El próximo 14 de enero cumpliré 21 años, hace un año exactamente mis amigos compraban 21 velas para el pastel, y el próximo año llegarán a cantar hasta el 21 en el “Feliz Cumpleaños”. Así ha sido desde que recuerdo, eso ya hace siglos, y será hasta que el Padre Fundador me dé el descanso y permiso para entrar en el paraíso. Eso es supuestamente mil soles contados exactamente desde el próximo 14 de Enero.

Así es, soy uno de esos hombres que ha sido condenado a una muy, muy larga vida por el Padre Fundador. Mi condena lejos de ser un regalo, como la mayoría pensaría, terminó siendo una tortura inevitable, pues he tenido que ser testigo de cómo todos se van de este mundo mientras yo me quedo a soportar el ver la caída de todo lo que me rodea. La vida se ha convertido en una prisión de la que yo soy el único que no puede escapar.

Pero se preguntarán ¿Qué fue lo que hice para merecer esto? ¿Qué puede ser tan malo para ganarme esta tortura? Bueno…Para responder esa incógnita es por lo que escribo esto.

Corría el año de 1617 cuando mis padres se decidieron a viajar hacía el Nuevo Mundo con el propósito de encontrar El Dorado. La reciente crisis en las finanzas de la familia llevó a que mi padre, en medio de la desesperación, invirtiera lo que quedaba de la fortuna en la búsqueda de aquella ciudad legendaria. Mi madre no podía contradecirlo y mis ansias por aventurarme en el Nuevo Mundo no me dejaron ver lo loco que sonaba aquella empresa.

Nos tomó 3 meses llegar a Cartagena de Indias, luego, 3 semanas llegar a lo que hoy se conoce como Santiago de Cali. Ahí mi padre había comprado una hacienda, aprovechando los asentamientos que colonos como Sebastián de Belalcazar habían levantado en su ruta hacia El Dorado.

En el transcurso de aquel viaje no paraba de maravillarme con el nuevo Continente. Era tan fantasioso y surrealista que pareciera que estaba en un mundo de sueños. Sus montañas tan altas que tocaban cielos, sus estepas sin fin y sus selvas tan espesas que te llevaban más y más adentro. Todo en el Nuevo Mundo me hacía creer que cualquier cosa era posible en aquel lugar, que no era tan loco pensar en una ciudad con ríos de oro. Y que más allá de la mera fortuna se podría encontrar lo que el hombre no había logrado en Europa, alcanzar la perfección del ser.

Tomó casi un año para que mi padre enloqueciera producto de la frustración de no encontrar la ciudad de oro y dejara el proyecto a medias. Aunque por mi parte el espíritu de aventura que había nacido apenas llegar al Nuevo Mundo seguía vivo. Para mi cumpleaños número 21 él murió y con mi parte de la herencia me correspondería continuar el proyecto que él había dejado.

En los meses siguientes cambié la estrategia que venía aplicando mi padre, mientras los demás colonos masacraban y torturaban a los salvajes en nombre de la Santa Iglesia Católica, yo me iba ganando su confianza y amistad en busca de indicaciones que me llevaran a El Dorado. Pero conforme pasaba el tiempo con ellos la búsqueda de aquella ciudad prometida dejó de ser una prioridad para mis planes.

Conviviendo con ellos me contaron historias de su civilización, historias que hablaban de mortales que habían intentado burlar a la muerte y hablar con quienes habían pasado al otro lado. Lo que más me cautivó fue la leyenda que aseguraba el poder encontrar el lugar donde Dios descansaba, y la promesa que me hicieron de tener la oportunidad de encontrarlo, igualarlo y superarlo para ocupar su trono.

Los nativos me capacitaron espiritualmente desde entonces para poder llegar más allá de donde cualquier mortal había llegado buscando el monte donde habitaba Dios, donde muchos murieron yo sobreviví gracias a ello. Pero donde el chamán aseguró el éxito yo solo encontré fracaso y tortura.

Una vez arriba descubrí que las leyendas eran ciertas. De una forma inexplicable pero real todos mis sentidos me decían que había algo o alguien ahí, era la presencia de Dios en todo su esplendor. No hablaba con palabras, no se mostraba con imágenes ni se sentía con el tacto. Simplemente sabías lo que él decía, cómo era, a que olía o como se sentía. Era grande como si de un mundo…no, una galaxia se tratara, olía a lo que podría oler todas las dulces fragancias combinadas y se oía como se oiría el más absoluto silencio del vacío, era hermoso, una hermosura inexplicable que ni el mejor artista podría dibujar ni el mejor novelista podría describir, sabía que era él porque se sentía el todo y la nada a la vez.

Lo reté a un duelo por el poder absoluto, un duelo que no medía fuerza o habilidad física. Un duelo propio de los dioses, un duelo mental de argumentos, ideas y conocimiento. Un duelo que obviamente perdí pues al momento mismo de haber terminado caí desmayado sin razón alguna. Desperté, al parecer 3 días después, en el patio de mi hacienda con una mujer de blanco a mi lado esperando a que abriese los ojos de nuevo. Se hacía llamar Lilian y decía ser la encargada de establecer mi condena por la herejía que había cometido.

En principio fueron mil años de vida, años que aumentaban o disminuían conforme a mi obrar en la tierra, Lilian me visitaría cada cierto tiempo a evaluarme como si fuese una especie de oficial de libertad condicional. Y con cada visita la condena aumentaba por años o décadas.

En mi larga vida tuve que ser testigo de cómo todo lo que me rodeaba se derrumbaba, moría o cambiaba. Vi como mi esposa, hijos, nietos y toda mi descendencia moría; al punto de tener que escapar de ellos por no sentirme parte de la familia. Vi como lo que creía bueno se volvía malo y como lo malo se volvía bueno, vi imperios a los que fui leal caer mientras pequeñas colonias traidoras crecían, triunfaban y ocupaban su lugar. Vi como la humanidad se unía en tiempos de paz y se separaban en tiempos de guerra, y vi el transformar de la tierra acompañada del esfuerzo del hombre por darle unos miles de años más de vida. Vi tantas cosas que creí haberlo visto todo, y tuve tanto tiempo para caducar que intenté ser de todo. Pero en el intento terminé siendo nada y sintiéndome un extraño para este mundo, había perdido lo único que me hacía humano…el anhelo por vivir y hacerme una vida propia.

Y así pasaron 400 años, cada uno con el mismo deseo y esperanza de que el Padre Fundador me diera como regalo de cumpleaños la muerte. Hasta este año, el 2017, en el que me rodean de nuevo personas a las que puedo amar y quienes me demuestran con amor que este pobre inmortal aún pertenece a este mundo. Ellos, como el resto, desaparecerán mientras yo me quedo aquí en mí prisión. Pero prometo hacer todo lo posible por reducir mi condena y poder acompañarles, justo después de ver al último de ellos pasar al otro lado.

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