LA ABUELA ROSITA

Rosita se casó con diecisiete años. En realidad no se casó ella. La casaron, como a tantas otras chicas de su colegio. Se caso- la casaron – cuando aún era una niña y quizás por ello no dejó de serlo nunca.

Con noventa años seguía haciendo las mismas travesuras que cuando salió del colegio. No ser niña cuando debió serlo la hizo niña toda su vida.

Era hija de un conocido escultor de finales del siglo XIX, reconocido internacionalmente.

Sus viajes y constantes estadas fuera de su hogar aconsejaban ingresar a Rosita en aquel prestigioso colegio de monjas. Colegio para señoritas, hijas de padres adinerados y costumbres refinadas.

Rosita, incluso de anciana, siempre fue Rosita y su colegio siempre fue el “Sacre Coeur”, que ella pronunciaba con marcado acento francés, aunque ese, su nombre original, hace tiempo que la institución lo abandonó en la medida en que las monjitas eran ya más nacionales que francesas y lo español debía prevalecer a lo extranjero en los años de la España triunfante. Esa España española, grande y libre.

Cambió el uniforme del colegio por el traje de novia. Preparando su boda más parecía que la vestían de primera comunión cuando la modista la subía al pequeño taburete de su taller y le ajustaba sisas, bajos y hombreras de tan vaporoso y blanco atuendo.

Pedro tenía veinte años más que ella. Treinta y siete años no eran pocos para un caballero de 1910. En su pequeño pueblo ampurdanés Pedro era todo un valor deseable y ya maduro casadero. De familia sencilla pero con tierras, recibió una discreta educación en la capital gerundense. Estaba, pues, dispuesto a emparentar y lo hizo de la manera más provechosa para su familia y para él.

Las tierras de la familia de Rosita adquiridas tras una buena oportunidad comercial, en la planicie ampurdanesa, lindaban con los verdes pastos de la familia de Pedro.

La ocasión de agrandar posesiones no se hizo esperar para los padres de los dos jóvenes, padres que fueron oportunamente presentados entre sí por el notario de la capital a la espera de una suculenta comisión si la unión matrimonial de sus respectivos hijos se hacía realidad.

Así fue. Una delicada merienda en casa de los padres de Rosita, preparada con esmero por madre, tías y un equipo de eficientes sirvientas, fue suficiente y bastó para que la joven pareja acabara aquella tarde con los bollos, el té y su soltería.

Pedro se enamoró de aquel cervatillo surgido del delicado corral francés. Rosita soportó los largos paseos de su corto noviazgo con aquel señor, apuesto alto y elegante y aunque un poco pueblerino para su gusto, pero que estaba a punto de librarla del orden y las aburridas clases de labor, idiomas y caligrafía.

Se celebró la boda. Sus terrenos se sumaron, el patrimonio familiar quedó asegurado y la futura estabilidad económica de la pareja garantizada.

Consolidada la unión cuando Rosita cumplió diecinueve años ya era madre de dos hijos y disponía de sirvientas, comodidades y muchas horas muertas. Se aburría. Quería jugar, bailar, salir. Pedro no. Pedro tenía treinta y nueve años ya maduros. Ordenaba papeles, escribía a máquina, sumaba y restaba rendimientos obtenidos de cereales, pollos y ovejas. Ella cosía y callaba. Él la amaba. Ella lo respetaba.

María, su hermana mayor, era su única escapatoria. Juntas paseaban, se reían y en ocasiones, cuando Pedro las acompañaba a caminar, se diría que jugaban y se reían con él y de él.

Dicen que una tarde, en el parque de la Ciudadela, vieron a Rosita y a María andando unos pasos por delante de Pedro, quemando billetes de peseta que dejaban caer al suelo, mientras que él corría detrás pisándolos , apagándolos , desesperado, al tiempo que las juguetonas hermanas se reían y, regocijadas, se aplaudían la una a la otra tan disparatada ocurrencia.

Rosita jugaba siempre. En una ocasión tomo la escultura de barro que de la cabeza de su marido, Pedro, había hecho su padre, el famoso escultor, y medio tapándola en su cama, conformando el resto del cuerpo con almohadas, congregó a la familia, entre falsas lágrimas, frente a lo que parecía talmente el cadáver de su esposo. El velatorio, con sus candelabros y penumbra, duró toda una tarde hasta que el inocente Pedro, vivo y saludable, entró en su casa volviendo de sus gestiones diarias y contempló lo que hasta aquel instante había sido su propio funeral.

Rosita reía descompuesta mientras el resto de familiares, testigos de la escena, se iban despidiendo entre ellos y volvían a sus casas con la sensación de haber formado parte de una jocosa representación de dudoso buen gusto.

Así era esta mujer, eternamente niña, que en su lecho de muerte, ya con noventa años, aún guiñó un ojo a sus hijos en dos amagos de defunción que resultaron una broma más, segundos antes de expirar sonriendo y haciendo sonreír a los que allí presentes rezaban por su disparatada alma que, seguramente, junto a otras almas juguetonas, se disponía a descansar en paz.

Juanmiguel

20-02-2016

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