Cada día le dolía más el brazo. Iba a ser difícil seguir talando y decidió no empezar con otro de los árboles. Se sentó para pensar y miró al indultado. Se alegró. Era un hermoso ejemplar de álamo blanco, robusto y con más de 20 metros de altura, enhiesto y recto, lleno de esplendor. Su madera noble, este invierno, no calentaría el hogar y seguro que seguiría otro año más, ondeando al viento.

El álamo sabría de él cuando, por la vertiente del río, el olor de las brasas llegara a las más altas de sus hojas. De alguna forma, hojas y brasas se enlazarían.

Su brazo derecho caía, casi inerte, colgando de su hombro. Soltada el hacha y quitados los guantes, se miraba las manos como si no fueran suyas.

“¿De qué voy a servir sin manos?” – se preguntó en silencio.

“Las cambiaría, ahora mismo, por mi alma.” –dijo seguro y rabioso.

Su voz había sonado extraña entre los sonidos del bosque y él mismo se sorprendió. Eran las primeras palabras que pronunciaba, en voz alta, en el día de hoy. Su garganta existía. Hasta ese momento todo eran diálogos consigo mismo o con su tierra. Esa tierra estaba más viva y activa de lo que todos pensaban. El camino siempre era otro. La ribera llenaba de sorpresas el día, los árboles de canciones, el cielo de pinturas….

Una brisa fresca le hizo recobrar la conciencia y sacarlo de sus pensamientos. Se sentó en el suelo y apoyó la espalda sobre el mismo tocón en el que estaba sentado. Movió el cuello de forma circular para relajarlo y, nuevamente miró hacia las alturas. En el cielo ya habían aparecido algunas nubes. Entornó un poco los ojos, abrió las manos hasta dejarlas lacias y entornó un poco los ojos. Ese sopor, acompañado por el olor a leña recién talada, por la brisa refrescante y llena de modulaciones y por el calor reciente del esfuerzo realizado, logró que cerrara los ojos y se durmiera.

Un zorro silencioso y veloz encaminaba su ruta por el sendero. Paró sus pasos, prudente, al percibir olores diferentes. Todo era quietud. No se percibía ningún riesgo. Aquél hombre yacía sin moverse. Junto a él unas herramientas en el suelo y la fiambrera abierta que desprendía un olor excitante. Dió pasos muy cortos pero directos hacia su objetivo. De vez en cuando oteaba en otras direcciones por si alguna alerta nueva aparecía. Nada se movía y se acercó ya sin temor. Alcanzó rápidamente el enorme bocadillo y saltó sobre las piernas del hombre dormido para seguir su ruta.

Algo imperceptible le hizo despertarse. Había dado una cabezada y logrado trasponerse lejos, muy lejos. No recordaba su sueño.

Repuesto y con apetito descubrió enseguida que su bocadillo ya no estaba, que su sueño fue convertirse en zorro y que, sin alma, nunca tendría apetito.

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