En el fondo del vaso, cuando el whisky había derretido el hielo, pude leer: “quiérete, gilipollas”. Me bebí también las palabras. – Doblo la apuesta. – Ni siquiera había mirado las cartas, pero sabía que me tocaba ganar. Ya no temblaba, le gané el pulso a la ceniza del cigarrillo que se consumía sin besar ningún labio y llenaba el antro de humo. La escasa luz que nos llegaba me hacía sentir seguro. Pensé que quizá, con un poco de suerte, incluso al volver a casa te encontraría en el portal esperándome:

– Vengo a buscar la ropa interior que me dejé la otra noche.

– ¿Has traído los calzoncillos que te llevaste?

– Claro, los llevo puestos.

– Bien, sube y quítatelos. Cuando acabemos te devuelvo las bragas.

Mientras dejaba volar la imaginación, giraba las cartas que me hacían ganar más dinero del que me cabía en los bolsillos. Sabía que, si no te encontraba al llegar a casa, me lo gastaría todo esa misma noche y no precisamente en el juego. El burdel que tengo a 3 calles es demasiado tentador.

El despertador retumba sin compasión quebrándome el sueño. Las gotas de lluvia rebotando contra la ventana se me clavan como alfileres en cada centímetro del cerebro. La resaca me acompaña hasta el baño donde todavía quedan restos de la cena de ayer que el estómago me devolvió a cambio de más espacio para mi querido whisky. El espejo refleja las marcas de carmesí que me visten el cuello. Ni un céntimo en el bolsillo. Espero que por lo menos, anoche, mereciera la pena quedarme sin nada. Solo alcohol, sexo y placer, ¿qué más quiero? El agua de la ducha se lleva los pocos recuerdos que me quedan.

Odio todas y cada una de las putas mañanas. Me vestiré empezando como siempre por la cabeza y andaré siendo una sombra más hasta la redacción con el único objetivo de tener algo en la cuenta corriente para volver a dejarla a cero esta noche. Y así sobrevivo a cada hoy.

Tus bragas siguen colgadas del marco de la puerta.

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