La claridad que reflejan los muros del mercado de San Fernando y alguna balconada de la cercana calle Tribulete entra a raudales por el amplio escaparate. La tarde de mayo es agradable y fresca, un tanto locuela como corresponde a este disparatado mes. Estoy enredando con la tablet en busca de no sé qué datos para una próxima novela, que me ronda las meninges hace ya cierto tiempo. Hastiado de tanto navegar en un mar electrónico y sin espuma, en un extraño océano que ni siquiera huele a sal, me quito las gafas y cierro los ojos un instante.
Y al abrirlos, noto su mirada. Sus ojos pícaros me miran con ternura entre las plantas, como si de una gata en la selva se tratase. Me sonríe por encima de esas gafas nuevas, tipo señorita Rottenmeyer, que tanta gracia me hacen. Me lanza un beso con la punta de los dedos y sigue a lo suyo. Está enfrascada preparando un ramo de flores, o un centro de mesa, o qué sé yo; con seguridad sus manos crean alguna pequeña obra de arte de entre las muchas que trabajar con flores permite traer a la vida.
Le correspondo con una sonrisa y vuelvo a pensar en lo afortunado que soy, pese a todo. Todavía nos quedan estas tardes silenciosas y tranquilas, en las que solamente el rumor de un te quiero o el suave chasquido de un beso apenas insinuado cruzan el aire quieto que se extiende entre nosotros, para llenarlo todo.
Recuerdo entonces, de súbito y sin saber por qué, las ensoñaciones, las alucinaciones tremendas que he padecido durante tres meses de estancia en un hospital recientemente. Supongo que jamás las olvidaré y tampoco sé si quiero hacerlo. Todas las personas que las conocen de primera mano, por habérselas yo comentado, me insisten en que las ponga por escrito, en que las cuente de una vez. Deben de creer que así podré exorcizarlas, alejarlas de mí, cuando lo cierto es que eso va a resultarme del todo imposible, lo sé. Esas imágenes oníricas, esos fantasmas que la química alumbró en mi cansado magín, permanecerán junto a mi por el resto de mis días en este mundo. Me atormentan, me asombran y me divierten de tanto en tanto y no pasa un día sin que me visiten sin pedir permiso. Me asaltan de improviso, juegan conmigo durante unos momentos y desaparecen después, como las esfinges de humo y de sueño que son.
Propofol. El principal culpable. La potentísima droga que ha acabado con la vida de tantos artistas descarriados, de tanto genio cansado de la existencia, me sumió durante tres larguísimos meses en un sueño interminable, cuando no en una duermevela tan espesa que aún hoy sigo dudando de la autenticidad de algunas de las escenas que contemplé, agazapado tras una cortina de fiebre y con los ojos repletos de asombro.
Y finalmente me he decidido a contar lo que vi o, por mejor decir, lo que viví. Contaré en pequeñas dosis -ya que hablamos de una sustancia química- el mundo hermoso, aterrador y no sé si tan falso como ahora me parece, que desfiló ante mí a lo largo de aquellos días extraños y peligrosos.
Allá vamos. Espero que mis delirios resulten útiles, interesantes o divertidos a alguien, o que sirvan simplemente para dar testimonio del estremecedor poder de la ciencia cuando se conjuga con una mente febril y asustada que lucha por que el cuerpo que la alberga siga contándose entre los vivos.
Muy en breve, de cómo reencontré a mi pareja, que ya no lo era…
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