Con los tenis rotos

Con los tenis rotos

Vanessa Padmir

29/05/2017

Pintaba como una buena idea: un día complicado, la cabeza a punto de reventar, varios enojos acumulados, un parque vacío, una noche fresca, nada de hambre, una mujer sin compromisos y la luna blanca.

Ella disfrutaba su trabajo, sólo que justo ese lunes se pusieron de acuerdo todos los clientes insatisfechos para descargar en su ventanilla sus múltiples frustraciones.

Estaba ¡hasta-la-madre! así con todas sus letras y su más inmediata válvula de escape fue desempolvar los tenis rotos para correr bajo la noche.

Un pinchazo le tocó el cuerpo, anuncio de un mal presagio, pero estaba tan absorta que decidió no hacerle caso. Quería golpear, gritar, dañar o matar si fuera necesario, sentía que sólo eso calmaría su propia rabia, mas decidió correr.

En un instante sucedió, no sabía si era real o imaginario, el aletargamiento del impacto la envolvió, dejándola completamente indefensa. Sintió las manos callosas recorriendo su piel eriza, penetraban por todos lugares, invadiendo su libertad más íntima.

Ahí se dio cuenta, la calle estaba vacía y la noche encubría a su agresor, un hombre obeso de olor ácido que susurraba amenazas escalofriantes. ¿Qué hacer? ¿Cómo salir de esto? ¿Porqué a mi? ¿Quién? ¿Qué? en fin, un bombardeo incesante de preguntas que no llevaban a ninguna parte, a la par que el invasivo tacto la atravesaba entera. No podía respirar, ella miró al cielo implorando aire.

Los tenis rotos fueron testigos de la magia que sucedió después, una respuesta a su petición tácita, reafirmando que en este maravilloso universo aún en la más profunda oscuridad puede aparecer la luz.

Entre las sombras aparecieron miles de mujeres, ella no sabía quienes eran, más las sentía conocidas. De formas inexplicables se introdujeron en su ser, dejó de ser ella para ser todas.

Incrédula se dejo llevar; calló a la mente que dudaba; su cuerpo soltó la tensión para disminuirse como agua, algunos le llaman fluir. Ella no era ella, era otra, la loba, esa mujer experimentada cuyo deseo insaciable la torna depredadora de cualquier hombre, esa para la que todos son buenas presas de su colección.

Su mirada desbordaba excitación, su voz ordenaba lujuria, sus manos estimulaban presurosas la entrepierna del hombre. Ante tal desconcierto el violador se bloqueó, por primera vez su víctima le rogaba la violencia y él no sabía que hacer.

Un parpadeo y volvió a ser ella, era ella, si ella y mil más, todas golpearon al unísono los genitales desnudos, el hombre desfalleció sobre el pasto, con un grito apretado anunció su derrota. Ellas, todas, se echaron a correr.

Han pasado muchos años ya, ella todavía no sabe bien que pasó, las memorias se difunden confusas en las emociones, sólo de una cosa esta segura: las mil mujeres sintieron lo mismo, fueron las receptoras inquebrantables de incontables abusos a lo largo de la historia, no sólo de sus hombres, también de sus madres, hermanas y abuelas. Ellas hoy estaban listas para sanar así que antes de irse le dejaron un regalo y una misión llamada amor. ¿Cómo lo sabe? por el corazón de papel pisado que encontró al quitarse los tenis rotos o simplemente comprendió que todo inicia con el amor propio.

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