Mi Barquito de papel

Mi Barquito de papel

Lina Paredes

23/04/2020

Se encontraron cerca de las siete.

Ella le mostró la lengua apenas cruzaron miradas y él sonrió. Corrió como una niña pequeña a su encuentro abrazándolo fuerte. Se sentaron en la primera tienda donde él pudo entrar su bicicleta. Ella era la misma de siempre, solo que un poco mayor igual que él. Como siempre disfrutaba contarle sus historias, pero con el paso de las horas empezó a preocupar que dijera tan poco, en esas ocasiones era costumbre de ella desaparecer de repente.

¿Por qué siempre era así?

Le repitió lo mucho que quería saber de ella, a lo que ella respondía con una sonrisa, un apunte por aquí, otro por allá y luego le daba espacio a él para que completara la frase. Cuando la tienda cerraba empezaron a caminar, ella le dijo cómo le divertía verlo contar sus historias.

– Es como verte escribiendo, verte editando en directo, puedo ver los tachones en el papel, esa frase que no te gustó, esa frase que alargaste describiendo un pequeño detalle… es fantástico.

Hablar con ella siempre resultaba divertido; divertido y liberador…

Ella pedía a cambio tan poco.

Sólo sonreía, escuchaba y al final si se daba el espacio, hablaba. Era esa última parte la que él esperaba con ansias. Disfrutaba escucharla analizar, debatir, describir todo lo que antes había escuchado con tanto cuidado. Era como verla digerir la vida que él le contaba, palabra por palabra, degustar tranquilamente, sin ninguna obligación y deso Juan Pablo sabía demasiado. 

La vida con su padre distaba de ser perfecta, y el espiritu libre de su madre le había negado la calidez de un abrazo desde hace años. No podía culpar a ninguno de los dos por ser como eran, por que en un silencio acordado sin palabras, ellos le permitían ser a él como era. Medio publicista, medio mochilero, medio hijo, medio niño, medio hombre. 

– Mi vida siempre se vista llena de cosas a medias – dijo.

– A lo mejor es por que no podrías lidiar con cosas completas – respondió ella.

Caminaron un poco más, hasta que ella sugirió comprar un vino y seguir. Él, que se hubiera conformado con un helado, aceptó encantado la proposición. Cuando degustó el vino, la noche, su sabor, la caminata y ella, se fundieron en un estallido de sensaciones.

– Eres tú, este vino, eres tú – dijo inundado por sentimientos.

Estaba lejos de amarla, sin embargo cuando la veía no podía evitar sentirla en el pecho con gran pasión, claro, sabía que apenas pasará ese momento, el sentimiento se desvanecería tan rápido como había llegado. Ella era brisa, esa que agradeces cuando hace mucho sol, la que buscas que te golpee el rostro cuando estás sudando, pero que en el diario vivir, no sientes, no agradeces, no añoras.

Al llegar a un parque se sentaron.

– Existe un vino que se llama “Gota de sangre” – le dijo él.

– ¿Así? Y ¿Qué tiene de raro?

– Dicen que apenas una gota se escurre por tu garganta, tu corazón no va a poder evitar “sangrar” y decir todo aquello que siente.

– ¿Tú sangras conmigo?

– Ahora… sí; podría ser un ejemplo.

– Veo.

– ¿Tú sangras conmigo? – ella se quedó en silencio – no – dijo al final – sabes muy bien que no puedo.

Él sonrió con nostalgia ¿Lo sabía? Sí, lo sabía. Se pararon y siguieron caminando, mientras él reflexionaba.

Ella había aparecido una tarde aburrida cuando él tenía apenas siete años.

Le agradó de inmediato hallar una amiga que encontrará divertido tener un callo en el dedo pulgar de la mano, sólo porque nadie más lo tenía. Le llevó más tiempo entender que nadie más parecía darse cuenta de que ella existía, y un poco más admitir, que eso, la hacía más inmensa para él.

Ella crecía a su mismo ritmo, físicamente no era preciosa, era linda, un promedio aceptable, pero no tentador. Cuando tenían trece, ella le besó el callo del dedo pulgar de su mano y él supo que jamás podría decirle adiós. La veía cada vez que quería y la dejaba de la misma manera.

Con los años sus encuentros se transformaron en citas, que él guardaba para momentos específicos; hacía dos años que no la veía. Después de caminar un rato más, se sentaron al frente de una iglesia cerrada, ya casi era media noche.

Ella lo cogió de la mano, lo llevó a las escaleras donde lo ubicó un escalón abajo y entonces lo abrazó.

– Casi parece real – le dijo ella, él cerró los ojos con fuerza y se perdió en su olor. Olía a pensamientos, las flores que tenía su abuela en su vieja casa. Olía fuerte, olía a sudor.

Él sabía que pronto el momento iba a acabar y no quería mirarla.

– Quiero más – dijo ella en tono bajo.

– Lo sé – respondió.

– Pero no me lo vas a dar – él asintió.

– Sabes que no puedo.

– Sé también que no quieres – él sonrió tranquilamente, ella lo conocía demasiado bien como para creer en sus embustes.

– Adiós

– Adiós – La brisa dejó de soplar y solo quedó el aire.

Ahora se encontraba solo, a unas cuadras de su apartamento.

Sabía que ya no era un niño y ella en consecuencia, no había podido evitar crecer. “Que injusticia…” pensó mientras montaba su bicicleta y se dirigía a su casa “Sólo a los niños pequeños se les permite tener amigos imaginarios, cuando son los adultos quienes los necesitan más”.

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