Desde lejos, afuera del cielo crepuscular,

contemplo los surcos triangulares,

de abajo hacia arriba,

también de arriba hacia abajo;

el orden si altera la percepción de dicha vista,

más mi ser, cosa insignificante para el mar cósmico,

descansa en un acceso de paz y melancolía

al saber que el paisaje no es sólo bello,

porque peca de magnánimo,

con su maleza, escondiéndose de los ojos humanos,

allá, donde la sabiduría se vuelve una con las ramas

del pasado, presente y futuro.

¿Acaso lo que capto es una montaña, un río, una ciénaga?

¿O es la naturaleza en su conjunto?

Aunque lo simple se fragmente en infinito,

la montaña no dejará de ser montaña,

el río no dejará de ser río,

la naturaleza no dejará de ser naturaleza,

¿Qué soy yo en medio de lo que no pierde su esencia?

Materia astral, moldeada por el barro,

que velan el sol y la luna,

los guardianes de lo puro,

que viajan enamorados uno del otro,

pero el destino los ha condenado,

tal como Hades lo hizo con Orfeo y Eurídice.

Algo, algo llamado deleite,

va y viene, recorriendo mi espíritu elevado.

La vida cobra sentido,

como el verde intenso del bosque,

ahí, donde mi ser se interna sin temor;

porque no hay cosa más placentera,

que sentir el abrazo de Minerva,

sentado en una piedra de antaño,

con el lago voluminoso al lado.

He dejado de estar extraviado,

la senda se me ilumina con las luces de las luciérnagas;

me quedo quieto, de pie,

mientras me hundo en el mismo aposento de donde vine,

tierra mía, déjame ser tu hijo perenne cada vez que llega el ocaso.

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