Ya con unas copas encima, me levanté de la mesa de cena donde estaban mis amigos y mi novia. Dando traspiés llegué al mostrador del Restaurant Miralto de la Torre Latinoamericana.
—Todo lo que consuman la pareja y la bella señorita de aquella mesa —le dije a la cajera de labios rojos—, lo cobra de aquí. —Deslicé hacia ella el plástico azul que era mi tarjeta de débito.
La joven se encogió de hombros, asintió y se acomodó los lentes sonriendo.
Me giré hacia Fer que chismeaba con Edgar y Andrea. Me lanzó un beso, me guiñó un ojo y se carcajeó. Sonreí torciendo la boca, me aflojé el cuello de la camisa y regresé corriendo hacia la mesa.
El enorme cristal que parecía irrompible cubría la fachada del edificio. Fer me miró levantando sus delineadas cejas negras, mientras sus ojos verdes se abrían. Los dedos de Andrea que estaban adornados por largas uñas plateadas sostenían una copa de vino tinto. Edgar expulsaba el tabaco por debajo de su entrecano bigote con la cabeza echada hacia atrás.
Me vi reflejado en el vidrio entre las luces de los edificios exteriores de la Ciudad de México. Mi camisa blanca se salía de entre el pantalón y el saco se movía a los lados, dando latigazos.
Ahora la mirada de mis amigos era de terror; Andrea se cubrió la cabeza con las manos de uñas brillantes, mientras apretaba los ojos. Ella sabía que estaba loco.
Su copa se estrelló contra el piso reluciente y una mancha roja se extendió alrededor de los cristales rotos, como un vómito. El cigarrillo encendido de Edgar le perforó el vestido negro a su prometida y se le apagó en la pierna morena.
Fer se levantó y se puso frente a la mesa cuadrada, levantando los brazos con pulseras doradas que entrechocaban. Su boca esbozó un grito y las venas se comenzaron a marcar en su delgado cuello.
Deseé con todo mi ser que el maldito vidrio se rompiera, si no, quedaría acostado sobre la mesa como un idiota. Las demás personas presentes en Miralto estallarían en carcajadas diciendo. «Está loco», o «pobre de su novia», o «maldito enfermo», mientras llevaban a su boca un trozo de carne fina cortado con esmero.
Ahora Fer lloraba con la boca apretada frente a mí, mis lágrimas también cedieron. En mi carrera la aparté lo más sutil que pude hacia un lado y puse mi centelleante zapato negro sobre la mesa. La ensalada de espinacas con salmón marinado y mango cayó sobre el pantalón de Edgar. El jamón serrano y las costillas de cordero se estropearon en el suelo, con el otro zapato aplasté la corvina con salsa de chile dulce… Y salté.
Mi cabeza se estrelló contra el grueso vidrio doblándome el cuello, después mi hombro logró agrietar el cristal y con la espalda lo hice pedazos. El calor se desvaneció.
La violenta brisa gélida me arrancó del edificio, removió mi cabello y los lentes se me despegaron del rostro, cayendo a mi lado. Sentí un sudor caliente por las cejas y al tocarme con los dedos se mancharon de sangre. Volví la mirada hacia la Torre Latinoamericana y un agujero malhecho escupía gritos histéricos y un polvo de cristales. En cada uno podía ver a Fer llorando con el maquillaje corrido por las mejillas. En la punta de la Torre, una luz roja parpadeaba débilmente, en el timón de un avión la misma luz titilaba.
El Palacio de Bellas Artes se acercaba a mí y las luces brillaban como nunca. Los árboles de Alameda tenían más ramas y hojas. Las demás construcciones que me rodeaban se deslizaban hacia arriba como un dibujo difuminado. La Avenida Juárez se deslizaba por debajo de los coches que se apremiaban con el claxon.
Los pedazos del vidrio me acompañaban, sabía que Fer no saltaría tras de mí. Ni Edgar, ni Andrea. Entonces vi que el suelo estaba tan cerca de mí y un grito tan ronco me salió del pecho y de la mente, como un sueño. Tal vez no estuviera cayendo desde el piso cuarenta de la Torre Latinoamericana, sino acurrucado con Fer en la cama, paseando en bicicleta con mi padre, acariciando a mi perro Toto, dándole un abrazo a mi madre. En un loco sueño…
Pero cuando mi cuerpo se destrozó contra el asfalto seguía gritando y me llovían vidrios.
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