El alba asoma. El sol resplandece un nuevo día. En el hangar de mis sueños descansa el avión de mis incesantes ilusiones.  Está amaneciendo. Simboliza una prueba más. Una lucha más.

Recibí el diploma de piloto hace ya más de dos décadas, cuando un ángel me dio a luz. Estoy seguro de que todo saldrá bien, porque así lo dispuse siempre, y así lo dispongo hoy. Espero, por lo tanto, un buen despegue. Me preparo con las alas listas para volar a una altura prominente y a alta velocidad, como de costumbre en un mundo como el de hoy. 

Transcurro los primeros minutos del día con gran sosiego y tranquilidad, disfrutando de algún retazo de lo mundano. El café y un triste verso a la luz tenue de la mañana. 

Soy consciente de todos los aviones que pasarán a mi lado. Unos más grandes, otros más pequeños, unos más rápidos, otros más lentos, pero cada uno librando su ardua batalla de cada día. El vuelo comienza a sumirse en la celeridad. A pesar de ello, les entrego a los demás el mayor de mis respetos.

Después de un largo rato, una inesperada turbulencia me agita violentamente como alguna ventisca de mitad de julio que nos congela hasta el alma y me sumerge en una usurpadora inquietud. Es hora de mantener la calma. El fuego interno debe protegerme. No debo generar caos en mi mente. Tengo la imperiosa necesidad de transmitirme tranquilidad. Escuchar a la razón y sobrellevar. Volver al punto de donde partí. 

Bien, lo logré. Lo peor ya pasó. El vuelo retoma ahora su curso normal, como alguna vez en la historia lo hicieron el Sena, el Tíbet o el Rin.

El ocaso se hace digno de explorar. Lo últimos destellos de luminosidad del Sol parecen amenazar con desaparecer íntegramente. Mi avión, por cierto, corre la misma suerte. El momento más esperado de un ajetreado y extenuante vuelo se aproxima. La velocidad que otrora me invadió se convierte ahora en una majestuosa serenidad. Me encuentro con mis seres más queridos, la élite de mi felicidad, y les entrego mis últimos resabios de amor de una noche de mayo.

El avión descansa felizmente en el hangar, un lugar humilde y sincero. Finalmente, el motor se apaga y estima que, a pesar de algunas dificultades, ha sido un gran vuelo, solo por el hecho de haber sido uno más. 

Mañana será mi próximo. Quizás a otra altura, a otra velocidad y con ciertas incomodidades, pero el destino no cambiará. Siempre, toda mi vida, será el mismo: las nubes que embalsaman los sueños de mi hangar.

                                                                                                                  Gony.

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