Estaba pensando en soñarte por última vez y luego despedirte. Así comenzaba su relato.

Yo lo escuchaba desde la otra mesa mientras saboreaba mi segundo café. No lo conocía. Él, mucho menos a mí pero algo había dando vueltas esa noche que nos envolvió a los dos, a un par de pasos de distancia. Lo sorprendí hablando solo, y eso llamó mi atención. No era la primera vez que metía mis narices en asuntos ajenos. Mis días, por esos tiempos pasaban rozando la nada y las historias de cafetin compensaban, o eso creía al menos, una vida venida en chatarra por decirlo de un modo romántico. Él no reparó en mi presencia. Debe ser que llevo tanto tiempo en esa mesa que me debo haber convertido en una especie de mobiliario. Ese pedazo de algo inerte que ni siquiera luce.
Esa noche llovía, y las ventanas que daban a la calle parecían la escenografía ideal de lágrimas que venían desde muy lejos, desde hace muchos años para acompañar a este extraño sentado a mi lado. Un golpe en la mesa me devolvió de mis pensamientos. Era él, enfurecido pero con calma y ahí balbuceó nuevamente » Estaba pensando en soñarte por última vez y luego despedirte».

Lo notaba extenuado con ojos envueltos en una madrugada eterna. Como si las noches no hubiesen sido su cómplice, por varios inviernos y veranos. Estaba practicando, hacía ademanes como quien tiene que dar una prueba o enfrentarse a algo. O a alguien. Yo lo miraba con la sutilidad que disponía en mi bolsillo de hombre despojado de cualquier actividad salvo el de inmiscuirse en otras vidas.
Hojas y hojas se iban destrozando de rabia al parecer no encontrando las palabras adecuadas donde dejarlas caer. Y empezaba de nuevo. Y así, se le fue la noche y yo con ella. Encendió el cigarrillo que había olvidado en el cenicero horas atrás y por encanto el lápiz empezó a fluir sobre las líneas imaginarias de un pálido papel. Yo, en mi tercer café, algo excitado por la situación o por la cafeína o porque esa noche me estaba regalando algo más que una caminata solitaria rumbo a la pensión, lo perseguía en cada gesto. Escribió con fuerza y con una certeza de quien se sabe inequívoco, que ésta sería su tesis final y arrolladora. Terminó, pidió la cuenta y se marchó.
Días mas tarde, al no saber nada del sujeto y ahogándome en el misterio de cerrar esa historia, que adopte como propia, le pregunté al camarero si sabía quien era aquel hombre. Al principio me miró extrañado y siguió con lo suyo, desatendiendo cualquier tipo de interés sobre mi inquietud. Volví a insistir.
– El hombre que estaba el jueves pasado, de gabardina gris. La noche que llovió torrencialmente. Sabe quien es? Donde lo puedo encontrar?
Me regaló una cara sin expresión.
– Esa noche de mierda estaba usted solo López, mire si no me voy a acordar. Si tenia planes de cerrar temprano, que no entraba un alma con el agua que caía y tuve que bancarlo a usted, porque me da lástima que no tiene a donde ir y encima se le dio de poeta ese jueves. Ahora dejeme que tengo cosas que hacer. Y se fue.
Volví a la pensión consternado por lo que me había dicho el camarero. Sentía el frío de la ciudad húmeda recorriendo mi cuerpo, pero más profundo me calaban aquellas palabras que la temperatura en si misma. Abrí la puerta y me dejé caer sobre la cama. Llevaba tantas noches en vela que no tardé en perder la conciencia y por primera vez en mucho tiempo soñe con el mar.
Sonreí entre dormido.

La carta se había entregado.

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