Entro en la cafetería poniéndome el brillo de labios de Y.S.L, apresurada, casi desmelenada y tarde. Es un gloss maravilloso que me regaló hace años mi prima; más amiga que prima, más hermana que amiga y prima, y que sólo uso en ocasiones «especiales».

Porque es de un rojo penetrante, embaucador, de esos tonos entre los doscientos rojos que las mujeres distinguimos sin problema alguno y que el día que te lo pones vas decidida a triunfar allí por donde pases.

Me pido un galao bien cargado, y le señalo al camarero cualquier pastelito salado de esos que tengo delante.

Me quedo de pie, como casi todos los lisboetas que desayunan en Casa Chineza. Es casi obligado saborear el café sin sentarte, saludando a todo el que sale y entra, porque aquí la gente es así, amable desde bien temprano, enérgica desde el primer sorbo aunque les sepa a rayos.

Podría quedarme a vivir aquí para siempre, vender libros usados en Ladra, hablar con los clientes sobre las historias que hay detrás de lo que escribo, contemplar cada día la puesta de sol desde la Plaza del Comercio, y buscarme un amante de mirada penetrante y manos grandes con el que celebrar la vida a golpe de licor de guindas.

Eso, y pasear descalza por el puente del 25 de Abril, a solas y sin amante, mientras escucho conciertos de fado y bailo y canto, a partes iguales.

Ya me he comido dos pastelitos salados de golpe, siento que el estómago se dilata y se contrae, hay un manojo de nervios subiéndome por las costillas, y este hombre que llega veinte minutos tarde.

«Este hombre», es el Señor Soller, trabaja para la Agencia Balcells y me puso en contacto con él mi amigo Carlos.

Carlos trabaja en una editorial del centro. Me lo presentó mi compañera de piso, Bárbara, nada más pisar suelo portugués. Tuvimos un flechazo al instante. Antes de la tercera copa ya nos sabíamos nuestras vidas al dedillo. Me escribía poemas que después perfumaba con Fahrenheit porque sabía que aquél olor tan masculino me hechizaba, y yo le llamaba de inmediato para decirle que estaba loco. Era capaz de hacer cualquier cosa por mí sin pensárselo dos veces, y eso me entusiasmaba tanto como me asustaba; sobre todo porque a mí me costaba estar a su altura. A la hora del almuerzo se presentaba en la biblioteca donde yo trabajaba, me pillaba por sorpresa por la espalda ojeando algún libro inmersa en ese silencio que sólo se respira en las bibliotecas, y me traía pasteles de Belém. Y allí nos quedábamos los dos en silencio comiéndonos las tartaletas entre besos acalorados y un montón de canela y crema.

Ahora sólo somos amigos, el me cuenta sus vaivenes amorosos fallidos, algunos días se pasa bebiendo y llama al portal de casa. Sube, me abraza, me dice que me extraña y yo le preparo un café solo muy intenso, bica que le llaman aquí, y que compro en una tienda del centro, Pérola do Rossio, donde venden el mejor café de Portugal.

Después se queda dormido como un niño en el sofá, le pongo una almohada debajo del cuello, le quito los zapatos y dejo una luz encendida por si se le levanta y da un traspiés.

Cuando me voy a mi cama pienso que todavía mi buzón huele a sus cartas.

Carlos está convencido de que soy una gran escritora, así que ha hecho lo imposible por concertarme una cita con el Sr. Soller,

Y aquí sigo esperando al buen hombre, dando vueltas por Casa Chineza, preguntando la hora cada dos por tres sin saber los minutos que este hombre ya se retrasa.

Releo su mensaje hasta la saciedad por si me he confudido de hora, «Plaza de la Rua, 11. Café Chinaza. Lunes 12. Sea puntual. No es la única cita que tengo».

He escuchado su mensaje tantas veces en las últimas tres semanas que reconocería esa voz grave desde el Paseo do Gracia.

No sé si ir al baño y recogerme el pelo. Igual un recogido me da un aspecto más serio. Y si me quito las lentillas y me coloco las gafas, puede que hasta le resulte más interesante. Joder, no es momento de inseguridades!!.

Si Bárbara estuviera aquí acompañándome sabría exactamente si el outfit es apropiado, pero no!, está pasando unos días con su novio en Italia, maldita Bárbara!.

Nada de pantalones, me advirtió antes de salir por la puerta rumbo a Italia. «Zapato de tacón alto para días bajos, gloss rojo para días negros, y sonrisa grande en días pequeños»…. esa era la frase preferida de Bárbara. Y aquí estoy yo, haciendo equilibrio sobre estos tacones, falda negra y sonrisa de oreja a oreja.

Haciéndome pasar por un intento de escritora seria con mi manuscrito de ciento cuarenta cinco páginas, e intentando que no se me note a leguas que todavía de cuando en cuando me emborracho como una cosaca, bailo en las tarimas del primer antro donde suena The Class, y lloro a mares mientras canto en los brazos de cualquiera “My mind don´t need you, but my body do…..”.

Suena el teléfono y salgo de mi canción favorita. Todos tenemos una canción que nos encanta tanto como nos destroza al escucharla.

-¿Bárbara?, pensaba en ti hace un momento!. ¿Ya estás en Italia?, Te echo muchísimo de menos.

– ¿Cómo podría olvidarme de que hoy es un día tan importante para ti?.Cuéntame! No se te habrá ocurrido ponerte pantalón!. ¿Y las uñas?, seguro que has salido a la calle sin manicura! Y las manos son muy importantes!….. Tonta, yo también te echo mucho de menos!. Es tu oportunidad. No tengas miedo!.

Y la llamada se corta antes de que pueda contestarle que efectivamente tengo miedo, ese sentimiento que te recorre por completo el canal de las emociones y te bloquea desde los pies hasta la garganta sin permiso y sin piedad. Ni el gloss ni los tacones lo espantan.

Hace tres días que estoy en cama. Un dolor abdominal que me tiene con las persianas completamente bajadas, el pelo sin lavar, y tres o cuatro libros sobre la almohada que no puedo ni ojear.

Bárbara me prepara galletas con miel de manuka. Dice que es mano de santo y que su abuela que era una experta en esto de los remedios caseros, siempre citaba un proverbio neocelandés, “donde no llegan los antibióticos, llega la manuka”.

Me trae las galletas con miel en una bandeja de estilo manuelino que compré en la Feria de Ladra. Sabe que me encantan esos azulejos en azul y blanco y me las coloca perfectamente alineadas. Al lado, en un frasquito de cristal tallado comprado en la misma feria, la miel. Ladra es uno de esos mercadillos improvisados que rezuman encanto. El tranvía nº 28 te deja en el Campo de Santa Clara, y de ahí a Ladra dos minutos andando entre las calles abarrotadas de gente. Coleccionistas buscando tesoros a buen precio, turistas regateando y ese olor a libros usados que se mezcla con el té helado que te ofrecen algunos comerciantes.

Bárbara es un encanto. Se ha convertido en imprescindible en mi vida desde que llegué a esta ciudad por motivos que ahora no contaré, y es lo más parecido a una hermana que se puede tener en una ciudad donde nada es tuyo.

-El termómetro dice que ya no tienes fiebre, así que querida mía, en cuanto te acabes esas galletas, vas a salir de esta cama que huele a calcetín podrido, te voy a arreglar ese pelo desdeñado y vas a sacar del armario ese vestido de seda turquesa que te queda tan bien porque esta noche, tú y yo, salimos a bailar.

Y cuando Bárbara se empeña en algo, no hay enfermedad, ni excusa, ni argumento que la paren.

Por cierto, no lo he dicho, Bárbara es estilista. Trabaja para Alexandra Moura, y es como a mí me parecen todos los estilistas, delicada, envolvente, elegante y un poco esclava. De la moda, del aspecto e incluso de sí misma.

A menudo esconde sus inseguridades detrás de una blusa transparente para no ser vista. No entiende que me gusten las portadas de los libros viejos, esos que se caen a pedazos nada más comprarlos, y cuando me descuido, los forra con retales de tela que se quedan inservibles en su trabajo y les devuelve la vida como ella misma dice.

Yo odio que disfrace mis libros con algodón de rayas y cuadros de vichi francés, así que a veces discutimos sin parar hasta que una de las dos se harta, sale de la habitación dando un golpe y se marcha cargada de razones.

Todas las discusiones las arreglamos en la cocina. Basta prepararle una Francesinha, dejar abierta la puerta para que las tres capas de queso fundido lleguen a su olfato, y ya la tienes merodeando entre los fogones y mirándote con cara de “aquí no ha pasado nada”.

La Francesinha es un sándwich de toda la vida, una copia de la croque monsieur francés, pero a lo bestia, donde la salsa es la protagonista y puedes ponerle tanta como tu estómago soporte.

-Son mis libros Bárbara. No entiendes que cubriéndoles con telas carísimas les arrebatas el alma?.

Y ella lo niega con la cabeza porque es más terca que una mula, me guiña un ojo y se relame esos hilitos de salsa que entre bocado y bocado se le escapan de los labios.

Me he levantado como he podido y me he lavado el pelo con agua fría. Bárbara me ha hecho unas trenzas en la parte frontal y me las ha enrollado en una cola. Dice que son lo más “in” de esta temporada y que el pelo recogido me sienta bien. Insiste en que que me ponga el vestido de seda turquesa, pero yo me niego. Detrás de ese vestido hay una historia que es sólo mía, esa seda tiene las huellas de algún recuerdo que no olvido, una cita de la que no me recupero y el tacto de aquellos dedos. Es increíble cómo nos convertimos en lacayos de la memoria. Cómo memorizamos con esmero todo aquello que nos hiere, cómo he adherido el dolor a la cremallera de un simple vestido que no es tan simple, cómo recuerdo el olor de todo lo que pasó en aquella cita, y cómo me resisto a olvidar que entre el primer botón delantero y el último del escote, tú, ese hombre del que nunca hablo, habitas.

No cabe un alfiler en este garito, pero está de moda, la música es buena y a Bárbara le gusta. Es el sitio perfecto para no hablar de nada. El camarero ya nos ha puesto dos rondas de caipiriña a cuenta de un grupo de depredadores que de vez en cuando nos miran de manera descarada. Son como pavos reales contoneando el color de su plumaje en pos de liderar ese momento de la noche cuya actitud masculina me saca de quicio.

No será fácil prestarle mi vestido de seda a cualquiera, ni con toda la caipiriña del mundo corriendo por mis venas. Por eso lo mío con Carlos no funcionó. El sabía que encajaba en mis camisetas de popelín y mis faldas de lino, pero que no había cabida para él en aquél vestido turquesa. Porque ese vestido era demasiado para entregárselo a cualquiera. Ese vestido todavía le pertenece al hombre del que nunca hablo.

– No entiendo porqué el Sr. Soller no apareció en el café Bárbara. No consigo dejar de pensar en ello. Ni siquiera una llamada para cancelar la cita. Esta incertidumbre podría volverme loca.

– No pienses en eso ahora. Baila, baila todo lo que puedas y olvídate de esa cita. Ya habrá otra oportunidad. Carlos no permitirá que esto se quede así. Ahora, no podemos hacer otra cosa sino bailar!. Recuerda: tacón alto para días bajos, gloss rojo para días negros, y sonrisa grande en días pequeños….

– No se dará la misma oportunidad dos veces Bárbara. Nada pasa por casualidad. pero tienes razón. Bailemos hasta que no podamos más. Dejemos los fantasmas en este lugar por lo menos hasta mañana, y pidamos una canción. “There´s someone for me somewhere. I still miss someone….”

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