amor y ternura, mandadas desde el cielo para él pues su madre huyo a las nubes temiendo ser castigada por Tonatiuh al corroborar aquel día que el hijo que trajo al mundo era de un guerrero azteca y no de un Dios. Quién no pudo escapar fue aquel guerrero enamorado quien esperando a su amada y el nacimiento de su hijo en lo alto del Volcán Popocatepetl fue alcanzado por una de las llamaradas que Tonatiuh lanzo aquel fatírico día y cayó hecho cenizas entre las manos de Popocatepetl.
Desde su llegada a los bosques, ése Teotl sin nombre tuvo un lugar entre los Yolkamej, lo adoptaron como un hijo al ver que su espíritu era de un Teotl sin reino, aunque su apariencia fuera de un horripilante humano, su corazón era de un guerrero. Le hicieron un hogar entre las cuevas custodiadas por los cedros blancos y lo llevaron por entre los cerros a conocer las venas de la tierra, lagos, ríos y lagunas que caminaban entre las vertientes de la zona, al subir a lo más alto de la sierra podían ver a lo lejos el Tletl del majestuoso Popocatepetl quien al parecer se sentía complacido a lo lejos pues siempre los deslumbraba con espectaculares explosiones de lava pirotécnica.
Una noche de Xopan el Teotl sin nombre visitaba la gran Tenochtitlan, al no ser percibido por los ojos humanos podía andar con libertad en cada rincón de la ciudad. Cruzo por las calles de los mercados, llego hasta los centros ceremoniales y doblo a la izquierda para visitar los patios y jardines del gran Tlatoani. Sentada bajo un árbol vio a una joven princesa jugando divertida con su calvo Xoloitzcuintle, el sonido de su risa le pareció desconocido y fascinante así que se acercó rápidamente hacía ella, generando un viento fuerte y fugaz que confundió al perro y a los sirvientes, pero no a la princesa que ahora lo miraba fijamente.
Papalotzin era la hija única del Tlatoani, pasaba todas las noches conversando con la luna y desde niña le platicaba un cuento que trataba de un amor frustrado, ella con un corazón más grande que su cuerpo se enamoró completamente de la historia que le parecía más bella que la del Popocatepetl y la Iztlacihuatl. Una de esas noches la Coyolxauhqui le dijo al oído que el día de su cumpleaños número diecisiete conocería a su alma gemela y que juntos tendrían la oportunidad de reparar los daños del pasado. Cuando Teotl sin nombre se presentó en su casa aquella noche, ella supo quién era y porque estaba ahí.
Papalotzin, llevada por una inercia más fuerte que su alma, tomo de la mano al Teotl sin nombre; él cautivado por su mirada se dejó guiar, olvidando el asombro de que esa chiquilla pudiera verlo. Despacio y sin quitar la mirada uno del otro, caminaron hasta la habitación de la princesa, entraron y cerraron las mantas que cubrían las ventanas, entre la obscuridad de la habitación se perdieron ambos amantes, la luna sigilosa pudo colar algunos rayos de luz por entre las mantas los cuales iluminaron el cuerpo de Papalotzin completamente desnudo y el espíritu casi humano y radiante del Teotl sin nombre encima de ella. La escena era hermosa hasta que la pareja fue sorprendida por el gran Tlatoani, la relación ya había sido consumada y el padre ante su impotencia de ver a su única hija en brazos de un hombre sin rango, pues Teotl ahora tenía cuerpo de humano; tomo una lanza de obsidiana que tenía su hija colocada en uno de sus muros, trofeo ganado por su padre en una guerra exitosa en contra de los Tlaxcaltecas. Con fuerza la lanzo al cuerpo de ambos y la Luna desesperada por tal abominación mando a uno de sus hermanos como estrella fugaz sobre ellos, logrando llegar antes que la lanza los convirtió en seres voladores para que pudieran escapar, Teotl sin nombre surgió de entre las sabanas de su amada como una pequeña ave de apenas 5cm, con vivos colores de fuego en las plumas, un pico de color dorado largo y punzante como una flecha, garras hechas de oro y un corazón fuerte como el de un Jaguar, era un Huitzil, un colibrí de fuego. Su amada convertida en una Quetzalpapalotl apenas podía mantener el vuelo cuando un guardia del Tlatoani exaltado por la escena intento aplastarla con sus manos, Teotl voló hacía los ojos del guardia arrancándoselos en un aleteo, Papalotzin huyo despavorida del lugar. Lo último que el gran Tlatoani vio fueron las brillantes plumas de un Huitzil mágico saliendo por la ventana, completamente iluminado por los rayos lunares de la noche.
Pasaron horas volando tratando de salir sin caer en las aguas de los lagos que rodeaban la ciudad. Popocatepetl, enterado de lo sucedido, les hablo con señales de humo que llegaban lentamente hacía ellos, la madre de Teotl sin nombre, la Diosa Tonacacihuatl, uso el viento y las nubes para agilizar la llegada de Tlaneci padre de Teotl sin nombre, en menos de treinta minutos la ceniza cubrió las calles, techos y palacios de la gran Tenochtitlan. Los amantes convertidos en sus Nahuales fueron acompañados por Tlaneci y Tonacacihuatl hasta los pies de la Iztlacihuatl y el Popocatepetl quienes los recibieron con lluvias de estrellas y cantos ancestrales, todos miraron al cielo y la brillante Coyolxauhqui le pidió a Teotl sin nombre que subiera a lado de ella. En lo alto del espacio universal dónde sólo los Dioses pueden entrar, el espíritu errante fue bautizado con el nombre de Huitzil fuego nuevo y la Diosa luna recibió el perdón de Huitzilopochtli al haber salvado a su hija y su nieto del celoso Tonatiuh permitiéndole regresar a la tierra y recuperar su cuerpo decapitado milenios atrás, Popocatepetl e Iztlacihuatl le ofrecieron sus tierras para vivir en agradecimiento del cuidado de su hija Papalotzin durante tantos años en la casa del gran Tlatoani de Tenochtitlan. Los Dioses por fin podrían vivir en paz.
La gente de Tenochtitlan conto durante generaciones la historia del espíritu errante de los cerros y su amada princesa que juntos sanaron el horrendo pasado de sus dioses y llenaron los campos de flores, mariposas y colibríes de maravillosos colores.
Huitzilin y Papalotzin vivieron en los cerros alrededor de la gran Tenochtitlan por miles de años, dando a sus habitantes, fuerza, coraje y fe. Fueron prueba irrefutable de que el amor siempre vence al miedo y al rencor.
Vanessa López Rivera. 18 de octubre del 2016
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