Per aspera ad inferi.

Carta de septiembre 22…

Desperté. Mis ojos se abrieron como el corcho separándose violentamente de una botella de Champagne, la espuma desciende dolorosamente sobre mis mejillas descoloridas, la oscuridad no me permite discernir la hora en que me abrazó el sentimiento de inexistir, del solo pecado que he cometido por el hecho de respirar, de pensar, de actuar, sobre todo de haber nacido sin quererlo. Siento la necesidad de que aparezca mi redentor, que juzgue si mi propósito sigue entregado a las pasiones bajas del cuerpo o a la destrucción total de la racionalidad que cada día me sofoca con las manos de la realidad.

Tomé asiento en la reconfortante cama, que me lleva de paseo como un carruaje impulsado por las riendas del destino efímero: sube y baja, baja y sube; intuyo que se acerca el fin. Comienza la impura reflexión a maquinar sus doctrinas pestilentes, similar a un compresor de basura que se encuadra en mi identidad, ¿Alguien se ha percatado que existo? Si…No… la dialéctica por la supremacía de reconocer y ser reconocido se deteriora, se torna ambigua, ya pierde sentido, le he cedido mis deseos a la tentación de la vida no plena e infeliz, sin embargo, me genera una leve incertidumbre.

Decidí ponerme en pie y caminar hacia el armario, mis pasos se apoyan sobre un mar de cadáveres, apilados y fríos como el invierno más atroz. Las trompetas de los ángeles de la muerte iluminan la Colt 45 que se había hundido en las entrañas cuadriculadas de la fortaleza construida en madera. La decisión había sido tomada: la despedida de tan preciado regalo refutado por la casualidad de haber sido engendrado, y el saludo solemne al devenir de la nada.

Mientras tomo el artefacto justiciero, contemplo la boca por donde sale la verdad, oscura como el vacío infinito que existe en el universo, que me ha despreciado sin rencor alguno, y desea impactarme con el proyectil asesino de remordimientos insensatos. -Tengo que inmutarme al menos para cargarla, mi inutilidad no puede abarcar tanto-, reproducía la conciencia afirmando sus últimas palabras antes de la ejecución. Al fin se dispersaba la nube de la duda, cuando atropelladamente se reemplaza por el dilema: si no pienso, puedo existir, y si pienso, ya no existo. Había llegado el momento.

La tubería del epílogo ha tocado la sien, solo queda tirar del gatillo; es el último trabajo, no resulta difícil ¿verdad? -En lo absoluto- ni siquiera se va oír el desgarrador sonido de la vida rogando por clemencia. Click, click…la bala está en posición de batalla, el dedo bañado en sudor aprieta suavemente el resbaladizo gatillo, pero llegó el momento de un infortunio. Más rápido que un relámpago, la incertidumbre se reveló en contra de mis planes, el fallo sistemático de la razón suicida se había esfumado, el revolver cayó vencido, se lo había tragado el concreto como arena movediza: volví a ser un cobarde. Sí, había vuelto a ser esclavo del deseo de vivir…

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