12 ONZAS

El sol combina con el reloj; las primeras doce partes del día han cedido. Mariana lo ve en su muñeca morena. La exactitud no se presta. Tres minutos digitales pasaban la línea. Pasos apresurados de gente portadora de oficios y profesiones o niños transitan con libertad bruta.

El sabor del sándwich de salami que desayunó al iniciar su turno agrede su garganta.

Afuera del minisúper, donde Mariana custodia una caja rápida, plagas de gente ocupada manchaban las calles, la marca de la cotidianeidad dentro del centro de la ciudad. El toque del sol no vale poco. Diecisiete personas entraron con la exclusividad de robar aire acondicionado y pagar una barra de chocolate o un refresco. Nadie interesado en los accesorios de Halloween que nunca quitan o en los Santa Claus para adornar una puerta.

No cuenta, infiere. Corazonadas necias para pasar otro día dentro de su agenda de odio. Pudieron ser veinte, pudieron ser quince. Rastrea un rostro, lo mantiene impregnado en las pupilas hasta que el comprador pasa a su caja o a la de Patricia.

Mira a cada comprador atravesando la puerta. Creía tener clara de la cantidad de personas que gastaban su visita con una compra que pudiera sustentarse con una sola mano. Un número de dos cifras. Pocos clientes requerían el auspicio de una bolsa de plástico. Tomando de la mano a un niño que alcanzaba a tocar la frontera de la primera década cumplida, una mujer mayor que cargaba consigo misma obesidad sólo compró un insecticida.

La delgada Patricia atendía a un sujeto viejo que compraba un six pack de Pepsi.

Mariana la miró. El censor de precios chillaba a una velocidad que parecía hacerlo suplicar cada vez que rozaba un producto. Una velocidad en desacuerdo con su anatomía menuda. La figura esbelta de Mariana estaba tan estática como ella dentro del monitor de su caja.

–Buenas tardes – dijo una mujer de cabello castaño – Sería todo.

Desplegó un juego embolsado de utensilios desechables pálidos.

–¿Efectivo o tarjeta? – preguntó Mariana, sonriendo bajo una honestidad cuestionable.

–Efectivo.

Transacción hecha. Mariana se despide. Ha aprendido a ser amable. Ha aprendido a ser más amable. Fingir ante la contienda de la búsqueda de empleo para una mujer que ascendió de la deserción escolar a ser madre abandonada no fue una caminata al mediodía. Pensó en el nombre de Rafael para el niño de tres años que come cereal o juega con plastilina en casa de su abuela a estas horas, puede que incluso esté leyendo.

El niño no es el primer Rafael en el árbol de su familia. Su abuelo lo transfirió a la historia.

Pensó que lo amaba. Pensó que lo quería. Si el día perpetuara treinta horas, trabajaría las treinta para que ese niño glorificara una infancia invaluable dentro de veinte años. Mariana lo soñó, grande y fuerte, escoltando un diploma brillante y a la espera de un título.

Una difuminada sonrisa se sincroniza en la pantalla junto con la de Mariana. En la monotonía, comienza a navegar música. Mariana sonríe; conocía las notas, podía interpretarlas como la manufactura de cuerdas de guitarra. Eran leves, aromatizaban el aire. Al voltear a ver a la calle, un hombre vestido con pantalones de mezclilla y camiseta blanca fragmentaba el ambiente con una canción bohemia declarando fobia atroz a cualquier tipo de beligerancia.

Los tiempos de la preparatoria secundaron a Mariana.

Sacó unas delgadas tijeras de uñas de su bolsa almacenada bajo la barra deslizadora, consciente de la estética recién formada de sus dedos; sólo negras filas de mugre extraviadas entre las uñas y la carne estaba retirando con la punta de las tijeras.

Las asentó junto a la pantalla cuando llegó otro cliente.

–Buenas tardes – dijo Mariana.

–Buenas tardes, señorita – respondió el cliente.

Los ojos de Mariana podían penetrar el cuello de aquel tipo si los mantenía en línea recta, sin ascender o sin un descenso. Una cabeza más y Mariana estaría de su altura. La camisa blanca estaba embadurnada de sudor, junto con el sport gris que cubría su estómago sobrealimentado. Mariana lo miró. Un martillo de 12 onzas reposaba en espera de que le recalcaran cuál era su precio en este mundo.

–¿Va a ser todo? – preguntó Mariana, sonriendo.

–Va a ser todo, señorita.

El timbre aulló una vez que le restregaron el código de barras.

–¿No le parece repulsivo?

Mariana alzó la vista, consciente de que el tipo de probable pubertad habló.

–¿Disculpe?

–Mírelo. Tocando como si la calle fuera suya. Tocando como si las demás personas realmente estuvieran ansiosas de oírlo.

Mariana mantuvo la estupefacción como máscara. Miró a la calle.

–Lo dice por el muchacho de la guitarra, ¿cierto?

El tipo rio.

–Puedes decir lo que quieras, pero no son más que una peste. Míralo. Sin importarle si le está estorbando a las personas, sin importarle si no es el espacio de alguien más.

–Señor, relájese. No está molestando a nadie. Está en la acera donde de por sí hay un chingo de puestos ambulantes que estorban más.

–Sí, verdad. Porque comparar gente anciana que vende alimentos es menos valioso que un vago que se cree músico.

Mariana siente el descenso de sus cejas. La boca se le retrae.

–No entiendo muy bien su molestia. ¿No quiere que el muchacho toque?

El tipo con sobrepeso paseó la lengua encima de los labios.

-¿Usted sí? Artistas callejeros. Son una plaga. Hace una semana me subí al autobús y subió tipo con peinado rastafari, de esos que a simple vista notas que consumen algo. Llevó una guitarra y empezó a tocar un solo de los Beatles de una manera asquerosa. Dios, pobre Lennon. Quise partirle la cara.

-De acuerdo, señor, piense lo que quiera. Que tenga un buen día.

-Esas notas – continuó el tipo – Esos acordes. Sonaba tan monótono. Tan simple. Tan vago. Y eso no impidió que todos los malditos pasajeros del camión del dieran una moneda. Una jodida moneda. Creo que hubo quienes le dieron hasta cinco pesos. Todo por tocar mal una jodida canción.

-Ok, caballero, espero pueda superarlo, ahora retírese, por favor.

-¿Retirarme? Claro que sí. Llevo retirándome toda mi vida. ¿Por qué ahora sería diferente? Calculé que aquel idiota se llevó cerca de cincuenta pesos sólo de esa parada. Cincuenta putos pesos. ¿Sabe cuánto le he calculado a este idiota de aquí cuando entré? Ochenta, ¡Ochenta pinches pesos!

-Yo a usted lo conozco – escuchó Mariana. La voz de Patricia era igual de liviana que ella – Usted toca en los camiones. También lo he visto parado en puestos de comida ofreciendo tocar canciones románticas. Siempre lleva una guitarra.

El tipo miró a Patricia.

-¿Me conoce entonces?

-Sí. Siempre toca la misma canción. Usted también hace un tributo a los Beatles. Creo que es la de “Imagine” la que quiere tocar. Pero nunca le sale. Siempre se queda en el inicio y cuando intenta cambiar las notas le fallan, eso es de lo primero de lo que uno se da cuenta, por eso debe quedarse en el inicio. Casi nadie le da dinero porque es obvio que no se esfuerza.

El tipo parece retener hierro en el pecho. Su nariz trabaja de más al mancillar oxígeno.

-¿Crees que no me esfuerzo, perra? Pagué dos meses de clases de guitarra con un pendejo que no sabía lo suficiente, ni lo que yo quería aprender. Tuve que ser autodidacta, abandonar la escuela, abandonar todo y dedicarme a la música. No digas que no me esfuerzo, maldita idiota chupapitos.

-¡Basta! – gritó Mariana – ¡Váyase de aquí ahora mismo! ¡Váyase de aquí antes de que llame a la policía!

Jadeos que pretendieron ahogar una risotada. El tipo hundió la cabeza entre sus brazos adheridos a la barra deslizadora. Miradas que fueron alertadas por oídos curiosos analizan una escena que lanza un presagio de aliento precario.

-Me esforcé – dijo – Me esforcé en verdad. Quise hacer las cosas bien. Pero la maldita gente… idiotas asquerosos. Todos mirándome como si no fuera nadie, como si fuera un pinche pordiosero. Creyendo que podrían hacerlo mejor que yo. Sí piensan en los que tienen el pelo andrajoso y las ropas rotas, pero supongo que yo me veo sobrealimentado y creen que no lo necesito tanto como algún otro callejero. Creen que pueden juzgarme, que pueden decidir como autoridades si soy bueno o no. Y me ignoran. Catorce pesos, sólo junté catorce pesos en un camión con más gente el mismo día que el rastafari se subió. No es justo, no es justo. Yo me esforcé más. Yo me esforcé más y a mí no me dieron nada.

-Ya lo entiendo – fue la declaración de Mariana – Está frustrado. Vaya a un psicólogo o algo, señor, por favor. Nosotros aquí no podemos ayudarle.

Los dientes del tipo están soldados al sentenciar el terror en Mariana con una sonrisa.

-Vendí mi guitarra para poder comer. Simplemente no me alcanzaba. Compré un cuchillo de caza hace años para defenderme en las calles. Pero lo vendí también. Sea como sea ya no lo quería. La sangre del rastafari no se quitaba.

El silencio se convierte en una furtiva bocanada de aire en la boca de Mariana. Piensa en sílabas, en reglas gramaticales y que deben unirse para formar una oración coherente. Las palmas de las manos no abandonan la barra deslizadora.

Patricia debió transferir su mente a otro mundo. La boca abierta y las manos contraídas fueron lo único que dejó como legado antes de perderse en la nuca del tipo que era más alto que Mariana, quien era más alta que Patricia, quien exhibía dientes una fila impecable de dientes claros cuando la sonrisa del tipo volteó para mirarla. Mariana pensaba en que Rafael necesitaba a su madre hoy para que le sirva cereal sabor fresa para la cena

-Señor – comenzó Mariana – retírese. Por favor, se lo suplico, retírese.

-Se me olvidó limpiar la sangre. Al final quedó manchado para siempre.

Como si fuera a deshacerse como ceniza, tanteó el volumen del martillo.

-Creo que prefiero el martillo. Más certero. No gritan si los atacas a tiempo. Podría tomar este martillo, romperle el cráneo a usted, a su amiga y a ese maldito de ahí afuera. Podría hacerlo. Seriamente podría hacerlo.

Mariana ansía mirar el rostro de Patricia. Como una desnutrida estampida, varios pies se alejan de la tienda, algunos todavía con el producto en la mano, pero sin haber tocado la cartera ni nada que tuviera valor para intercambiar en las cajas.

-Tal vez a ustedes no les haga nada. Tal vez sólo vaya y asesine a ese desgraciado. ¿Le gustaría mirar?

Con el hambre de la serpiente, la mano del tipo acorrala el mango del martillo.

Patricia se cubre los ojos. Retuvo el ademán del inicio del llanto. Comienza a existir un grito que la retiene en cuclillas detrás de su caja y abastece de oscuridad sus párpados. ¿Qué animal es el que brama? ¿Qué garganta es la que se fractura?

El grosor no se asemeja al timbre neutral de Mariana en ningún momento de ni un solo día.

-¡Dios mío! – gritó alguien entre los enanos pasillos.

Patricia restringió sus manos un momento. La mano de Mariana, abierta, estaba suspendida en el aire, como la niña que anhela responder a la maestra y un acezante brazo se retuerce por temor traer un rubor a las mejillas. El tipo estaba de rodillas socorriendo su cara.

-¡Malditaaaaaaaaa! – gritó.

El ojo izquierdo del tipo era testigo de cómo reventó por las tijeras de Mariana.

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