Cuando alguien a quien quieres incondicionalmente decide hacer una pausa en el camino, o decididamente cambiar de aires, y con ello, de senda, duele.

Lo primero que solemos hacer es mirar atrás e intentar averiguar qué ha podido suceder; dónde estaba el bache o con qué piedra nos hemos podido tropezar.

Lo segundo es culparnos. Nos culpamos y nos convencemos de que podríamos haber puesto más luz en cada paso. Buscamos el fallo en nosotros.

Al cabo del tiempo simplemente lo aceptamos. Aceptamos que nadie nos pertenece. Que en la vida existen muchos caminos y que cada cual es libre de elegir el suyo, sabiendo que nos podremos volver a encontrar o, por lo contrario, tomar direcciones opuestas. Le deseamos lo mejor y solo nos queda terminar con un “buen viaje”.

Finalmente llega el día en el que entendemos. Nos damos cuenta de que el camino es largo. Esto conlleva pasar por diferentes sendas y cruzarnos con otros.


Entonces, y solo entonces, entendemos que posiblemente existan personas que aparecen para orientarnos, hacernos el tramo un poco más fácil, empujarnos a seguir, y luego soltarnos porque simplemente estamos preparados.

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