Plaza de Santa Ana, Granada. Fuerte frío polar calando mis huesos y una lluvia feroz tras los cristales no machadianos, acompañándome, una gran taza de chocolate hirviente.
Sentado en una de sus recoletas mesas en una esquina del bar y apartado por mis pensamientos que no por mis alimentos, reposo el escrito matinal después de reposar mi estomago.
Con aliento me enfrento al infinito papel blanco o cielo y dejo que mi pluma dibuje vencejos o voces, golondrinas o risas, palomas o personas.
Dentro de la burbuja creada alargo la mano y trasciendo hasta uno de los sabrosos y calientes churros que me llaman sin cesar. Atrapándolos y bien envueltos en chocolate, cierro la puerta abierta y dejo entrar versos.
El diapasón gigante hace brotar maravillosas luces en caleidoscopio y una simples palabras actúan como lava haciendo hervir mis sombras y generan lo que yo identifico como arte o belleza.
Palabras que son semillas, semillas que alcanzan lo profundo:
“Hola, ven, entra en mí”;
“Tu mano es corazón, mis dedos tus venas”;
“Después de esto sólo nos queda el frío, acúnate en mí” o,
“las olas siguen llegando a mi regazo”….
En este minúsculo espacio se encuentra lo mayúsculo, aquí todo existe y todo muere a mi voluntad por lo que, el Creador y Yo pasamos a ser la misma persona con un matiz: El nunca comió chocolate con churros.
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