Tiza tras tiza el niño va desgranado sus siete años en la pequeña pizarra de juguete. Su debilidad son las casas de arquitecturas imposibles y las princesas de faldas imposibles. Le gusta quebrar lo vertical del edificio en salientes disparatados y absurdos; le gusta hacer salir la cabeza coronada de una princesa de una enorme falda llena de adornos, como las de esa María Antonieta cuya biografía le ha impresionado tanto.

En una mesa grande de madera oscura desgrana sus siete años en princesas y casas imposibles.

-¿por qué dibujas así las casas? ¿No comprendes que una casa así caería derrumbada?

-Me gustan.

El niño es imposible, no cabe duda de que es tozudo y raro. Viene a continuación el reproche del miedo y la sospecha, el asunto intolerable.

-Este niño solo dibuja princesas.

Por la pequeña pizarra de juguete han pasado ríos sobre los que flotan barcos a vela desplegada, montañas nevadas en las que nacen ríos y cascadas; han pasado hasta casas posibles, con chimenea humeante, valla de madera y árbol lleno de manzanas; han pasado también coches grandes y pequeños con sus faros apagados o brillando con el esplendor de tres pequeñas líneas de tiza. Todo eso se puede, pero todo eso lo borra la princesa, que no se puede, no se debe, no debe apetecer. El niño no sabe como lo sabe, pero reconoce al vuelo el reproche del miedo y la sospecha.

Empieza a dibujar soldados. ¡Son tan difíciles las piernas! Con lo fácil que es hacer salir de un semicírculo la cabeza coronada de una princesa. Pero dibuja soldados, soldados de piernas rígidas como zancos, soldados que se apresura a enseñar con (falso) orgullo. Hay que alejar el fantasma del reproche.

Aprende a dibujar soldados de piernas como zancos. Aprende también ha esconder las princesas y las casa imposibles. Aprende que algunas veces solo se puede sobrevivir mediante engaños.

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