​Cuando el Sol no quiere ir al kiner

Un día la princesita Mino no quería levantarse para ir a la escuela. Y entre minutos acelerados, una blusa del uniforme, calcetines que combinan y una pequeña falda azul; su mamá la vistió. Se escuchaban sus bostezos muy seguido, apenas podía mantener los parpados escondidos. Mamá la abrazó, fuerte y la baño con un poco de agua caliente. Terminaron ambas mojadas y apresuradas por salir de casa.

Al fin rumbo a la escuela La princesita observo por la ventana con mucha atención la luz que había en el cielo y pregunto:

  • Mamá, ¿Ya es de día?
  • Sí princesita ¿por qué?
  • ¿Entonces, por qué el sol se esconde detrás de las nubes y luego sale de nuevo?

Respuesta 1

Una mañana el sol estaba en casa de su mamá y de pronto sonó el despertador de las 5:00 am. La mama del sol se levantó de la cama y corrió con el sol a darle un beso de buenos días, y a avisarle que era día de kiner.

El sol debía levantarse cada mañana para ir al kiner.

El sol dormía en una habitación llena de estrellas, su cama era de cielo y las nubes eran sus cobijas. Al sol le gustaba mucho sonreír todos los días. La luz de sus ojos salía cada mañana, tras las montañas. Horas después se dirigía a jugar y aprender muchas cosas en el kiner.

El kiner era un lugar precioso cubierto de flores, árboles y pasto verde. Dentro de ese lugar le esperaba su maestra; ella era muy linda y amable. Amaba al sol, así como, a todos los amigos del sol; que también cada mañana obedecían a su mamá y se levantaban para ir al kiner.

En el kiner, el sol y sus amigos ponían mucha atención a su maestra que les enseñaba todos los días cosas nuevas; les enseñaba a escribir, a leer, les mostraba colores nuevos, nombres de cosas y en ocasiones los dejaba tomar masilla de colores para hacer esculturas.

Otras veces les daba un poco de polvo de colores con brillo, para que decoraran sus trabajos, que llevarían a casa a la hora de la salida.

Su estancia en el kiner no duraba mucho; por eso el sol debía aprovechar el tiempo ahí, y sonreír mucho, no había tiempo para llorar ni para tener miedo.

En ese lugar el sol y sus amigos comían comida muy rica; preparada por algunas mamás de sus amigos que sabían cocinar rico.

El sol todos los días, salía a las mesas que compartía con todos. Tomaba su plato y su baso para acabarse todo lo que le daban.

Antes de ir al comedor compartido, el sol debía ir a lavarse las manos con agua y jabón, para quitarse la tierra de entre los dedos. Pero sin olvidar hacer fila, para respetar a sus amigos y que no se enojaran con él.

Después de comer, él sol salía a jugar con todos sus amigos, tenía muchos minutos para salir al patio a ver las flores; sin cortarlas. El solo las olía y caminaba sobre el pasto que no tenía letreros de “no pisar”.

Había lugares en el patio a los que no podía ir, y él siempre obedecía a la maestra. Cuando ella decía que no corriera no corría, cuando ella decía que se sentara, lo hacía y cuando se escuchaba la campana; él sol regresaba al salón de clases para seguir aprendiendo, y llegando a casa contarle a su mamá todo su maravilloso día.

Algunos días iba un maestro que les enseñaba a divertirse más. Les enseñaba a mover su cuerpo de la cabeza a los pies con aceite de iguana, y a cantar y bailar como utensilios de cocina.

Era muy veloz y hablaba muy divertido. Les daba instrucciones de nuevos juegos, les prestaba pelotas, cuerdas, conos y muchas cosas más.

A esa clase debían llevar tenis para sentirse muy cómodos y disfrutar de todos los juegos que hacían.

Era muy importante que el sol jugara con todos sus amigos, que los ayudara y que los respetara. Eso se llamaba trabajo en equipo y la clase del maestro no podía ser divertida sin el trabajo en equipo.

Pero el sol siempre era bueno en esa clase, y también en la clase de matemáticas. Ya casi sabia contar hasta diez, cuando había más números que contar después del diez él prefería mejor decir “todos”.

Cuando el sol se portaba bien y su mamá tenía monedas, recibía una moneda grande con la que podía comprar cinco dulces pequeños o dos grandes, pero los dulces, aunque era deliciosos, el sol no debí comer tantos, porque los dulces también sentían.

Cuando el sol mordía muchos dulces se enojaban y peleaban con los dientes del sol, hasta hacerlos llorar.

Entonces el sol tenía que ir al dentista. El dentista era un hombre bueno que hablaba con los dientes y los dulces para que se contentaran y, aunque después de ir con el dentista, no podía seguir comiendo más dulces; el sol entendía que era porque los dulces estaban enojados, y por eso debía esperar sin volver a comer tantos.

Sus dientes eran hermosos y no les gustaba que los dulces pelearan con ellos, porque los lastimaban.

A la hora de la salida el sol esperaba paciente a que pasaran a recogerlo al kiner una señora muy cariñosa llamada “nena”.

Cuando la nena pasaba por él, debía de esperar un poco a que la maestra le diera la indicación de salida. Cuando el sol escuchaba que la maestra le decía que podía salir, acomodaba su silla donde se sentaba y salía sin correr a la puerta del kiner.

La nena lo cuidaba y le daba de comer mientras la mamá del sol salía del trabajo.

Ella tenía que trabajar mucho para que el sol pudiera ir todos los días al kiner, comer rico y divertirse mucho.

El sol también tenía un papá que lo amaba mucho, pero por alguna extraña razón; que por ahora no entendería el sol; su papá tenía que trabajar lejos, y no podía levantarse con el sol en las mañanas. Pero lo hacía porque lo amaba mucho y quería que el sol sonriera siempre, siempre.

Cuando sonaba la segunda campana del día, el sol salía del kiner de la mano de la nena y caminaba un poco hasta llegar a la reja del kiner donde su mamá trabajaba. Ahí, él sol le regalaba un beso a cambio de uno de ella. Le decía que se había portado bien o a veces bien mal, pero siempre le decía la verdad.

Su mamá sonreía mucho al ver que llegaba la hora en que vería al sol otra vez. Al dar la hora de la segunda campana su mamá corría a buscarle por la reja.

Los besos para el sol, eran como chocolates que se comían sus cachetes y eso ayudaba a que el día del sol fuera más lindo.

Por ese camino, pero un poco más adelante había una plaza con columpios y tras esos columpios bajo un árbol grande, en ocasiones estaba su papá.

El sol debía saludarlo y abrazarlo porque cada abrazo que daba o recibía, el sol; hacia que su día fuera más feliz.

El sol vivía muy feliz siempre. Entre abrazos de felicidad, besos de chocolate y flores en su kiner, nada podía ser más hermoso y divertido. Pero había días en que el sol no quería levantarse y por más que su mamá le decía que se levantara; el sol estaba muy cansado y no quería levantarse de la cama de cielo. Entonces cubría sus ojos con las cobijas de nubes y se escondía y se escondía. Su mamá le insistía y lo abrazaba para llevarlo a la regadera de agua calientita o para cambiarlo de ropa para ir al kiner. Pero muchas veces el sol se enojaba y lloraba.

Su mamá lo quería mucho y quería que él disfrutara de todo lo maravilloso que era el kiner y que recibiera estrellas en su frente por ir al kiner todos los días. Por eso el sol debía levantarse.

El sol era muy obediente, pero a veces se le olvidaba y por eso mamá tenía que recordarle.

Algunas veces era necesario que todos le hablar al sol y le dijeran “- ¡sol!, ¡sol!, ¡sol!, ¡despierta!, ¡levántate sol!, ¡vamos al kiner!, ¡vamos!, ¡vamos!, será maravilloso!” ….

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