Día tras día me intento reincorporar a esta vida, detrás de esta pared de refugio maternal. Me levanto, froto mis manos por el cuerpo, voy y vengo, pienso y la noche me llama al descanso. Otra vez. Por momentos me recorre el odio y el asco, pero me repongo. Vuelve la existencia mediocre, andar despreocupado, sin sueños u objetivos.
Veo –al abrir un cajón, entre las cobijas, detrás de la puerta, en el espejo– aquel hombre en abundante exasperación, de ojos grandes y mirada penetrante, cara arrugada y sudorosa. Lo escucho, aún tapado los oídos, caminar a tientas por mi techo, visitarme por las noches. Sueño con luces apagadas, camino y tropiezo, regreso la vista, varias veces, en estúpida señal de confusión. Entonces un grito me espanta, quiebra mi voluntad y me obliga a abrir los ojos. No he dormido más de una hora. Me acurruco y aguardo el amanecer con ojos abiertos, tenso y fatigado. Atroz velar.
Vuelvo a esta vida expectante en desesperanza, en este hogar de soledad y vergüenza. Lo conozco todo. Y sin embargo cada noche sudo de ansiedad. Y temo.
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