Decían que estaba loco.
Lo decían desde el momento en el cual su memoria se detenía en el tiempo, en aquel pueblito donde transcurrió su infancia.
Infancia, hace tanto tiempo.
Recordaba todavía esas tardes en la vereda, las manos de su madre, la siesta, tardes de pocas preocupaciones, más que nada preocupaciones de niños, las estrellas de colores, el color blanco, el color negro.
De repente, sin pedirlo, pasó a ser “huérfano” sin saber lo que significa esa palabra.
Palabras. Palabras de aliento fueron las que le faltaban esas tardes de llantos húmedos bajo la parra donde otrora mamara el amor materno en forma de infusión, palabras de alegría fueron aquellas que no estuvieron el día aquel en el cual logró su meta. Si estuvieron las frases duras y lastimosas de todos sus fracasos, resonaban en sus oídos los comentarios de ineptitudes adquiridas. de aptitudes inalcanzables.
De repente creyó encontrar la verdad, en su cabeza estallaron luces de colores, repercutiendo en sus terminaciones nerviosas como un relámpago, obligando la excitación como si se tratara del eco de algún lejano terremoto en lo más profundo de su estómago.
Y allí lo trataron de loco.
Ya lo decían las viejas de barrio cuando barrían las veredas las mañanas de calor intenso:
“ese muchacho está loco” sentenciaban las decrépitas señalando con un dedo acusador, el mismo con el cual revuelven el asqueroso café de las mañanas o con el cual investigan dudosos agujeros contra los cuales despliegan viejas artes aprendidas con el paso de los años y los nietos.
“está loco”, repetían los honrados comerciantes del barrio, mientras increpaban a un pobre infeliz a pagar sus cuentas, sin notar que el paso de los años agrieta los muros e incursionan diversas alimañas por sus estantes bien apilados, apilados con tesón de trabajo.
¿Trabaja ese muchacho? ¿eh?, ¿Estudia?, ¿Que hace? preguntaba la gente visitando a los parientes.
“No se, está loco” esa era la respuesta de rigor.
Soñaba mundos ideales, épicas batallas que lo tenían como protagonista exclusivo, salvador de la humanidad, esa humanidad de la cual el solo conocía hasta la otra cuadra. Luego, se vio inmerso en otros mundos, con héroes reales y no tanto, con hazañas rememoradas por los mayores una y otra vez, proezas tales que sus sueños carecieron de significado, cayendo en el olvido, como otras tantas cosas.
En eso estaba cuando descubrió las letras.
Encontró de pronto un mundo nuevo, tan vasto y extenso que pensó que nunca podría abarcarlo, y comenzó a soñar otro tipos de cosas, experimentó emociones que acaso estaban latentes en su interior, pero nunca habían aflorado.
Lloró, rió y se emocionó con ese mundo en el cual se sentía protagonista exclusivo, un mundo donde solo el y nadie más que el estaba, donde tenía todo permitido y además nadie lo discriminaba, se encontraba tan a sus anchas que a menudo perdía la noción del tiempo (otra vez tirano)y se dejaba atrapar, horas y horas, en un relato.
Conoció gente que tampoco era entendida, aquellos “locos” de pueblo ahora eran “locos” de la ciudad, ciudad que te devora, te absorbe y regurgita con tanta furia que terminas hecho pedazos en contra de un paredón para levantarte y que todo vuelva a suceder, constituyendo un ciclo que todos y todas tendrán que pasar, si, tu también lo tendrás que pasar. Conoció “cuerdos”, gente de trabajo, ahogada en ocupaciones, presa eterna del tirano más implacable: el tiempo, amo que envuelve en agujas y números de manera que ya no puedes salir de su dominio una vez que has entrado.
¿Cuantos momentos de felicidad, de amor, de gozo han sido dejados de lado para cumplir con este amo despiadado? irónicamente, no podríamos medirlo en unidades de tiempo.
Otra vez loco, Otra vez.
Decían las Maestras, buitres de blanco, ansiosos de desterrar de las mentes todo atisbo de frescura y originalidad, decían la viejas insatisfechas de la vida , ya agobiadas por los años y resabios de un estilo de vida en el cual quien pensara sería agitador. Alertaban acerca de la necesidad de “educar” al loco, se preocupaban en sus vientres las mañanas en las que lo veían vivir su vida de niño, se molestaban al verlo disfrutar de su vida, su mundo.
“Este muchacho tiene un problema, siempre que dibuja pinta todo de negro, o de azul , y eso no puede ser” opinaba un esperpento catalogado de educador.
Y el muchacho aprendió a pintar pollitos amarillos.
Aprendió a leer lo adecuado.
Aprendió que soñar esta mal, porque con ello no se lleva comida a la mesa.
“Que bien educado es ese muchacho, que bien lo hicimos”, opinarán las viejas en las reuniones, sacando pecho y ufanándose de su sabiduría, sacándose los ojos en secreto como viejas arpías, en la lucha por adiestrar a otros niños, niñas y a quien se les cruce por delante.
Y aquellas y aquellos que en realidad, quieren educar, se quedarán llorando (en silencio) la muerte de otros tantos pollitos negros y azules.
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