Detrás De la casa estaba el prado. A vista de golondrina es poco más que un cuadradito de hierba, resto de uno de esos minifundios que hacen de las tierras del norte un puzzle de verdores siempre inacabado. Lo rodea por tres lados una serie de viejas estacas de madera reseca, gris y retorcida, como si un agrimensor sin sentimientos hubiese troceado la milenaria momia de un gran árbol, para convertir en marcas de frontera lo que un día fue frescor y sombra. En el cuarto lado se ven las cuatro piedras de una casa quemada hace ya muchos años, mucho antes de la casa, cubiertas por una miscelánea salvaje de zarzas, ortigas y cualquier otra planta montaraz de las que no se deja crecer en los jardines, de las que solo encuentran su lugar en el indomesticable reino del bardal.

Es allí, junto al zarzal, en donde se ve al niño agazapado. Allí, oculto a las miradas de la casa. Está agazapado y reza con un fervor congestionado a ese Dios bueno que todo lo puede, al Padre amable y misericordioso del que tanto le han hablado. El niño está pidiendo ni más ni menos que un milagro, mientras oculta entre sus manos el objeto prohibido, el objeto roto.

La casa está llena de objetos prohibidos. También lo están las casas que se ven más allá de las estacas muertas. Él lo sabe como lo saben sus amigos, como todos lo saben. Saben lo que ocurre cuando las manos pequeñas son la causa de que un objeto prohibido acabe roto. Ni él ni sus amigos, ni nadie, pedirían un milagro a causa de los objetos rotos. La regañina, el castigo, quizás un par de azotes… gajes de la infancia. No, lo malo no era la rotura.

La casa está llena de objetos prohibidos. Pero hay objetos que está prohibido tocar y objetos que está prohibido desear. Él lo sabe, sabe reconocer el reproche del miedo y la sospecha. Por eso reza para que dios haga el milagro del recomponer aquel objeto.

Reza, suplica, pide por favor, pero al abrir las manos pequeñas el objeto sigue roto. Dios no hizo el milagro. No hay nada que hacer, la suerte está echada. Le vemos abandonar despacio la seguridad de avestruz que da el zarzal y dirigirse hacia la casa. Le vemos entrar sin hacer ruido y subir las escaleras de forma sigilosa (sigilo inútil). Le vemos entrar en la habitación de sus padres, abrir el joyero de su madre y dejar allí la pulsera hecha pedazos.

Todavía no sabe que lo sabe, pero ha dejado de creer en Dios. Sin embargo tiene que haber algo, algo que le evite tener que escuchar el reproche del miedo y la sospecha. ¡La magia! Eso es, la magia podrá sacarlo del apuro. Tiene que haber alguna varita mágica, algún conjuro…

Se queda allí en el prado, rodeado por el zarzal y las estacas muertas, esperando. Ese día esperando el reproche; el resto de su vida esperando el conjuro.

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