LA SELVA DE COLORES

La señora treintaycincoañera –el bluyín intenta ceñirse a la curva cóncava de sus nalgas dejando un vacío como una carpa que se infla y se desinfla comiendo viento– calienta a picotazos de dedo el celular con el que después se planchará la oreja.

Un gallinazo, cóndor citadino y genérico, vuela suavemente por la ventana mientras en la fila del café restalla, desde un bolso de cuero, el cascabel de una serpiente. Es el timbre de un teléfono celular, resago selvático en una “burbuja” de centro comercial. Una pareja homínida mira vitrinas en busca de objetos que sirvan a su cueva cúbica, igual que hace miles de años, en el plecioceno, buscaban bayas, palos, pieles que pudieran servir.

La selva respira todavía en los estampados tigrescos de la señora volumniosa cuya anatomía ha sido injustamente expatriada del modelo estético por la genética, por los hijos, por los años. Por eso se viste con la ropa de la trastienda (no de la vitrina). Subproductos de escaparate para subproductos humanos.

La selva sigue viviendo en la paciente hembra que espera a su cría mientras aprende el indispensable arte de abrir cajas de cartón, aprendizaje útil porque tendrá en lo sucesivo que vérselas con cajas de zapatos, de regalo, de juguetes, de comida… Porque tendrá que vérselas con cajas hasta que llegue al momento en que será él mismo quién se encuentre embalado en una de ellas.

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