La cadencia que corroe el alma
Igualito al ritmo que posee la caída de una gota de agua tras otra, que carcome cualquier material que se le interponga en su camino, así de perseverante e insalvable era la actitud malhumorada y pesimista de Gregorio; que día tras hora se encargaba especialmente de subestimar el accionar emblemático y misterioso de Julieta.
Sus mundos, cegados por la popularidad, casi rozaban el austero e indomable destino del acostumbramiento; desplegaban sus quimeras en cualquier historia que los excluyera sistemáticamente de la intimidad. Él, siempre en pose de macho cabrío y a la defensiva, dispuesto al ataque. Ella, una ternura que se acurrucaba como cochinilla en el escritorio, intentando evadirse de la tortura que suponía escucharlo.
Entre ambos sólo restaba la vieja promesa ante Dios, que los mantenía unidos, sin saber para qué, pero bajo el mismo techo y con el despiadado deseo de que llegara la salvadora y al fin los separara. Ninguno de los dos, se animaba a expresarlo, aunque sus vidas lo clamaban incesantemente.
Julieta soñaba con ser una princesa, con Gregorio susurrándole un mimo capaz de desenrollarla de su orbe pequeñito para transportarla a una estrella; mientras él sólo concebía llegar a fin de mes con un plato de comida bien elaborada esperándolo en la mesa, al regresar del trabajo.
Las faltas de todo tipo y color eran el plato fuerte del día; el bagaje de carencias, ausencias y renuencias, la frutilla del postre. Sin embargo ambos, ponían lo mejor de sí en el platillo de la balanza, con cada intento fallido de renunciar a las negras pulsiones del ego. No hubo pozo ganador de Nochebuena, ni hoguera de San Juan con que purificar las penas, sólo hastío y sed de liberación recorrían la tensa calma.
Los rituales obsesivos compulsivos que cada uno representaban, como legítimo sistema de quitamiedos, los eyectaban a millas de distancia interior; zonas híbridas en las que nunca florecía un beso y sí se plagaban multitudes de desencuentros. Un vocablo que agitaba cicatrices, seguido de un gesto que evocaba decepción, sumado a un reproche que concentraba resentimiento, multiplicados silencios que cortaban el aire por los sinsabores cotidianos de la melancolía… y todo volvía a gemir como cuando estalla una gota de agua tras otra, sin prisa, sin pausa; sin intención de dañar, pero haciéndolo irreparablemente.
Una tarde Julieta se disfrazó de princesa con sus mejores ropas y accesorios; esperó a Gregorio con un banquete para el asombro y, tras compartirlo y brindar muchas veces por el amor, el dinero y el azar, emprendió un gesto muy familiar de cruzar el patio con el fin de ir a buscar cigarrillos a la tienda contigua y nunca jamás regresó. Tras el desconcierto, entre feliz y angustiado de él, que no alcanzaba a vislumbrar ni en sueños aquello que más tarde sucedería, se deslizó la silueta menuda de ella por entre las cortinas, esfumándose como si fuera un hada.
El desconsuelo de Gregorio fue tal, que aún hoy, después de veinte años, sigue preguntando por Julieta en el barrio e imagina su entrada por la puerta grande, con un ramillete de flores en la mano y la algarabía propia de sus ojos, con los que iluminaba el cielo.
Sigue aguardándola, porque sólo con su ausencia comprende cómo se vibra soñando, cuánto se emociona al dar y lo mucho que se sufre la espera.
Tanto aprendió Gregorio en aquellos días, que olvidó compartirlo.
Cuentan quienes la vieron, que Julieta caminó sin rumbo por días, mientras cantaba y bailaba decidida a ser feliz; se sentía libre y se dejaba llevar. Alguien la descubrió tiritando bajo la lluvia, abrazada a un poste de luz, sin aliento. Y la ingresó al nosocomio.
Ahora se hace llamar la princesa del alba y todavía espera que su valiente infante atraviese montañas y llanos para rescatarla. Se pasea mientras recita poemas de amor que cambia por golosinas o monedas con sus loquitos familiares, cuenta historias de pasadas veleidades, mansiones encantadas y exquisitos importados.
Es una apreciada dama, a quien apodaron Dulce, en alusión a su conmovedora ternura. Es el mismo cascabel que repica con su risa sobre las mariposas y hace que todo se vuelva leve y diáfano.
Declara todo el tiempo ser feliz, hace loas a su libertad, se fascina cuando mira la naturaleza y se pierde en la imagen del amor universal. Es raro, pero nunca más volvió a enroscarse como una cochinilla, tampoco a mixturar las letras para decir Gregorio.
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Congruencia
Mandinga se guarecía entre las almenas escudriñando el trapiche, mientras esperaba al sochantre, para llevar a cabo su venganza.
Pretendía arrebatarle el don de su armonía; encolerizado por saberlo dueño de la finca y sufriendo el destierro a la fragosa, como carcoma urdió con obstinación y planificó su final.
Dejó a los pies del sésamo una paila y un almirez repletos de guarapo y malvasía, con los que imaginaba atraerlo a las mieles de la parca.
Sochantre, precaviéndose de mandinga, se hizo presente convertido en falena y como tal, se deleitó libando los dulzores, al mismo tiempo que esquivaba cada uno de los trallazos con los que intentaba aniquilarlo.
Con una de sus alas y la fuerza de la gloria torció el curso de la tralla, que hundiéndose en el pecho de mandinga lo desparramó sobre las cañas, metamorfoseándolo con el golpe en una multitud de sinsontes, que hasta hoy merodean Las Tunas y embellecen con sus trinos el lugar.
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Obstinado presagio
Miranda odiaba las motos, el solo rugido del escape la sumía en un profundo pánico; era inimaginable para ella treparse al pequeño endriago, ni siquiera volteaba la mirada para curiosearlas. Nadie comprendía el porqué de sus repulsiones. Su corazón seguía latiendo el trágico dolor del púber y desangrado amor. Ni el paso del tiempo, ni las nuevas sonrisas consiguieron desdibujar las llagas de tan hondo pesar.
Su primogénito, y único hijo, veinteañero palpitaba por sus venas un sostenido apasionamiento: la fascinación por las motos. No hubo razones posibles que lo hicieran cambiar de parecer y junto con la mayoría de edad llegaba su ansiado ciclomotor.
Fueron pocas las horas que Jony disfrutó de su preciado tesoro, en un abrir y cerrar de ojos todo se había transformado en destrucción. Nada quedaba allí para rescatar la materia que vivifica el alma. Las lágrimas de Miranda lavaron infinitas veces el rostro frío de su siempre niño.
Las encrucijadas del itinerario la enfrentaban por segunda vez a la desolación. Sin oponer resistencia, tomó sus ahorros, adquirió la cilindrada más alta que había en el mercado y voló exactamente a la misma estrella que habitaban Jony y Alex, con la vehemencia de haber cumplido satisfactoriamente su misión: esta vez ya nada más podría separarlos.
El hilo invisible que separa la vida de la muerte y la cotidianeidad de la locura es tan sutil, que un instante de gloria o de espanto pueden transformar inexorablemente, para bien o para mal, toda nuestra existencia.
……….
De tí o te dí
Sobre tu tumba yace erguida mi tristeza, sedienta de atrapar tu último suspiro; no se deja convencer con tu ausencia y sigue allí, exaltando la bohemia de un amor que insiste en no darme tregua.
Si pudieras verte en sus manos, como yo te veía; si lograras descubrirte en su sonrisa, como yo te descubrí…Ten por seguro que no existiría oscuridad imposible de vencer con el brillo de sus ojos, cuyas raíces han sido cinceladas con tus lágrimas.
Macabro destino, no te comprendió… Exigente vida que se encaprichó en mostrarte sobre qué trata el amor. Insensibles almas, que se confabularon castigándote con la máxima y peor condena: la indiferencia. Insuficientes mis ganas, que no han podido movilizar tu corazón para liarlo al mío y que no me dejaras.
Y pensar que estarás convencido de haberme dado nada… En la maleta te cargaste hasta las últimas culpas por deberes incumplidos. El hartazgo de absurdos reproches, que ponían en duda tu hombría de bien y el egoísmo que no entendió de inciertos cuando asomaba un ser a la vida.
La razón se dejó argumentar por mentiras del deber ser, el corazón se debatió a duelo con el “qué dirán”; y de tanto en tanto un susurro de ternura, que pedía a gritos sentirse venerado, terminaba evaporándose. Y nuestras charlas, escondidas del status, fascinadas en el valor de lo justo, lo bello y lo bueno, se transformaron en una cuestión casi de estado.
Mi alma nada sabía hacer mejor que amarte. Nada más sentido que dibujarte Cupidos en la piel. Nos podíamos perder en el tiempo, tu boca en mis labios, mi sangre alborotando tu ser. Mientras el tirano, que se mofaba de la existencia de nuestras auras fundidas, daba rienda suelta a la osadía; desperdigaba la rebeldía necesaria hasta dejarnos atrapados en el vacío existencial del sálvese quien pueda.
Mi vientre, ávido de tu apego, incubaba el milagro de clonar tu sonrisa en ese pedacito de aliento que presagiaba jubilosos nuestros días.
Y ya ves, escogiste quedarte con mi tristeza rondando tus cenizas, con tu honrosa impotencia de no haber escuchado su balbuceo rogándote que lo quieras.
Sobre tu tumba yace erguida mi tristeza, sobre mi historia tu presencia.
Este rey mago que posa tu néctar por mi savia, cómplice de mí…
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