“¿Te vas a quedar parado ahí, observando cómo todo se viene abajo?” Eso y algunas cosas más le dijiste, pero él ni te miraba, apenas sí escuchaba cómo la pila de hojas terminaba de derrumbarse. Todo lo que te devolvía era una nuca altanera que solo conseguía aumentar tu furia.

No te quedó más que agacharte y empezar a recoger los cientos de hojas desparramadas por el suelo y la mesa, con la vana esperanza de que reordenarlas no resultara tan difícil. Entonces, tus ojos, con la sabia autodeterminación que tienen ciertas partes del cuerpo, se llenaron de lágrimas, buscando impedirte que tomar conciencia de que, además de desparramadas, las hojas de tu novela, con la que soñabas ganar el mismo premio que tu abuelo, estaban desgarradas, unas, meadas y cagadas, otras.

“¿Te vas a quedar parado, ahí, observando…?”, le repetiste, pero Sebastían seguía sin mirarte. Te ignoró, se lamió una pata y, entre ronroneos triunfantes, comenzó a acicalarse. Sabía que lo que había hecho era por tu bien, que, como reconocerías años más tarde, eso que habías escrito y ahora tapizaba el piso de la habitación era una porquería impublicable. y que lo sucedido te obligó a empezar de nuevo, esta vez sí, demostrando que el genio de tu abuelo te había sido legado.

Esta y otras cosas más me contó Sebastián, no solo de tu vida, sino de la vida de otros cientos de humanos, a quienes ha acompañado desde que fue desterrado a este mundo, y que me ha sido permitido reproducir, de a poco, como una novela en episodios sobre la vida de ciertas personas que anónimamente marcaron una diferencia.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS