Por supuesto que estoy segura, era Ernesto. Yo salí, como todas las mañanas que el clima me lo permite, a baldear la vereda. Porque de los que allí vivía no se podía esperar que limpiaran el piso de su habitación, mucho menos que salgan a baldear la vereda. Y no se crea que yo obtuve algún beneficio por mantener la calle presentable. No señor. Ningún beneficio. Pagaba la renta y la parte de las compras que me correspondía, como todos los demás. Hasta he ayudado, alguna que otra vez, a doña Ramona a pagar los impuestos. Y eso que no me correspondía. Cuando me mudé a la pensión, el día que aquél desgraciado me dejó de patitas en la calle, doña Ramona me dijo: “está todo incluido en la pensión Clotilde, sólo tiene que pagarme en fecha, el primero de cada mes, y no tendremos problemas”. No vaya usted a creer que me estoy quejando, es lo que se esperaría de un buen cristiano. Sólo que una pensaría que luego de tantos años de mantener limpia la vereda, alguno de los desgraciados que vivían allí lo notaría y me diría “gracias Clotilde, qué linda le quedó la vereda hoy”, o que por lo menos doña Ramona me haría un descuento en el alquiler. Pero bueno, volvamos a lo que le contaba. Mientras baldeaba la vereda, veo que se estaciona un auto muy bonito frente al almacén de Don David. Me llamó la atención porque por el barrio no se ven de esos autos ostentosos que usan los hombres ricachones para reafirmar su virilidad. Cuestión que luego de un rato de estar ahí parado con las balizas encendidas, se baja del asiento del acompañante una jovencita muy arreglada. Demasiado diría yo, considerando que eran las 7 de la mañana. De esas muchachas que si uno las ve por la noche, paradas en una esquina, piensa que están realizando trabajos ilícitos. Y ahí no más que se termina de bajar ella, se abre la puerta del conductor, y baja Ernesto. Imagínese mi sorpresa. Por un instante, mi ingenuidad me hizo creer que tenían alguna relación familiar. Pero el muy descarado corrió hacia ella, la abrazo y la besó como si no fuese a existir un mañana. ¡Corrió hacia ella el desgraciado!. No podía creer lo que veían mis ojos. La muchacha se subió al auto y se fue. Y Ernesto se lo quedó mirando hasta que dobló en la esquina y desapareció. Luego se dio vuelta y empezó a caminar para la pensión. Yo, que no quería meterme en asuntos que no me corresponden, simulé mirar para otro lado y seguir con mis quehaceres. Todavía tuvo el tupé de decirme, “Buen día Clotilde, ¿baldeando la vereda tan temprano?”. Me mordí la lengua para no contestarle una guarangada, miré para otro lado y me hice la sorda.
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