-Sírvete Davyen, debes estar hambriento.
Depositó el plato en la mesa con un golpe sordo, un poco más fuerte de lo normal y se sentó frente suyo. Davyen aspiró el olor del puchero, el calor que emanaba le calentó los huesos. Hacía tiempo que no se sentía así. En casa.
-Gracias Cob, siempre es grato encontrarse con viejos amigos. — Suspiró cansinamente— Sobre todo ahora, pero nunca espere dar contigo. Han sido…
-Sí, yo tampoco esperaba encontrarme a mi antiguo aprendiz. —Interrumpió el hombre, su tono dejaba relucir un antiguo resentimiento. A Davyen se le atenazó el estómago en un temor que pensaba había olvidado hacía tanto tiempo…— Precisamente aquí, en el confín del mundo.
La mirada elocuente que le fue dirigida a Davyen no pasó desapercibida, él se agitó en su asiento.
Cob se incorporó y se dirigió a la chimenea. Rozó a Davyen antes de llegar a ella para atizar el fuego, emitía un calor reconfortante que caldeaba la pequeña habitación. Volvió a sentarse y fijó sus ojos azules en él antes de continuar.
-La Guardia me busca, Davyen, lo sabes, me abandonaste un día después del edicto. No se cómo ni por qué pero estás aquí y si tú me encontraste ellos también podrán hacerlo.
Exigía explicaciones pero nunca lo diría, Davyen lo sabía, había sido su maestro el corto tiempo que dispusieron, pero aun así había captado rápidamente cuando Cob le exigía más dedicación y al final menos, con esas oraciones que siempre rodeaban el tema sin tocarlo directamente, a esperas que el aludido diera con él por cortesía o por miedo, Davyen antes lo hacía por lo segundo.
-Deserté— aclaró, pero ante la mirada del que fue su maestro continuó— Cayeron como demonios, Cob, eran miles, no pude contar sus estandartes. Antes de que pudiéramos reparar en su número la caballería ya había embestido su frente, estábamos adentro, pero ellos solo nos engulleron, nos cubrieron, cayeron por todos los flancos, gritando como locos. Murieron Oslo y el procurador de Thorren, ellos dirigían la embestida. Murieron todos: los milagros de Nalast, los refuerzos de Indria y la élite de Thorren. La Infantería Real y la Guardia de la Alianza del Sur estaban atrás, pero seguro escucharon los gritos y dieron media vuelta, nos abandonaron.
Davyen empezó a tiritar, pero no fue por sus ropas mojadas de la lluvia que lo había empapado durante horas antes de encontrar a Cob o por el frío que todavía persistía en sus huesos. Se descalzo las botas y las puso junto al fuego, hizo lo mismo con su capa. Cob le pasó una manta que despedía una fragancia dulce con un leve olor a rosas secas, apremiándole para que continúe.
-Estaba en la retaguardia. No, no me mires así Cob; si me reconocían en las líneas del frente eran capaces de enviarme a mí solo contra los rebeldes para comprobarlo todo. Vi cómo se nos abalanzaban por lo flancos, lo oí más bien, antes de que nos rodearan me di la vuelta y mi abrí paso a espadazos. Te juro que llego un momento que ya no podía levantar el brazo. Después de la carnicería se dispusieron a enfrentar a la los cobardes que nos habían abandonado, yo me escondí en uno de los caminos a mi derecha. La verdad que no me acuerdo que camino tomé, lo he seguido por un par de días hasta que llegué aquí.
Cob lo miraba fijamente, parecía cansado, abatido
-Para eso escapaste, para convertirte en esto. — Dijo con un gesto hacia las ropas andrajosas que se secaban cerca a la chimenea, no sin dureza o más bien desprecio. — Eras el mejor, Davyen, si solo hubieras esperado un año más, nadie hubiera podido pararte con el acero en la mano, ni si quiera ahora. Te fuiste sin decir palabra, para convertirte en esto, en un desertor del Ejército Real, si solo hubieras esperado, ahora llevarías una capa verde. Como yo alguna vez la llevé.
Cob miró a su aprendiz, sí, porque a pesar del tiempo para Cob lo seguía siendo. Este solo le sostuvo un rato la mirada, sus ojos grises se apartaron rápidamente. De pronto, Cob reparó en lo joven que era. Los hombros encogidos, el cabello grasiento, la piel lampiña con algunas cicatrices y suave de quien solo ha vivido poco tiempo. Sus manos delgadas, largas y delicadas. Nunca había trabajado, no había vivido lo suficiente para ello. Solo tenía diecisiete veranos cuando escapó de su tutela. Ahora ni si quiera rozaba la veintena. Qué joven era, Cob lo había olvidado.
-Come. — Ordenó secamente.
Davyen se encogió un poco en su asiento y atacó su puchero. Al principio comió tan rápido que se atragantó, acabó al rato. Cob volvió a servirle y volvió a dejar limpió el plato. Lo hizo de nuevo y esta vez Davyen saboreó cada bocado y lamió la grasa restante con un pedazo de pan moreno. No levantaba la mirada del plato, por la forma en que comía Cob supo no había probado bocado en días.
-Ponte las botas Davyen, vamos a entrenar.
Eso pareció animarlo, lo miró a los ojos y empezó a erguirse de nuevo. Si hubiera tenido las orejas puntiagudas, le recordaría a los cachorros alertas antes de entrar a un juego.
-¿Yo entrenar… contra Cob SieteHombres?
-Sí y no te hagas el loco. — Le respondió, dirigiéndole una mirada aburrida a su aprendiz, pero el brillo ya había vuelto a sus ojos, ahora ese gris relucía, como la plata. — Espera acá. — dijo y se fue.
Cuando lo dejó solo, Davyen se paró rápidamente y se calzo las botas, presuroso a pesar de tener el estómago lleno. Un estremecimiento de excitación le recorrió el cuerpo mientras lo hacía. El contra Cob, como en los viejos tiempos. La nostalgia lo invadió, pero solo por un rato.
Se descubrió aquella manta de fragancia dulce casi le recordaba el olor a rosas secas, la dobló y se disponía a seguir a Cob… cuando volteó, la puerta cercana a la chimenea seguía entreabierta pero se movía como si alguien se hubiera estado apoyando en ella momentos antes, vigilándolo.
Davyen se sacudió esa incómoda sensación y enfiló por el pasillo que tomó su maestro. El trecho se alargó por un momento, sus pasos dejaban leves ecos donde pisaba, no había ventanas, pero venía una corriente de aire muy fuerte hacia donde se dirigía. Llegó a un claro llano, extrañamente iluminado, el aire estaba quieto, sus botas hicieron ruiditos contra las pequeñas piedras de la tierra.
Cob lo esperaba al frente, sosteniendo dos espadas largas en cada mano, desnudo de cintura para arriba. Atrás suyo, el trecho que antes había seguido continuaba en un sinuoso camino marcado por piedras blancas. Davyen pudo ver en la lejanía como el camino se internaba en un bosquecillo de altos arboles de los cuales subía un tenue halo de humo.
-Desnúdate— le indicó su maestro.
Davyen obedeció de buena gana, en muchos casos los ropajes alrededor de los brazos entorpecían los movimientos de corte. Además, lo hacía sentirse más ágil y ligero, uno con el entorno que lo rodeaba, su dueño.
Dobló su jubón cuidadosamente y lo depositó con la misma minuciosidad al costado de otro color granate, el de su maestro. La brisa acaricio su piel y una vez más fue consiente de todo cuanto lo rodeaba. Las corrientes de aire que fluían alrededor suyo, la fuerza que lo ataba a la tierra y las piedras bajo sus botas. Cob le lanzó la espada con un movimiento fortuito, el acero resplandeciente se clavó profundamente frente suyo, la empuñadura de hueso oscurecido sobresalía con una parte de la hoja. Davyen la extrajo y la examino detenidamente. Sopesó su peso primero con la mano izquierda y luego con la otra, un leve cosquilleo en esa última comino a dejarla en esa mano. Alzó la espada hasta ver su reflejo en la hoja, su rostro de facciones afiladas le sonrió, parecía una esquirla de la luz de la luna en una empuñadura. Una espada hecha de la luna. Acero lunar.
-Menudos juguetitos, Cob. — Silbó Davyen, no sin cierto júbilo. — Ahora sí que estamos empatados.
-La última vez me diste dos veces. — Y como para confirmarlo se tocó las finas cicatrices de las costillas. — No voy a renunciar a esta ventaja.
Cob se puso en guardia, con el brazo derecho levantado hasta por detrás de la nuca con el filo de la espada paralela al suelo, se irguió en toda su altura para aumentar la fuerza del golpe.
Su aprendiz se tensó, los músculos del tórax se movieron bajo su piel con una elegancia animal, siempre le había recordado a un chacal, a un perro de caza. Encorvado, huesudo y nervudo. Sin duda su aspecto frágil engañaba a un oponente no habituado. Blandía la espada con una brutalidad y violencia de quien sabe usar los músculos pero no la cabeza, pero sus espadazos obedecían a una metocicidad minuciosa.
Davyen se encontraba agachado, con la punta de su espada enfilando al suelo. Su cuerpo se amoldo al estilo elegido, con un juego de pies donde la derecha sobresalía, situando su centro de gravedad en la izquierda, tanto en la pierna como en el brazo que sostenía la espada.
Ahí acabada la cosa para muchos, Cob lo sabía. Davyen era como un perro de caza, pero él no cazaba hombres, el cazaba sus armas. La verdadera naturaleza de su aprendiz era la de inhabilitar a su enemigo atacando su arma. Cob lo había adoptado al verlo pelear de esa manera en un callejón de Casplast contra dos matones. Al principio no se fijó en ese talento, sino en su natural agilidad y método al pelear, más tarde, cuando Davyen se centraba siempre en atacar su espada en las practicas lo había considerado un problema en el estilo que deseaba impartirle a su pupilo. Pero con el paso del tiempo conforme Cob le observaba, llegó a la conclusión de que ese estilo era inherente a su aprendiz, era parte de él, era un nuevo estilo, era Canto de Espadas. Cob lo había adiestrado celosamente a partir de ese momento, dando todo de sí para ver germinar esa nueva forma de pelear. El resultado no fue el mejor guerrero, fue el mejor duelista que jamás hubiera visto.
Casi no tuvo tiempo de comprobarlo. Davyen se movió más rápido de lo que sus ojos pudieron procesar. Cob descargó un tajo con todas sus fuerzas en acto reflejo. Sus espadas se encontraron un chillido ensordecedor y se repelieron brutalmente, la fuerza del encuentro acalambró el brazo de Cob a medida que se espada lo jalaba para atrás por el salvajismo del golpe.
Sin embargo, Davyen no había terminado. Cuando su espada fue repelida aprovechó el impulso contrarío de esta y dejó que ella guiara sus próximos movimientos. Pivotó en su sitio con una vuelta y volvió a descargar un golpe aprovechando el impulso del anterior. El acero lloró contra el acero de Cob, pero las hojas no se rompieron. Una lástima.
Cob le dedicó una sonrisa feroz antes de alejarse a trompicones, levantando polvo del suelo. Davyen volvió a cargar con la esperanza de volver a atacar con técnicas sucesivas, pero al último momento se dejó caer al suelo. Su maestro había leído sus intenciones. Su espada arañó el espació de tierra donde Davyen había caído, pero este rodó para volver a incorporarse.
Las espadas volvieron a encontrarse y el claro se llenó de un llanto metálico. Su maestro atacaba sin tregua, obligando a Davyen a rechazar los golpes y a contraatacar con sus espadas interponiéndose en sus cuerpos. Cob no le cedía suficiente espacio para ejecutar técnicas sucesivas. Aun así, Davyen se cuidó de impactar la intersección de la hoja con la empuñadura hasta que el sonido de las espadas chocando y hendiendo el aire fue reemplazado por el de un quedo crujido.
Cob soltó un gruñido antes de apartarse, todavía con sus espadas llenando el vació que los separaba, en guardia.
-Mira que te la has arreglado para inutilizar mi espada. — Cob fingió un mohín. — Me han salido caras.
Davyen se encogió de hombros, aparentemente indiferente, mientras acariciaba el filo de su arma.
-Buen acero. Lunar— esbozó una sonrisa lobuna— pero si creías que con eso bastaría para detenerme…has fracasado como maestro.
El rictus de Cob era impasible. No había picado.
Davyen embistió con un mandoble pero su acero fue rechazado con firmeza. Inmediatamente se hizo a un lado para esquivar un tajo casi lanzado para darle muerte, el aire que cortó la espada acarició la piel de su espalda, se estremeció. Davyen le dirigió una airada mirada a su maestro, pero tuvo que alzar su espada para interceptar un golpe pensado en cercenarle la cabeza. Cob dio un tajo más y otro más fuerte, los golpes eran tan contundentes que el filo de la espada de Davyen no era suficiente para repelerlo, el arma de Cob resbalaba peligrosamente cada vez más hacia su guarda. El brazo de Davyen se empezó a acalambrar de tanto rechazar ataques. Cob no le daba respiro, esgrimía su acero como si no temiera que este se despegara de su empuñadura en cualquier momento, porque lo haría. El aprendiz seguía esquivando pero lo hacía como solo podía hacerlo una bestia acorralada que sabe que su final está cerca.
Esta vez Cob lanzó un tajo vertical imprimiéndole tanta fuerza que Davyen a pesar de haberlo rechazado trastabilló, su anciano maestro aprovechó el espacio hecho para alzar una última vez la espada sobre su cabeza, un quedo crujido, el acero lunar cayó al suelo con un sonido sordo, hendió el aire con una hoja que ya no estaba ahí, únicamente sosteniendo una empuñadura de hueso endurecido. Davyen no podía haber tenido una oportunidad mejor, corrió con todas sus fuerzas mientras se preparaba para esgrimir su espada cuando un frio viento le recorrió la espalda desnuda, sintiendo la mirada que le imprimían y un olor a rosas secas, por un momento pensó en Cob y como rayos había conseguido atacar su espalda. Todavía en plena carrera, giró en sí mismo y asestó un corte horizontal al viento atrás suyo, nada, nadie. La velocidad fue demasiada, el impacto de su espalda en el pecho de Cob lo detuvo en seco y antes de que pudiera hacer nada su maestro ya le había hecho una llave con los brazos inmovilizándolo completamente. Davyen mordió el polvo con un gruñido.
-Si hubiera fracasado como maestro es que no te hubiera enseñado esto. — Le rozó con la bota levemente. — Todavía tengo cosas que enseñarte o más bien, tienes cosas que aprender.
– Te tomo la palabra—rezongó Davyen mientras agarraba la mano de Cob para incorporarse y escudriñaba su alrededor en busca de ese observador invisible hasta ese momento, se disponía a comentarlo con su maestro cuando percibió un modulado ondular rojo por el rabillo de su ojo, enfocó rápidamente la vista en aquel punto, pero únicamente la negrura del pasadizo por el que había accedido al prado lo saludo.
Algo extraño estaba pasando, se giró para interrogar a su maestro.
-Cob…— empezaba. Cuando volvió a sentir aquel frio viento en su espalda que arrastraba el olor a rosas secas, volteó tan rápido que los huesos de su cuello se quejaron con un crujido.
Una pequeña niña lo observaba fijamente. El primer pensamiento que tuvo Davyen al verla fue que de grande sería una mujer hermosa. Por un momento la contempló como a una obra de arte, como una muñeca, delgada, delicada y tiesa, de facciones perfectas y refinadas, como si el creador se hubiera empeñado de eliminar la más mínima imperfección. La piel blanca y tersa de su rostro, los pómulos altos, su boquita rosada que encubría una hilera de dientes blancos, perfectos. Pero fueron sus ojos, ojos con los que ella lo contemplaba, oscuros, jóvenes e increíblemente profundos, Davyen creyó sumergirse en ellos, abandonarse a ellos, a su acuosidad, a la ternura e ingenuidad que emanaban.
El viento agitó su vestidito, largo y blanco que se derramaba, cubriendo un cuerpo delgado, hasta unos tobillos desnudos y pies descalzos con pequeños dedos que se enterraban en la tierra y jugueteaban en ella. Pero el viento agitó algo más, la cortina de su cabello se movía con él, roja, furiosa y libre se agitaba con cada embate, cambiando de dirección con él, cubriéndole el rostro, despejándolo, embelleciéndolo y embelleciéndolo aún más. Davyen simplemente no podía procesarlo, no podía entender dos entes tan dispares, pero hermosos en ese mosaico donde cada pieza encajaba a la perfección. No entendía cómo, pero por primera vez en su vida veía a una niña con el cabello rojo como el fuego y los ojos oscuros como la tierra mojada y no pudo pensar en algo más hermoso que eso.
Davyen lanzó un silbido quedo en señal de admiración.
-Una mestiza. — se acercó a la muchacha, se puso en cuclillas hasta que solo un palmo separaban sus rostros, la miró a los ojos, decididamente negros, y luego tomó la punta de sus cabellos rojos entre sus dedos y los examino detenidamente, olían a rosas secas. Todo ante la mirada mitad incrédula mitad tímida de la niña que, sin embargo, no hizo amago de alejarse. Davyen estaba tan concentrado que no percibió la leve incomodidad que se adueñaba de la chiquilla. Cob si lo hizo.
-Mirando muy de cerca a una niña, tocándola y arrinconándola. — Cob puso la mano en el hombro de Davyen y suspiró. — Comprendo que no sepas tratar con las mujeres, pero yo no he entrenado a un pedófilo, y menos con mi hija.
Davyen se irguió tan rápido que casi tumba a Cob en el proceso. Un intenso rubor había hecho presa su cara. Davyen tosió levemente mientras se alisaba los pantalones tratando de disimularlo.
-No te preocupes Cob, mis gustos no van por ese lado… y tampoco me va tan mal. — Cob bufó sonoramente. — Solo que me había sorprendido ver a una mestiza, había odio los rumores pero no sabía que serían tan hermosas. Y al’veren ni más ni menos.
Se agachó nuevamente hasta estar a la altura de la niña.
-¿Cómo te llamas pequeña?— Esta a su vez le respondió con una voz, casi como un susurro, como el sonido de las hojas arrastradas por el viento, melodiosa. — Ylene.
-Es un bonito nombre, Ylene. — Dijo Davyen antes acariciar su cabeza e incorporarse. La niña se sonrojó levemente y lo miró de soslayo, curiosa. — Davyen— Contestó este ante la pregunta no formulada.
Encaró a Cob. Ambos componían ciertamente una estampa…sucia. El sudor ya seco combinado con el olor y restos de tierra se fusionaban con sus pieles blancas en espirales que subían por sus espaldas y manchaban sus caras. Cualquiera diría que estaban limpiando la chimenea cuando les cayó una nube de ceniza. Sin embargo se alzaban, imponentes, con una dignidad que no debería apersonarse en dos hombres semidesnudos, sudorosos, sucios y que sonreían como condenados. Componían ciertamente una estampa…cómica.
-Ahora ya sé en qué andabas ocupado últimamente— felicitó Davyen mientras le daba palmaditas en la espalda a su maestro— ¿Y bien? ¿Cómo se llama?
-Denea— susurró quedamente Cob y señalando a su hija con un gesto de la cabeza— Pero no se lo recuerdes.
-Ya veo— dijo Davyen asintiendo mientras volvía a acariciar la cabeza de Ylena, revolviendo sus cabellos. La pelirroja arrugó la naricita en protesta. Cob empezó a olisquear el aire y frunció el cejo.
-Deberías darte un baño— señalo con gesto desenfadado su pecho brioso y sucio y su hija lo secundo— Deja esa espada y vete a bañar.
Davyen se encaminó hacia la arboleda con un par de toallas y una muda de ropa en cada brazo. La luna llena iluminaba el sendero que seguía resaltando las rocas blancas que lo delimitaban. El erial del patio trasero de Cob se encontraba flanqueado por montañas que iban cerrándose como un par de tenazas hasta el bosquecillo, casi como si quisieran llevar hacia aquel bosquecillo. No le extraño.
A medida que se acercaba, el calor iba en aumento y cuando pudo distinguir la corteza de los árboles nítidamente, cada arruga, fisura y huella, el sudor se derramaba por sus hombros y espalda. Pronto, las copas frondosas y oscuras de los árboles ahogaron la luz lunar, se alzaban a todas a lados del camino a medida que se internaba en el bosquecillo.
La oscuridad lo engulló todo periódicamente. Davyen vio cómo los árboles se fueron oscureciendo hasta ser solo sombras más oscuras y profundas de entre todas las que empezaron a rodearlo. Las piedras brillaban ahora intensamente, demarcando el camino empezaron a zigzaguear entre las curvas cada vez más pronunciadas que daba este.
Sudaba a mares pero su piel se secaba al rato, el calor era abrasador, pero Davyen se encontraba cómodo, más bien, no sentía absolutamente su sudor resbalando por su cara, cuello y pecho o el calor apretando su piel, enrojeciéndola. Todo era absolutamente anormal, pero para Davyen no lo era. Siguió caminando.
Antes de que sus pasos lo llevaran a él, atisbo al brillo celeste que empezaba a adueñarse del camino, del boque, de la atmósfera, de todo. Empezaba a hacerse más omnisciente, a eclipsar la oscuridad cómoda en que se encontraba. Los árboles se fueron aclarando y de pronto fueron ellos quienes se abrían ante un claro que se extendía casi hasta las montañas. Una inmensa laguna lo ocupaba casi en su totalidad, sino era ella todo el claro.
Davyen se acercó a ella paso a paso. La luna se reflejaba en su superficie, arrancando destellos líquidos y brillantes que iluminaban la corteza de los árboles, el suelo y al mismo Davyen. Lucía apacible, en silencio, en calma, pero en esa calma antes de la tormenta, esa calma tempestuosa que hacía correr el viento agitando los árboles pero manteniéndose ella sin una sola onda, un solo movimiento. Le recordaba la tensión antes de la batalla, el momento antes de levantar la espada, el segundo justo antes de que impactara, la leve expectativa, la leve calma, le recordaba al enemigo acechante pero no ubicado esperando a que atacara, expectante, le recordaba a la declaración de amor y la espera de la respuesta, del sí, le recordaba el momento antes que naciera una vida, expectante, o que esta acabara, el último estertor o el primero, la primera risa, el último beso, el primer saludo, el último adiós, expectante, le recordaba al momento antes de que la cuerda se rompiera, antes de que el corazón quebrara o la esperanza muriera, expectante. Le recordaba al momento, expectante, antes del momento de sus vidas, al momento más importante de sus vidas, al prólogo de sus vidas.
Y lo era, solo que Davyen no lo sabía, pero lo haría pronto.
…Su brazo cayó y la ropa se desparramo en el suelo, levantado una breve polvareda. Aquello lo sacó de sus pensamientos, trato de asir su ropa pero el brazo le temblaba, enrojecido, adormecido, aquello solo podía haber sucedido si lo hubiera hecho por mucho rato, demasiado ¿Cuánto tiempo había estado observando aquella laguna?
Su cuerpo lo llevó antes de que reparara en lo que estaba haciendo. Dejaba huellas casi imperceptibles en la arena a medida que la laguna se hacía cada vez más transparente, clara; antes de si quiera sentirla en la piel se detuvo, una fina línea los separaba, quería acercarse, zambullirse en ella, lo hipnotizaba pero había algo extraño en todo ello. El viento agitaba furiosamente las copas de los árboles, desperdiga la arena y pulía las piedras.
Pero algo pasaba cerca la laguna, decenas, sino cientos, de huellas se perdían en la arena circundante, pasos que se perdían en la laguna misma, como si sus dueños se hubieran dirigido a ella desde el principio; pero también salían, los pasos surgían de ella y seguían marcando la arena circundante, hacia la casa de Cob. Huellas de pies descalzos, cuadradas, ovaladas, triangulares, de pesuñas, surcos llanos e incluso amorfas. El viento agitaba furiosamente las copas de los árboles, desperdiga la arena y pulía las piedras, pero el tiempo no parecía tocar la laguna y lo que le pertenecía, nada parecía pasar, transcurrir a través de ella.
La laguna lucia en calma, el agua era transparente, limpia, pacifica, sincera, pero él no veía el fondo, la tierra dentro suyo parecía inclinarse y extenderse hacia adentro, profundamente; y en ella un brillo apagado, viejo, un circulo de vidrio y algo más se enterraba levemente, como agarrándose, como queriendo advertirle de algo, el circulo de vidrio y algo más tenía dos manijas que, sostenidas en un eje ubicado en el centro, giraban y pasaban por extrañas inscripciones hechas al borde del vidrio, aparentemente, midiendo el tiempo.
Davyen se inclinó hacia él, tratando de cogerlo, nunca había visto una pieza como aquella, tan sofisticada, tan…moderna. Se encaramó lo justo para que sólo su mano extrajera aquel objeto, sus dedos se hundieron en el agua, estaba fría, pero el objeto parecía estar más lejos de lo que había supuesto… se encaramó aún más hasta que su abdomen beso levemente el agua y tenía el antebrazo completamente medito en el agua, luego el brazo completo, luego el hombro, luego…
No pudo sostenerse más y cayó al agua, fría, distante, lo absorbió al instante; tan pronto como pugnó por huir a nado se hundía más y más hacia aquel espacio oscuro y sin fondo. Se hundía más y más y no supo cómo pero pronto escuchaba cláxones, gritos, explosiones, música, llantos, aullidos, risas, besos, el crepitar de las llamas, sonidos extraños y conocidos, el silencio…pero entre todos ellos, el latir de la laguna, expectante. Se hundía más y más y pronto no oía nada.
Este es el prólogo del prólogo de su vida.
***
La escuchaba. La escuchaba llorar, gemir, implorar y pedir. Escuchaba su corazón roto, su alma herida, ella se alejaba de él. Ella. Él se iba. ¿Volvía? El torso le ardía horriblemente, le escocía horriblemente. Por un momento creyó ver su sangre roja entre las burbujas y la oscuridad acuosa, todo era el movimiento de sus brazos y piernas, debía salir, debía volver, había sido una equivocación ¿Pero a dónde? Entre todas las cosas. Ella. Ya no recordaba su rostro ¿Alguna vez lo haría? Le ardían los ojos, pero supo que no era por el agua salada que se colaba por entre sus labios, el pecho le oprimía con la premura del inconsciente que sabe ha perdido algo pero no que. Con la premura que un moribundo trataba de vivir, de morir más tarde. Se sentía vacío pero no era la falta de aire en sus pulmones ni el lento latir de su corazón. Era algo más. Pero ya no le recordaba nada. Ya no recordaba nada. El pecho le oprimía con premura.
Emergía más y más y pronto no oía nada. En el silencio, su recuerdo se desvanecía.
Este es el prólogo de su vida.
Todo era ruido. No supo cómo pero pronto escuchaba cláxones, gritos, explosiones, música, llantos, aullidos, risas, besos, el crepitar de las llamas, sonidos extraños y conocidos, el silencio…pero entre todos ellos, el latir de la laguna, expectante. Los ojos le ardían. Quería llorar. La escuchaba todavía, pero ya no la recordaba, ya no sabía quién era, ella dejó de gritar o él de escucharla. Emergió de la laguna como lo haría un hijo de su madre. Vulnerable. Débil. Triste. Después de una larga espera, expectante.
Mientras tosía, Davyen pensó que se le saldrían los pulmones. Pero ya no tenía fuerzas ni para eso. Echado sobre la arena se sentía extrañamente vacío, el torso le ardía horriblemente y los ojos empezaban a lagrimearle pero por el dolor carnal, por el alma herida, por su alma herida. Sus pies todavía tocaban la laguna, el agua se escurría por entre sus dedos y capaz empezaba a trepar por sus pantorrillas, notaba como lo atraía, como deseaba absorberlo de nuevo. Se apartó rápidamente, casi con miedo. Echado sobre la arena de las mil huellas solo tenía fuerzas para seguir respirando y hasta eso le dolía. No supo de dónde sacó aquella voluntad, ni lo supo nunca aun cuando contaba este mismo relato a los hijos de sus hijos, pero alzó levemente la cabeza. Su torso se encontraba destrozado y vuelto hacer, una línea sanguinolenta con bordes sonrosados le cruzaba el cuerpo desde el hombro hasta la cadera, docenas de puntos le juntaban la carne e impedían que volviera a sangrar. Quería llorar, pero no de dolor. Se sentía vacío pero iba olvidando hasta eso.
Se incorporó a duras penas. La arena se le pegaba al cuerpo y le hacía daño el moverse bruscamente. El ambiente olía a rosas, no a sus pétalos, a rosas vivas, jóvenes, más humanas. Estuvo a punto de levantarse pero algo se lo impidió.
Una joven morena lo observaba, estupefacta, se había quedado quieta en el movimiento de quitarse las enaguas y algo más, una de sus piernas, delgadas, torneadas y muy blancas, se había quedado suspendida en el aire todavía en el movimiento de desvestirse. Sus ojos, ojos con los que ella lo contemplaba, oscuros, jóvenes e increíblemente profundos, Davyen creyó sumergirse en ellos, abandonarse a ellos, a su acuosidad, a la ternura e ingenuidad que emanaban, sus ojos lo contemplaban en una mueca de sorpresa y… ¿asco?
Creyó recordar su nombre.
-Yle…
La chica abrió todavía más los ojos, casi desmesuradamente, casi como reaccionando. Antes de que Davyen pudiera terminar de llamarla, cogió una piedra y se la lanzó. Él recibió el impacto mientras sentía que algo desaparecía totalmente, o eso creía, un recuerdo capaz. Ya no lo sabe ni él, por ahora. Negrura.
La laguna lucia en calma, el agua era transparente, limpia, pacifica, sincera, pero él ya no veía el fondo, la tierra dentro suyo parecía inclinarse y extenderse hacia adentro, profundamente; y en ella un brillo apagado, ahora mucho más viejo, un circulo de vidrio y algo más se enterraba levemente casi completamente, como agarrándose, ya no queriendo advertirle de algo, el circulo de vidrio y algo más tenía dos manijas que, sostenidas en un eje ubicado en el centro, ya no giraban ni pasaban por extrañas inscripciones hechas al borde del vidrio, aparentemente, hechas para medir el tiempo.
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