«El nombre de una mujer me delata. Me duele una mujer en todo el cuerpo».
Jorge Luis Borges
Transcurre abril. Es un día plomizo, ceniciento. La desolación se vislumbra a flor de piel. Llueve sobremanera. El sol se escurre entre una cantidad asfixiante de nubes que lo agarrotan miserablemente y no dejan atisbo de su preponderante y majestuosa presencia. Los árboles, a su vez, se sumen en una puja tensa e incesante con las gotas y el viento que, en rigor de verdad, no parece querer perder su protagonismo persistente de los últimos días. Es Buenos Aires, la ciudad que testimonia luces y buena vida para el mundo entero, pero en realidad, corrobora pesadumbre la mayor parte de su tiempo. Son permanentes los augurios de que algo malo está por ocurrir. Es otoño. Las hojas se enciman unas a otras formando inacabables montañas, y de los árboles caen tantas otras que se pierden con el viento, como nuestras esperanzas de que algún día podamos vivir apaciblemente. Es inminente el arribo de los días más fríos del año. En la acera no habita un alma, salvo los míseros sin techo, que cada día que pasa son más y más. Los dichosos como yo, estamos en casa. Gratamente es domingo, día de descanso, lectura y agradecimiento. Lo considero el día más feliz de la semana, a pesar de todo, claro.
Me encuentro sentado en un sillón de la sala de estar. Demasiado confortable por cierto. La sala está dispuesta frente a un ventanal que me permite avistar un trozo tenue de realidad. Mi estado de ánimo es un péndulo que oscila entre lo que pienso y siento. Estoy en una encrucijada de la cual me es difícil salir. Decido, entonces, concentrarme y sumirme plenamente en la lectura de un libro del maestro Jorge Luis Borges, para olvidarme, por lo menos por un rato, de la vida, si se me permite semejante generalidad. Es que Borges me genera satisfacción, alegría, fascinación. Pero más allá de eso, no logro concentrarme. Los pensamientos siguen vagando por mi cabeza, continúan en una ardua contienda con los sentimientos. Una lucha que se torna cada vez más insoportable.
De repente, una sensación de pesadez insostenible se aloja en mi cuerpo. Es una sensación muy perturbadora que no tiene la mínima intención de marcharse en un lapso corto de tiempo. Entiendo que va a permanecer por varios minutos, o quizás horas.
Me sugiero levantarme amablemente y emprender camino hacia la cocina, dos habitaciones más a la derecha de donde me encontraba, a prepararme un café e intentar despejar el sentimiento que me acongojaba. El maestro seguía en mis manos. Mientras caminaba, leía algunas oraciones más. Justo llegando a la cocina alcanzo a leer una frase que rezaba: “me duele una mujer en todo el cuerpo”. En ese momento sentí que el pecho me explotó. El corazón comenzó a latir con más fuerza que lo normal y los intestinos se me anudaron fuertemente, produciéndome una sensación de dolor insostenible. Me sumí en una profunda depresión. No sabía bien por qué me sentía así, pero estaba seguro que esa frase me concedió el golpe final.
Hasta que de pronto lo entendí todo.
Comencé a pensar en mi familia, sobre todo en las mujeres de mi familia. En mi mamá, mi abuela, mis tías, mis primas, mi hermana. También en todas las mujeres del mundo. En todas las que sufren cada día la inseguridad de no saber si ese va a ser o no el último de sus vidas. En todas las mujeres que no pueden caminar tranquilas por las calles sin ser acosadas. En todas las que sufren violencia dentro de sus casas o fuera de ella. En las que son esclavizadas sexualmente. En las que no pueden decidir por su propia voluntad. En las que son violadas y asesinadas cada día. Pienso en todas y cada una de ellas. Claramente, ese era el verdadero motivo de mi hondonada.
El café rebalsaba el vaso. Me había olvidado por completo de él. Mi cabeza permanecía sumida en una nueva preocupación. Me asomé por la ventana para observar lo lúgubre del paisaje. La acera entendía lo que pasaba y seguía invadida por la soledad y dejos de desilusión. De pronto, me sumí en el miedo. Mi cabeza seguía intentando ordenar sus pensamientos pero le era imposible. De repente, pensé en mi hermana. ¿Estará bien? Decidí llamarla para preguntarle cómo estaba. Pero no hubo respuesta. Lo intenté de nuevo, y tampoco. De pronto, mi semblante se ahogó en un mar de lágrimas que se asemejaban a la lluvia que ahogaba la ciudad por completo. Sentí que el techo se venía encima y me apretaba contra el suelo, dejándome sin resabio de aire. Derrotado, decidí salir de casa a buscarla por la ciudad deshabitada. Corrí por la acera durante varias horas, pero seguía sin encontrarla. Estaba agotado. Después de varios minutos más, me rendí por completo. Me sumergí en la vereda sin poder reponerme. Me tiré al suelo con las manos en la cara, abatido.
No recuerdo nada más sobre esa tarde. Mi última imagen fue de oscuridad, desazón y gotas de lluvia ahogándome en las penumbras de mi corazón y la suave muerte de mi alma. Mi hermana no estaba por ninguna parte.
De repente, un camión no dejaba de hacer sonar su bocina, por lo que me desperté. Majestuosamente todo volvió a cobrar luz. Mi corazón volvió a latir con fuerza como lo hizo esa tarde gris de domingo. Mis ojos estaban desorbitados. Mi cabeza, a punto de explotar. Mi cama estaba sumida en un gran charco de agua a raíz de la transpiración. No concebía lo que había soñado. Estaba anonadado.
Me levanté de la cama exaltado por la pesadilla de una noche calurosa de lunes. Era enero. El sol rajaba la tierra. Pero eso daba lo mismo. Bajé corriendo las escaleras en busca de mi hermana. Estaba ahí, sentada en el comedor, desayunando, sonriendo como de costumbre. La abracé. Me largué a llorar y ella no entendía por qué. Tampoco se lo expliqué. Le dije lo mucho que la quería y me senté a desayunar a su lado. Mi vida, desde esa noche, cambió para siempre.
Entendí que los sueños son mucho más que solo sueños. Que los sueños tratan de explicar la realidad o, por lo menos, dar cuenta de lo que verdaderamente uno teme. Entendí lo difícil que la pasan las mujeres cada día. Entendí que hasta que las cosas no nos pasan, no nos damos cuenta lo terribles que pueden ser para esas personas que sí lo han vivido. Aprendí a comprender a las mujeres, a cuidarlas , pero, sobre todo, a quererlas como se lo merecen.
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