Los grandes embalses empiezan a reventar por pequeñas grietas. La pequeña grieta de hoy ha sido una conversación sobre cocina. Un amigo me explicaba su receta para las albóndigas, que siempre me salen fatal. Y yo pensé en lo que daría por poder volver a comer las albóndigas que hacía mi madre. La segadora de vidas arrastra consigo sabores, olores, caricias y sensaciones que nunca más volveremos a disfrutar. En fin, la vida es cambio.

Más tarde, ya solo, se me ha venido a la cabeza uno de esos recuerdos que mantenemos apartados, seguramente por miedo. Mi hermana Azucena murió “como del rayo”, cortando en dos de un solo tajo su vida, la vida de todos. La vida. Zuzu solía preparar cosas de comer para que yo me las trajese a casa. Todo era siempre tan abundante que me comía una parte y congelaba el resto. Poco después de su muerte me di cuenta de que tenía en el congelador un “tupper” con esas albóndigas tan estupendas que ella cocinaba siguiendo la receta de mi madre. Parecerá una tontería, pero yo no sabía qué hacer con esas albóndigas: tirarlas me parecía un sacrilegio y comerlas lo veía como una frivolidad. En aquel ”tupper“ estaba la última oportunidad de saborear un guiso de mi hermana. Pasaron día y semanas y yo sin decidirme. Al final pensé que a Zuzu le habría molestado que aquello se desperdiciase y me decidí a comerlo. Descongelé las albóndigas, preparé unas patatas fritas y llevé todo a la mesa. Y allí estaba yo, delante de aquel plato tan suculento, dándome cuenta de que me era casi imposible comerlo. Pero lo comí. Soltando lágrimas como puños, parando cuando me ahogaba de llorar, pero me lo comí.

No escribo esto para desahogarme, ni para regodearme en el dolor, ni para dar pena. Lo cuento porque me equivoqué. Nos empujan tanto al blanco o al negro, al sí o al no, a comerlo o tirarlo, que nunca vemos la opción tercera: no siempre estamos obligados a elegir. Si yo hubiese dejado las albóndigas en el congelador, si yo hubiese dejado ir a mi hermana, tendría ahora intacto el recuerdo de aquel sabor. Lo escribo para aconsejaros que, si os veis en el caso, dejeis las albóndigas congeladas.

Creo que Zuzu no hubiese estado de acuerdo con esto que os he dicho, porque nació demasiado pasional como para parase en medianías. Zuzu solo era capaz de entender lo que es justo y esa fue, precisamente, la gran tragedia de su vida. Me hubiese dicho que me comiese las albóndigas, aunque quizás con la secreta esperanza de que yo las dejase en el congelador.

Algunas veces nos da por hablar de cómo nos gustaría que fuesen nuestros funerales. Yo, por ejemplo, les tengo dicho a mis hermanos que, si quieren hacer algo para despedirme, monten en el Bourbon una juerga de gin-tonics. Lo único que quería Zuzu era que en su entierro sonase el “Canto a la libertad”, de José María Labordeta. Así se hizo. Y si queréis saber lo que mi hermana quería para todos, con escuchar la letra lo sabréis. Durante muchos años, después de su muerte, he sido incapaz de escuchar esa canción sin ponerme a llorar a lágrima viva. No negaré que todavía se me salta alguna lágrima, pero cada vez más, cada día un poco más, siento la alegría de saber que ella vive ahora en el alma de todos los que la queríamos, por fin hermosa y libre.

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