Una historia, un encuentro

Una historia, un encuentro

Federico Esteban

26/05/2017

Prólogo.

Sol López llamó al siguiente cliente de la librería.

-23. Hola, ¿en qué puedo ayudarte?

Las visitantes de comercios pueden describirse de diferentes maneras según el trato que permitan que se les dé. Están los simpáticos y los malhumorados; los directos y los conversadores; los miserables y los de buen pasar; entre otros. Asimismo, los empleados pueden caracterizarse de similar modo, de acuerdo el humor que presenten al momento de la atención. Uy, la atención al cliente, qué empleo cargado de complejidades y vaivenes, una tarea sencilla y, al mismo tiempo, rebuscada. Parece interesante desandar las tramas que hacen a tal trabajo pero este pequeño escrito no tiene tal intención. Este texto es una historia -imaginaria o real, qué importa- de dos personas. Ingresemos, por tanto, a descubrirlas, conocerlas, desnudarlas, darles vida. Bienvenidos.

El encuentro.

Sol López no se cansaba de atender. Y no se cansaba de darle rienda suelta a su simpatía, así como a sus bondades. Su cara, canal de su alma, lo expresaba ante cada desafío de atender al cliente encomendado según la suerte. Hacía un año que trabajaba en el negocio ubicado en el barrio de Palermo, esa zona de Capital tan extraña, en el que se libra, como en pocos lugares, una lucha de clases, o una lucha de vivencias; con Pacífico por un lado, pero por otro, con Plaza Serrano, o “Palermo Soho”. Sí, Palermo es un barrio repleto de singularidades y pluralidades. Y aquí vive Sol, y aquí trabaja Sol.

Pasaban los amaneceres y los mates amargos. También pasaban las andadas por esa bicicleta azul ultramar, oxidada en ciertas partes pero fiel al compromiso de Sol. Se sucedían, incansablemente, los números llamados y, acto seguido, el cliente acercándose al mostrador desgastado por la falta de mantenimiento. Continuaban las meriendas, con galletitas dulces y sin los mates amargos. Y pasaban y pasaban mujeres y hombres, niños y abuelos, simpáticos y malhumorados. Todos atendidos por la magia de Sol y su deslumbrante sonrisa. Se nota en sus mejillas, en sus ojos resplandecientes, que nació y creció rodeada de amor, afecto y, por sobre todas las cosas, con compañía, porque uno le puede tener amor a alguien pero no estar presente, no cobijarlo, no estar. Quizás el pasado de Sol es diferente y se supo hacer sola, pero no, la dulzura que emana de ella proviene de alguien, de los padres, o de los abuelos. Pero de alguien, ella viene. Somos lo que fueron nuestros antepasados. Los hijos son el reflejo de los padres, no vengan con tramoyas. Sol fue de esos bebés que conducen a la preocupación de los padres, que si lloran, son calmados, alimentados o lo que fuese. Sol fue de esas nenas que son castigadas cuando hacen algo que no está bien y también fue de esas que son abrazadas tiernamente y que disfrutan de un cuento al terminar el día. Sol fue de esas chicas que reciben consejos antes de iniciarse como mujeres, o de esas que reciben un mensaje de su papá, o de su mamá, cuando tardan al llegar a casa. Sol es de esa clase de personas que inspiran sencillez, amor y compañía. Los ingredientes para vivir bien.

Llamó al poseedor del número 23 con su aguda voz. Sus compañeros atendían, con humores diversos, al igual que aquellos del otro lado de la franja, del mostrador, mostrador separador de quehaceres, ánimos, vidas. La mañana del miércoles no era una mañana de verano -o sí, si se consideran las mañanas de febrero-, con sus vientos frescos, provocadores de jeans largos, o algún abrigo desubicado. El sol, sin embargo, estaba presente como la otra Sol, siempre presente en la librería. Los dos, iluminadores para otros.

El papel, papelito por su estrechez, llegó a la mano de ella. Una mano, el papel y otra mano. Una conexión maravillosa, la primera de tantas, quizás. El 23 fue roto en aquel feo gancho puntiagudo. Sol levantó la mirada y sus ojos se clavaron en los de él. Los de él también en los de ella. Y unos eran el reflejo de los otros, como juego de espejos cruzados.

-Hola, ¿en qué puedo ayudarte?

-Hola, necesito un cuaderno amarillo, de tapa dura.

Siempre era amable, pese a las histerias de su jefe, o de ciertos clientes, o de su vida. Le ofreció marca, cantidad de hojas, y claro, su simpatía intrínseca. Ahora, él solo necesitaba una cosa, un inorgánico cuaderno, un mísero objeto repleto de hojas, pero cuando la vio, quería llevarse más cosas, perder más tiempo, tener más tiempo con ella. Quería escuchar su tierna voz y observar -minutos más, minutos menos- sus ojos que lo estremecían. Él, Germán, no quería estar en ningún otro lugar que no fuera esa pobre pero rica librería. Ni siquiera en la cancha de Vélez, ni siquiera en los picados con amigos, y ni siquiera almorzando los ñoquis de la vieja. Germán se sentía atado a ella, rompiendo barreras como aquel desordenado mostrador. Sol volvió con el cuaderno Éxito, de hojas más blancas que el Rivadavia.

-¿Algo más?

Quería susurrarle lo bella que le parecía y las bombas activadas dentro de él. Quería decirle todo y no decirle nada. Un mundo de sensaciones se revelaba en el interior de Germán, y quizás hubiera necesitado de algún Caruso Lombardi para motivarlo y expresar así algo coherente con su mundo interno.

Estaba parado, inmóvil, paralizado. Sol lo miraba con extrañeza, pero una pizca de risa se dibujaba en su rostro. El mostrador, en el medio, separaba y unía sensaciones encontradas. En el fondo, una vieja de sesenta años se quejaba por unos precios, mientras que Silvina, una de las empleadas del imperio, trataba de explicarle cuestiones capitalistas. Oferta y demanda, inflación, ganancia, plusvalía, y otros fenómenos se entrecruzaban en aquella disputa, con la señora, defensora compulsiva, intentando ganarla.

-No, nada más, por ahora- indicó Germán, entrecortado.

Las palabras lograron salir del mundo transformado de él. Le cobraron y se fue, se fue siendo otro. Librería mágica, transformadora, manipuladora. Bisagra de las buenas. O de las malas: el amor es impredecible y siempre, en algún momento, engorroso.

Caminó por Scalabrini Ortiz y dobló en Charcas. A media cuadra, entró a su edificio, no sin antes saludar a la vieja chismosa, con oídos reforzados pese a sus ochenta y algo de abriles, sentada en una de las sillas añejas del hall de entrada. Germán se miró en el espejo del ascensor que lo llevaba al quinto piso, a su casa. Se notó mejor, como si la barba le creciera pareja y no, de ese modo chistoso y presto para la broma fácil. Colocó el cuaderno amarillo arriba de la mesa, sobrepasada de apuntes. Fue al baño y volvió a la mesa para mirar esa cosa que había comprado. La miró, la observó, la analizó. Pero no analizó el cuaderno, analizó la situación provocada por ese rejunte de hojas. Sol pasó por su mente, porque ahí es donde se genera el amor según Facundo Manes. Eran las once de la mañana y la temperatura se resistía, como decadente tornillo difícil de desenroscar, a levantar. Finalmente, se decidió a sentarse y estudiar. Rendía en cinco días.

Miradas.

Dos días habían pasado del encuentro entre Sol y Germán. El reloj marcaba las siete y media de la tarde de un viernes de febrero. Él resaltaba hojas de algún texto que le estaba faltando leer. El amarillo flúor, su color favorito para pintar, dejaba lentamente de existir. Inexorablemente, pese a los intentos absurdos de Germán como paramédico en situación de vida o muerte, el resaltador se volvía desechable. Intentó hacerlo andar, hacerle respiración boca a boca, pero el amarillo murió. De amarillo pato a amarillo limón, y de amarillo limón a morir. Era el último que mantenía con vida en su cartuchera de jean. Buscó inconscientemente, sabiendo que no encontraría nada parecido a eso. Levantó la cabeza, miró el ventanal luminoso y pasó Sol por su mente.

-32. Hola, ¿en qué puedo ayudarte?

La librería rebalsaba de gente. Hombres y mujeres, simpáticos y malhumorados, conversadores y directos, se hacían presente. Que lápices de acá, fibras de allá. El bullicio no impedía la tranquilidad reinante en el cuerpo de Sol. Se movía de allá para acá, moviendo ágilmente sus brazos y extendiéndolos hacia estantes inalcanzables. Ciertos niños se apoyaban en el viejo mostrador verde árbol. Detrás de ellos, los padres atendidos. Y más atrás, los que aún esperaban ser llamados, los que miran su número y luego, hacia delante, y después, nuevamente, su número. Acto ya naturalizado, sea en una librería, en una fiambrería o en una perfumería. Y justo detrás de esa mujer, excesivamente maquillada, se encontraba Germán. No hacía lo que se hace en la librería, en la fiambrería o en la perfumería. No esperaba el instante de ser llamado. Solo hacía una cosa, o, en realidad, no hacía nada. Miraba hacia delante, paralizado. La miraba. Contemplaba a Sol.

41,42, 43. Los números eran llamados y este estudiante, con pretensiones de cineasta -pero no cualquier cineasta, sino ser alguien que cuente historias de otra manera, con otra calidez- se mantenía calmo y de brazos cruzados. De alguna voz, surgió el 44 y se adelantó hacia el mostrador. Quiso que fuera Sol quien lo atendiera, pero era la extrovertida de Silvina y su cabellera lisa, larga y negra. En una rara coordinación, le entregó el número observando a esa sencilla pero bella chica. La morocha, mascando chicle, no comprendía el trance de Germán y volvió a preguntarle qué necesitaba. Reaccionó, enojado con el destino y pidió su herramienta amarilla. Ahora sí, sus ojos iban y venían. Se reposaban en la silueta de Sol y volvían al mostrador. Y otra vez, en los de Sol. Y después, en el mostrador. Movimiento pendular, Sol le ganaba en atención al mostrador. “Mírame, mírame, mírame” rogaba para sus adentros, mientras Silvina regresaba con el resaltador. El mundo interno de Germán se derrumbaba a pedazos frente a la esquiva situación, frente al no encuentro de sus ojos con los mieles de ella. Pasó por delante de su alma resplandeciente con un último intento de encontrarse visualmente. La miró con ganas, desafiante, como un león a su presa. Y los segundos eran eternos, o más bien, eran suaves y elegantes en tal lugar y espacio. De repente, como un acto fallido, o consciente, o fijado por alguien, Sol se tomó un instante de vacaciones del trabajo abrumador que le exigía su cliente de turno. Lo dejó abandonado, preguntando sin contestación. Y levantó esa mirada estremecedora para él. Momento culmine, asfixiante, pausado. Sus ojos se clavaron en los de él. Los de él ya estaban en los de ella. Espejos enfrentados, circuito en funcionamiento. Allí comenzó ese juego de miradas -diez segundos, quizás más, quizás menos- que Sol jugaba con intermitencias y Germán con absoluta liviandad. El señor cliente, un irrespetuoso y enemigo de tal juego, logró captar la atención de Sol con un ubicado grito. El mal afeitado cineasta entendió que el momento que debía ocurrir ya había transcurrido. Dejó la librería, otra vez transformado, mientras una brisa cualquiera cortaba la calidez del contexto y anunciaba la aparente fresca noche que se avecinaba.

Un punto de inflexión.

Las tardes de los sábados suelen ser bipolares para Sol y sus compañeros de la librería. Por un lado, se respira un cierto aire de incentivación: no falta nada para el domingo y, por tanto, para el suplicado descanso, con horas ilimitadas al dormir y reencuentro total con la familia. Por otra parte, el sábado es el sexto día de una seguidilla agotadora de ventas y discusiones. El cansancio, físico pero también mental, se pone de manifiesto, con mayor poder, los sábados; y las tardes de este día -tan distinto para algunos y tan iguales para otros- se vuelven impasables. Imaginen, por un instante, estar en esa posición de espera, sentados en cualquier silla, con la pera apoyada en sus manos aplanadas, una arriba de la otra, en cualquier mesa; y frente a sus ojos, un desafiante reloj de arena, pero de esos grandes, enormes, de los que lleva su tiempo agotarse de un lado. Así son las tardes de los sábados para estos chicos de la librería. No sé si para el jefe, pero para Sol, para Silvina, para todos, se vive de tal manera.

Poco a poco, lentamente, imperceptiblemente, el bello cielo celeste que regalaba el día fue mistificándose. Fue enmascarándose. Las nubes reclamaron su lugar en la escena y se hicieron presentes en la tarde que caía a medida que se ausentaban los clientes en la famosa librería de Palermo. Y se hicieron las siete, con algo de diez personas por atender. Y luego, el reloj marcó las siete y media, con cinco individuos queriendo llevarse algo. Después, a eso de las ocho, aparecen aquellos desprevenidos, tal como esas nubes, con alguna cosita que les está haciendo falta. Ocho y media y caen las chances de que ingresen sujetos. Afuera, las nubes continúan decorando el cielo; adentro, la sonrisa de Sol va diluyéndose. Y sí, es sábado, es de noche, trabajó seis días, no falta nada para marcharse, y está entrando un tipo con bigotes con papeles debajo del brazo. Fotocopias. Retraso. Aguante corazón, aguante.

Bajó en el ascensor, mirándose al espejo. Abrió la puerta y se aseguró de cerrarla: por entonces, un fuerte viento se levantaba y conspiraba para con ella. La cabeza de Germán da vueltas, muchas vueltas. Rinde en dos días y a pesar de su experiencia y su ocupación para tal evento, se repiten sus sensaciones ante cada parcial. Tampoco se acabó, con el paso de los años, su manía por despejar su mente, por caminar, por dejar volar sus pensamientos. Y para tal fin, el viento es un fiel compañero. Por Scalabrini Ortiz aún se mueven transeúntes, de aquí y para allá, con humores diversos como siempre. Con vidas diversas como entiende el sistema. El ánimo de Germán no era el mejor: y sí, rinde en dos días, no termina de entender ciertos conceptos y el tiempo se le escurre entre dedos. Parciales. Depresión. Aguante cerebro, aguante.

Trescientos metros. Una bicicleta azul ultramar avanza por la vereda, a una velocidad reducida. Dos zapatos, cada uno a su turno, aceleran el paso de Germán. La noche es fresca y las nubes se mantienen inalterables en lo alto del espacio. Doscientos metros. Dos sandalias coordinan el movimiento de la bicicleta. Germán mira el cielo, lo analiza y piensa en cine, en historias, en cómo contar lo que a veces siente que tiene que contar. Cien metros. Las ruedas de la bicicleta aplastan las baldosas y esquivan muy ágilmente aquellas grietas nunca resueltas por la deplorable dirigencia política. ¿Tomar una historia y darle una vuelta de tuerca o escribir algo novedoso y placentero? ¿Comedia, drama o amor? ¿Qué personalidades debe plasmar en el proyecto? Es fabuloso lo que puede llegar a trabajar una cabeza, y aún más, la cabeza del testarudo de Germán. Ya casi, cincuenta metros. La luz trasera de la bicicleta permanece encendida, pese a que avance por la vereda y ningún coche la amenace. Germán piensa. Nada, treinta metros. Dos nubes se disponen a chocar. Dos personas también. Veinte. Quince. El trueno se avecina. El cruce es inmediato, imposible de remediar. Diez. Germán saca su Samsung para chequear la hora de regreso, pero no chequea lo que viene de frente, digamos, un trueno de los buenos. Levanta la mirada y ya es tarde, ya es irremediable. Cinco metros y ahí están, frente a frente, ojos con ojos, espejos enfrentados, Sol y Germán. Un trueno se sucede en el cielo y la bicicleta azul se frena. Él la mira y el cine y el parcial ya son historia en su mente. Ella lo mira y el cansancio semanal se disuelve.

Con miedos, sorprendidos por la situación -o quien dice, el destino-, Germán intenta decir algo. Sol también. Decí algo, Germán, no seas bobo.

-Perdón, no te vi.

-No, no. Yo te pido perdón, estaba despistada.

Se miraban, se descubrían. Querían quedarse así, uno cerca del otro, contemplándose, compartiendo el mismo tiempo y espacio. No querían continuar su camino, o sí, pero juntos a la par. Haciéndole honor al conductismo de Skinner y toda su corriente en psicología, otro trueno molesto vino a despabilarlos. Estímulo y respuesta. Germán tomó la iniciativa y, aunque ya conocía la respuesta, preguntó como disparador de una posible conversación.

-Sos…sos la chica que trabaja…que trabaja en la librería de acá cerca ¿Me equivoco?

Sol rió. La tartamudez de este cineasta daba gracia de verdad.

-Sí, y vos sos el fanático del amarillo ¿Me equivoco?- expresó ella, con una estimulante sonrisa. Rieron ambos, y el tiempo corría como si estuvieses mirando ese enorme reloj de arena.

-Soy fanático de varios colores- se excusó.

Un señor de unos cuarenta años pasó cerca de ellos, acompañado de un labrador macho, muy juguetón. El animal se acercó a él y luego, a ella, lamiendo zapatos y sandalias. Los dos dirigieron, al mismo tiempo, sus ojos hacia el perro, mientras que por esos instantes, en sus cabezas se sucedía algo similar a una jauría, un cardumen, una manada, o una bandada de animales de todas las especies, corriendo electrizantemente, sin tregua, y placenteramente.

Cuando señor y labrador recobraron su camino, Sol quiso hacer lo mismo. Quiso. Al disponerse a marchar, con sus manos sosteniendo el volante y los pies en los pedales oxidados, Germán entendió que era ahora o quizás, nunca. La vida se define en momentos y en decisiones. Nos la pasamos tomando decisiones, simples o complejas, pero decisiones al fin. Y de aquí, la felicidad o no de ellas. Comprendió esto -o capaz que no-, por lo que necesitaba, de modo urgente, decir alguna palabra, alguna frase.

-Antes de irte quiero decirte algo. No sé si es importante para vos, pero al menos, dame la oportunidad de expresar esto.

Sol lo miró extrañada, con profundidad, intentando descifrar lo que saldría de la boca de Germán: -Me asustás.

-Tranquila- buscó imponerse. Se irguió lo más que pudo y levantó, con actitud, su brazo hacia la altura de Sol: -Germán, mucho gusto. Futuro cineasta, creador de historias y maníaco compulsivo por las responsabilidades.

Sol estrechó su mano con la de él, con varias sonrisas de por medio, y dijo con simpatía en demasía: -Sol, mucho gusto. Trato de descubrir mi futuro aún.

-Bueno, quiero ayudarte a develar ese futuro con una cena. Una cerveza, un café. Ya sabes, una excusa para verte nuevamente.

Ella se ruborizó. Le regaló otra sonrisa, tierna e impactante como aquel gol de Messi al Madrid por Champions. O más bien, después de todo, todos los goles de Messi son impactantes.

-¿Y? ¿Aceptas el desafío?- apuró Germán.

-Desafío aceptado.

La historia, luego, es conocida. Intercambiaron números -no aquel de atención al cliente- y coordinaron fecha, hora, espacio. El tiempo pasaba pero no pasaba. La noche se mantenía nublada, con varias brisas burlonas del verano. Eran unos pocos locos los que todavía caminaban por la zona, mientras que los autos de cualquier tipo y color corrían como corren los argentinos, agresiva e irrespetuosamente. Ahora sí, cuando Sol puso sus sandalias en los pedales negros y se dispuso a marchar, Germán se acercó y buscó su mejilla. Un beso de despedida y más sonrisas. Y allí se fueron, cada uno por su lado pero quizás, con pensamientos similares y repletos de dudas. Pero las dudas no siempre son malas ¿Quién afirma eso? Las dudas pueden, en muchas ocasiones, volverse raíces de algo certero y fructífero. ¿Por qué las personas dudosas son consideradas débiles? ¿Quién juzga tal cosa?

La vio cada vez desde más lejos, parado en la misma baldosa en la que la había despedido. Sol pedaleaba suavemente, pero aumentaba su velocidad a medida que tomaba ritmo. Finalmente, se perdieron y volvieron a sus rutinas: él a su casa, ella a la suya. Ambos rendían en dos días: él, el bendito parcial; ella, la desgastante labor de atender clientes.

Un paréntesis.

Inspiración: acción de introducir aire u otra sustancia gaseosa en los pulmones. No, ésta no es la definición que busco. Vamos de vuelta.

Inspiración: Estímulo o lucidez que siente una persona y que favorece la creatividad, la concepción de ideas o la búsqueda de soluciones. Sí, acá está. Inspiración es estímulo y respuesta. La inspiración es -quizás con más fervor, cuando comienza a delinearse el artista- inherente al escritor, al músico, al compositor, al poeta, al cineasta.

Inspiración: escuchar una canción, recibir un consejo, vivenciar un hecho, discutir, observar una persona. Todo puede ser tomado por el artista para inspirarse y generar algo -bueno o malo- para los demás. Y aquí se engarza el final de esta historia, tan estereotipada en ciertas partes y tan sensiblemente social en otras.

Domingo. Otra tarde de febrero con nubarrones y un cielo plagado de colores grisáceos, opacos, con esos ciertos olores de lluvia, de pasto o de tierra mojada. Y allí está Germán, tirado en su cama, rodeado, atrapado por sus apuntes. Lee, repite y luego, como un acto instintivo, mira el techo. Ahí es donde comienza el trance, similar a cuando la vio a Sol. Pasan diez minutos y el hecho descripto se vuelve a repetir. Al fin de cuentas, es más el tiempo perdido mirando hacia arriba que avanzar con los conocimientos programados para el paupérrimo domingo. Y en ese tiempo perdido, se da una gran proporción de minutos destinados a pensar a esa simple chica, pero tan especial. ¿Tiempo perdido o tiempo ganado? Germán va pasando las hojas de los resúmenes hechos con dedicación y prolijidad. Piensa pero no piensa, porque su cerebro y su esfuerzo -junto con todo lo que exige el estudio digno de un universitario: dedicación, concentración, ganas, actitud, responsabilidad, sacrificio y mucho más- no están en esa habitación de cuatro paredes blancas. El esfuerzo parece haberse agotado en el quehacer de resúmenes. El cerebro, o más precisamente su mente -con todo lo que ello implica- en otro lado, en otra historia, que es esta historia. Sí, en Sol. Entonces, leía, repetía, miraba el techo y pensaba en Sol. Acá está la ecuación con una X todavía no despejada, que viene a ser el cómo incorporar todos esos conceptos en su cabeza. Ring, un mensaje llega al Samsung de Germán. Sol, la musa inspiradora.

Fueron breves pero significativos esos mensajes. Sí, esos intercambios fueron al hueso, al arco, sin generación de juego, sino directo a la portería. Esa charla -porque ahora hablar por WhatsApp es charlar- fue un ataque del Real Madrid. El vacío pero, al mismo tiempo, el tan cargado de tramas complejas del “¿Cómo estás?” se sucedió de un lado y del otro. Se dijeron lo que estaban haciendo, con sincero interés. Sol no lo quiso molestar y lo despidió con un amable mensaje.

-Suerte y éxitos para mañana. Te va a ir muy bien.

Fanática de los emoticones, ella dejó también ese ícono con dos manos rezando. En el rostro de este cineasta barbudo, se dibujó el mismo arco iris que el cielo, por ese entonces, mostraba a todo Palermo. Y así, ya estaba en escena el estímulo, el mensaje de Sol. Faltaba la respuesta, el surgimiento de la idea, de la solución, de la concentración, de estudiar. Pum, las neuronas se activaron con esa intensidad encendida cuando Germán la vio. Leyó, leyó y leyó. Repitió, repitió y repitió. Nunca miró al techo. Nunca.

Un final estereotipado.

La puerta del aula se cerró. De allí, salió Germán, sonriendo lentamente. Suave e imperceptiblemente. Giró su cabeza y analizó el entorno. El fuego interno de él buscaba salir a la luz. La lava subía muy despacio por su laringe, intentando erupcionar. Implosión, hervor. Sí Germán, aprobaste. ¿Podés festejar de una buena vez? Cuando vio que nadie lo tenía en cuenta, levantó los brazos y gritó. Un gol, golazo.

Iba en el colectivo, repleto de individuos y olores nauseabundos. El calor y sus 34° provocaban tal efecto. Un lunes caótico se desarrollaba en la Capital, con cortes de tránsito, con reclamos sociales y políticos. Germán escuchaba esa música que suele poner al aire la 99.9, o más conocida como “la cien”. Facebook e Instagram se sucedían en la pantalla, mientras el timbre del bondi quedaba trabado por culpa de un inocente músico, con su guitarra en la espalda. Voces de acá, voces de allá. Capital y su bullicio intrínseco. Y otro ataque del Real Madrid, otra caricia para Sol, o para el cruce con Sol. Mandó mensaje, que fue respondido al minuto. Arreglaron después de indecisiones, pensamientos indescifrables y demasiada curiosidad.

Es bello el sonido de los cubiertos cuando golpean en el solitario plato de vidrio o de cerámica. Ese chirrido tímido, ese tic o pic, esa sinfonía de teclas de piano. Estremecedor. Ni hablar cuando no se habla en la mesa. Exitante. Sin embargo, no era el caso de la cena que estaban manteniendo, con total liviandad, Sol y Germán. Como si se conociesen de antes -en otra vida, como deja vú- rieron para curar lo que tenían herido y para darle rienda suelta a la felicidad, que era ese momento, porque la felicidad son momentos, ya saben.

Contexto de felicidad era antes de recibir la comida encomendada. Contexto de absoluta felicidad cuando llegó ese pollo deshuesado con papas noisette. Ambos comieron, disfrutándose el uno para con el otro. Se comieron con la mirada, con los gestos, con el momento. Tic, pic. Los tenedores y cuchillos golpeaban en los platos sin cesar, y los ojos de ellos jugaban al tic, tac. Ojos como paredones, como dos tenistas jugando un excelente partido. Ojos como Federer y Nadal, no se cansaban de observarse, de desnudarse, de descifrar el mundo interno, la historia, los secretos, el alma.

El pequeño plato de vidrio quedó vacío a medias. Cierto helado derretido aún permanecía en él. A los costados, Germán y Sol conversaban, mientras los últimos comensales partían del lugar. Ella, con sus labios pintados de un rojo enfurecido, estaba plegada, atenta a las palabras de su acompañante, y reía maravillosamente. Él, con su camisa a cuadros verde y negra, con su barba despareja, también inclinado hacia delante, emitía palabras, con gestos de por medio. Anécdotas de acá y allá, el tiempo no corría. El tiempo era reloj de arena, de esos grandes. Finalmente, el mozo, con su prolijo peinado engominado, avisó la hora de cierre.

La noche se mantenía despejada y calurosa. Alguna que otra brisa se encargaba de aparecer en la escena. Los empleados del restaurante entraban las mesas y sillas expuestas en la vereda. Otro mozo pasaba el escobillón. Otro fumaba. Las puertas se abrieron y se cerraron, cuando de allí salieron estos locos que no sabían qué querían, el uno con el otro. Locos que reían, que mostraban sus dientes cuando reían. Palermo aún mostraba signos de movimiento, a pesar de ser un lunes, comienzo de semana hábil.

La acompañó a la casa como buen caballero que le enseñaron a ser sus padres. De esos caballeros que no abundan hoy en día. Eso dicen las mujeres. Caminaron por Scalabrini, dejaron atrás la avenida Santa Fe. Lo mismo hicieron con Arenales y Beruti. Llegaron Juncal y doblaron a la derecha, mientras un taxi giró para su dirección a toda velocidad. Conductores argentinos, agresivos por excelencia. Los tacos de Sol golpeaban llamativamente contra el suelo. Pac, pac. Las manos de Germán, guardadas en los bolsillos del pantalón azul, transpiraban. Diez metros para la llegada. Cinco metros. Sol comentaba una de sus anécdotas en la librería, esa en la que el cliente no podía abrir uno de los aros de carpeta. Reían, incansablemente reían. Tres.

-Acá vivo. Gracias por la compañía- expresó Sol con total dulzura.

-Fue realmente un placer haber cenado con vos. Me divertí mucho. Creéme que hacía demasiado tiempo que no pasaba dos, tres horas, con tanta intensidad, con tanta felicidad- dijo Germán con nervios y con sus manos gesticulando en gran medida.

Sol río algo, con más mirada que con su boca. Un silencio matador cruzó el ambiente, ambiente paralizado, congelado ante la falta movimiento. Ciertas hojas de un árbol de por ahí se movían por el elegante viento. El silencio se prolongaba y Germán lo quiso cortar con una pregunta al corazón de ella.

-¿Y vos?

-¿Yo qué?

-¿Cómo viviste esta salida? Me gusta demasiado saber cómo se siente el otro cuando está conmigo. Y aún, cuando enfrente tengo a alguien como vos, tan deslumbrante.

-Yo también hacía tiempo que no me pasaba esto. Y estuvo lindo. ¿No? -dijo con miedos, con ojos que esquivaban la mirada penetrante de Germán.

Él asintió con la cabeza, muy lentamente, y al instante sonrió.

-¿Se puede saber el motivo de tu mínima sonrisa?- preguntó Sol, mientras que por dentro se activaban las mismas bombas surgidas en el interior de Germán, en aquel encuentro en la librería.

-Nada, soy un imbécil.

-Lo sos- dijo ella, con una excitante y provocadora sonrisa, acercándose en un torpe movimiento.

Juego de tontos, de locos, de un cineasta y una humilde chica. Los mieles de ella y los verdes de él, resplandecían. Ojos vidriosos, brillantes, esplendidos. Sí, los ojos hablan. Sinestesia, transposición de una cualidad sensible de un sentido a otro. Los ojos no solamente permiten mirar, sino también expresar pensamientos, sentimientos, sensaciones. Ojos como canal del alma. Entonces, hay una comunicación entre los datos sensoriales de diferentes sentidos y una afinidad entre las diversas sensaciones. De esto, Parret y la corriente semiótica de las pasiones pueden hablarnos tranquilamente. El caso es que están allí y hay sinestesia: los ojos hablan.

-Bueno, es hora de irme. Ya es tarde- soltó tímidamente Sol.

Otra vez, otro saludo en la mejilla. Ella se dio media vuelta y se dirigió a la puerta del edificio, con pasos lentos. Los metros alargaban la distancia de ambos. Un metro. Esa caminata breve pero interminable quería decir algo. Connotaba algo. Dos metros. Él la miraba fijamente, con vibras internas, moléculas traviesas, o algo similar. Tres metros. Dale Germán, llamala.

-Sol- atisbó a decir.

Ella se detuvo pero tardó en girar. Cuando giró, él no dudó en acelerar el paso hacia la misma baldosa en que estaba situada. Los metros se redujeron, por lo que compartieron esa baldosa gris, uno junto al otro. La noche continuaba despejada, con un silencio muy pacífico y tranquilizador. Otra vez, tiempo congelado, detenido por alguien, quien sabe. Y allí estaban, con dudas pero dispuestos a terminarlas, dispuestos a acabar con el miedo del otro. Germán la miró como la había visto la primera vez: sus ojos lo estremecían. No quería estar en ningún otro lugar que no fuera ese; ni siquiera en los picados con amigos, ni degustando los ñoquis de la vieja, ni disfrutando de la cancha de Vélez. Quería respirarla, así que puso su brazo derecho en la cadera de Sol. Ella seguía mirándolo con su iris y pupila yendo de aquí y para allá. El mundo interno de él, el de ella, el de ambos se proponía revelarse después de tanto suspenso, después de aquel cruce en la librería, y después del encuentro tan hermosamente accidental en la calle. Estaban en la misma baldosa pero algo faltaba. Los metros entre sus pies se habían fatalmente reducido pero los que mantenían la distancia entre sus bocas insaciables todavía no confirmaban nada. Hasta que Germán dio el segundo paso. Su mano izquierda la situó, con cariño pero aún más, con cuidado, en la mejilla derecha de ella. Sol lo esperó, entregada a él, con su corazón entregado. Ya no solo había juego de miradas, sino juego de corazones. Que éste para vos, y que el tuyo para mí. Una brisa se hizo presente, y en ese momento, la besó.

La besó como besan los caballeros, con protección, con cuidado, con disfrute. Y por sobre todas las cosas, con amor. Se entregaron sus vibras y así, formaron un todo. Que mis moléculas son tuyas, que las tuyas son mías. Momento estremecedor, bisagra de las buenas, eso sí. Sol puso sus manos en la cabeza de él y disfrutó de su suavidad. Conexión total, electricidad corporal. Los metros, ahora sí, estaban reducidos a cenizas y ellos también. Fuego aplacado, sus bocas se separaron por unos centímetros y sus ojos se reflejaron más que en un miserable espejo. Se miraron, pero ya se habían descubierto, desnudado, y es por eso que rieron al darle fin a ese beso tan fatal, tan crucial para sus vidas tan diferentes.

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