La costra de la pampa.

-¡Está fea la cosa! expresaba con desdén Heliocondo. -¡Hace tiempos que nos morimos de hambre! y no crece ya nadita, dijo Don Zama. -¿Qué vamo a hacer viejo Zama? -Esperar a que tatica Dios nos repare alguito de comida para nuestras familias. No hay que perder la fe Heliocondo. -Pero mi madre está rechueca viejo Zama, y el Firulais hace tres días que murió; tiezitico, ni tiempo hubo pa enterrarlo, se lo comieron los Coyotes. -Vas a ver que las lluvias vendrán pronto, replicó Don Zama, con los ojos dubitativos. Sabía que Heliocondo había perdido la voluntad de seguir siendo labriego y sencillo.

Así de dura era la vida en la pampa, cada día más seca y arrugada que una pasa. Tres meses sin ni una gota de lluvia y hacía ocho días que no llegaba el camioncito maltrecho de cisterna que brindaba esperanza a un pueblo de 77 habitantes; probablemente se descompuso y nada que lo arreglan. Lo único que crecía era una costra café pegada en la tierra, de un horizonte a otro, sólo eso. Pero la gente no dejaba de ir a la parroquia, lo único de color en el pueblito. Ahí, Heliocondo, Don Zama, y los demás pasaban tres veces al día, de rodillas, con sus plegarias a la Virgencita, pero nada pasaba, todo seguía mal. Aún así, en las caras de los chiquillos se notaba una alegría trémula, típico de la sencillez. Con lo poco o nada que poseían, reían con sus bocas figuradas en cuarto creciente.

Heliocondo, sumido en la crisis económica, no tenía como mantener a su numerosa familia: cinco niños, su mujer, su madre enferma de las piernas, -por dicha al Firulais no hay que darle más sobros, pensaba locuazmente. -El hombre es capaz de soportar todos los males en contra de sí mismo, pero no así cuando lo ve en sus seres queridos, pensaba tristemente Heliocondo. -Y ahora, ¿Qué hago? decía resignado; […] -el gobierno se olvidó de nosotros, con razón los de la ciudad les dicen ratas y corruptos, hasta Diosito y el Pizuicas ni se acuerdan que existimos. Ya no pasa nada: no llueve, no crecen las verduras, ni siquiera nos morimos. ¡Está fea la cosa!

En la pampa todo era costroso, sólo pasaban de visita los Zopilotes, esperando que algo se dejara caer bien muerto. Así de dura era la vida de Heliocondo, de Don Zama y 75 personas más en la pampa. Cada vez perdían, a pocos, la voluntad de ser labriegos y sencillos. Querían vivir, pero en la pampa no se sabe vivir; se le reza a la Virgencita en la parroquia tres veces al día, hasta ahí. Ocho días sin que llegara el camioncito de cisterna con agua, tres meses sin lluvia, a Firulais se lo comieron los Coyotes. No queda más que esperar a que tatica Dios nos repare alguito de comida para nuestras familias.

*Dedicatoria a todos los pueblos rurales marginados en Costa Rica. También al escritor de Comala, Juan Rulfo.

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