Estoy seguro de que esta historia no la contaré igual de bien que el Doctor. Eso lo sé. Igualmente voy a intentar hacer lo posible por transmitir la rareza emocional que me envolvió aquella tarde cuando la escuché por primera y única vez. Porque de eso también estoy seguro, esta historia solamente se contó una vez.

Su voz afónica rompió toda conversación que sobrevolaba en la mesa. No quedó ni una viva. Los comensales, entre ellos yo, quedamos suspendidos en el aire como si alguien o algo hubiese tironeado de nuestra correa cuando escuchamos la célebre frase » Volvió sola, la tortuga volvió sola». En ese instante fue difícil resistirse a tamaña invitación. Me prendí un cigarrillo, me acomodé en la silla sabiendo que estaba a punto de ver una película digna de premios y lo encaré con la mirada. Eramos una docena de ojos mirando al Doctor.

Se frenó en su relato ante el convulsionado público y carraspeando nos preguntó; ¨Empiezo de nuevo, no?¨ Durante media hora nos tuvo embelesados con su historia de la tortuga que se creía un perro. Antes que nada, debo aclarar que leí sobre animales que pueden llegar a tener comportamientos dignos de otros animales, que eso se debe a una patología extraña en el momento de su gestación o simplemente debido a un golpe al nacer. Típica justificación para la mayoría de anomalías de la vida. Pero siguiendo por el camino científico no se sabía nada sobre tortugas que imitaban a perros. Nada sobre reptiles apáticos que se hicieran pasar por cuadrúpedos lame partes. Ni un dato, ni una foto, ni un testimonio. Nada, nunca.

Hecha esta aclaración, el Doctor continuó iluminándonos con aquellas mañanas en donde la tortuga iba por el diario y se lo traía a los pies mientras él se preparaba unos mates. Mismo accionar con la pelota amarilla de goma espuma o con esas ramitas que se iban cayendo de los árboles vecinos. Pero lejos de ser un juego dinámico entre amo y mascota, estas escenas que parecían ser sacadas de un número cómico de los años 40 eran interminables esperas por la vuelta del animal. Horas llegó a esperar el Doctor la pelota amarilla, incluso días por el diario. Las noticias directamente caían en el pasado. Su participación en el café de la mañana con los compañeros de trabajo fue disminuyendo con el tiempo. Nunca estaba al corriente de lo que sucedía, pero lo mas irritante de la situación era saber que la culpa era suya. Lo único que faltaba sería responsabilizar a un ser mínimo que camina a medio kilómetro por hora.

El doctor se enjuagaba la boca con vino mientras parecía recordar con nostalgia aquellos tiempos donde la tortuga y él eran inseparables. Nosotros como espectadores seguíamos el guión con devoción, atentos a su voz ronca acotando aventuras maravillosas de su mascota. El orgullo con el que hablaba ese hombre era emocionante, por eso se nos hizo un nudo en el estómago cuando el relato entró en un terreno oscuro. El Doctor mencionó que la tortuga como todo ser vivo tenía su carácter, que tenía días donde la única opción era no cruzarle la vista y dejarla tranquila en el patio. Entre los humores de la tortuga y el desgaste normal de la vida cotidiana del Doctor, un día se trenzaron en una charla furiosa en la cocina. Fue un sábado de verano, todavía lo recuerdo, dijo. Después de un par de horas de planteos y reproches unilaterales por parte del único profesional que estaba de pie en la habitación, el silencio y una puerta de por medio los separó. La tortuga se había ido.

La mesa también se había quedado muda.

Durante semanas no supo nada del animal contaba el Doctor. No le parecía raro porque ya lo había hecho antes Se enoja y se va, pero vuelve, pensaba. El barrio también sabía de la existencia de esta celebridad y de sus eventuales escapadas en busca de aire fresco que le aclare sus ideas y la haga recapacitar. La veían pasar con suma lentitud por la avenida y la saludaban. No abundaban las novedades en el barrio claramente ni tampoco las tortugas con mal carácter ni echadas de la casa. Pueblo chico.

Una mañana compartiendo el café de siempre con sus colegas, el Doctor se dio cuenta de tres cosas. Primero, que estaba al tanto de las barbaridades que azotaban al mundo, que conocía las medidas gubernamentales de la época y también compartió un comentario sobre la mujer de un presentador de televisión. Segundo, que era popular entre su gentío nuevamente. Sus chistes volvían a tener efecto y las burlas recibidas alguna vez eran noticia vieja como los diarios que le traía su mascota., y eso lo enfrentó sin anestesia con el tercer punto. Extrañaba muchísimo a su tortuga.

Tratando de enmendar su error, comenzó a recorrer las calles todos los días, principalmente por las tardes, porque sabía que su mascota le gustaba el solcito que se escondía en el río. Les preguntaba a todos los comerciantes y vecinos de la zona y muchos lamentaban no poder ayudarlo demasiado. Lo veían triste y un hombre adulto con esa tristeza a cuestas da un poco de pena, por así decirlo. También se cruzó con los cinco tipicos borrachos del bar. Dos le dijeron que les había parecido ver a la tortuga subirse a un colectivo rumbo a Buenos Aires y que ella manejaba el colectivo. Uno ubicaba al reptil camino a Córdoba para convertirse en alcaldesa y fundamentaba este rumor a cara de whisky. Otro dijo no haber visto nunca una tortuga en su vida y al último no le entendió nada.

Con este panorama, se fue a la casa. Pasaron semanas sin novedades y eso que había puesto avisos en los clasificados locales ofreciendo una recompensa por información sobre el paradero del reptil, pero solo los graciosos y oportunistas de turno hacían sonar su teléfono. Hasta que un 30 de julio, me acuerdo bien porque era mi cumpleaños, dijo el Doctor, la vi en la cocina acurrucada en su rincón preferido. Nos miramos y la verdad que no nos dijimos mucho. Nos dimos un abrazo que todavía dura.

Me había traído el diario, sentenció el Doctor sonriendo como una tortuga.

«Dedicado a Burocracia, la tortuga del Doctor.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS