El tema es que vos saqués todos los días un rato para escribir; que escribir no dependa, en cierto sentido “de las ganas”. Sacar un tiempo. Dos horas decí. Una hora y media. Y hacerlo todos los días y tener su rato. Para eso hay que programarse desde antes porque a veces las rutinas no se pueden seguir como uno quisiera o como uno imagina que no siempre es lo mismo.
Sí, hay que decir que algunas veces, según el estado de ánimo las cosas salen mejor o, –no quiero usar el antónimo– diferentes. Es cierto que algunas veces la angustia o la ansiedad inhiben bastante, pero bueno, tarde o temprano la angustia y la ansiedad ceden y entonces te encontrás en un terreno fértil –también hay que sembrar a veces en terreno infértil–.
Por ejemplo mírame a mí (no a ese que conocés sino al otro mí) mírame a mí que ayer estaba hecho un fleco, un fleco flaco, porque tenía una angustia que me paralizaba. Y sin embargo me eché dos o tres párrafos sobre eso, sobre picotear sin ganas, sobre picotear, porque la mayoría de la energía estaba enfocada en la angustia.
Hoy, después de recibir un poco de ayuda y resolver un par de cosas la angustia ha dado paso a una paz –que quisiera eterna pero que sé que es transitoria– y veme aquí picoteando y fumando, (ya sabés que no me enorgullezco de lo último) con media página todavía por delante, media página que será trasegada mientras la gripa y mientras las tripas se revuelcan en una guerra, nunca mejor llamada, intestina.
Mirame aquí un poquito mejor y fíjate que me iba a acostar un rato para dar descanso a la cabeza y a la panza leyendo un larguísimo libro pero me acordé de lo del hábito, de que veintiún días –no sé cuántos llevo– y me acordé de José que sostiene que el hábito sí hace al monje. (Yo voy de monje que me las bogo, aunque sé que mi carrera durará el resto de mis días per secula seculorum.
Y aquí voy, tengo que salir nuevamente –me parece que una página está bien, puede ser la cota mínima del día– aquí voy por la Aurora para pasar el finde con ella, vamos a ver qué sorpresas nos depara el encuentro.
Mi tendencia me empuja a terminar la página, qué tal que en las últimas dos o tres líneas salte una ida más o menos prolija que pueda trabajarse en la hora y media de mañana –porque la tiene que haber, lo de los veintiún días, lo del resto de la vida–…
Qué tal que se asome un personaje de esos que nunca se asoman, el tipo de sombrero o la rubia de los cartoons y de pronto se encuentren y pase algo que nunca ha pasado. El tipo le ofrece un cigarrillo y la rubia lo recibe y lo encaba en uno de esos filtros largos como los de la pantera rosa. Y qué tal que se sienten a fumar y a mirar al infinito sin decirse ni media palabra, sin que entre los dos medie ninguna historia de amor o de deseo, que, contradiciendo todos los moldes no se enamoren el uno del otro sino que se hagan compañía y que después no tengan el afán de llamarse ni encontrarse sino que se lo dejen al destino y el destino los vuelva a juntar en la vejez cosa que ya es bastante esperanzadora y que entonces se van a sentar, ya no a fumar porque habrán dejado de sobra el vicio y se queden otra vez en silencio y descubran ese par de encuentros como encuentros significativos en sus vidas porque son poco frecuentes, porque a lo mejor lo frecuente es la frecuencia, o por otro lado los encuentros aislados y únicos.
Y por eso se van a encontrar sin ningún tipo de nostalgia. Habrán sido, enterrados en dos cementerios distantes y sin deudos en común, el tipo del sombrero y la rubia de cartoon que solo se encontraron dos veces en la vida para contemplar el atardecer y no pasar de ahí, aunque es justo reconocer que pasar un atardecer, y en compañía, ya es bastante.
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