Historias de amor en un mundo apocalíptico. Capitulo 2

Historias de amor en un mundo apocalíptico. Capitulo 2

~ ROMA ~

Roma no solo fue mi hermana, fue amiga y compañera, con la que tuve la suerte de compartir esta miserable vida, hasta el día que desapareció.

No recuerdo ni un momento de silencio en la casa familiar. Las pocas discusiones que tenían mis padres, eran sobre la lucha por apagar el hilo musical de casa para que mi padre Gabriel pudiera leer relajado, sin que se entrometieran las notas musicales entre sus letras. Yo solía estudiar en la biblioteca para buscar un poco de tranquilidad. Por ese motivo, pasé el resto de mi vida buscando momentos de silencio. Mi vida era fácil. Éramos una familia sin problemas, hasta el día que nació ella, Roma. Fueron años muy difíciles para todos. Yo era una mujercita de veintidós años cuando nació Roma y tuvimos que lidiar con el sufrimiento de ver a esa bebita luchando con una enfermedad que la debatía entre la vida y la muerte. Su infancia fue muy difícil a causa de una patología nada común, con mucho esfuerzo y sacrificio consiguió vencer la enfermedad. Eso hizo que se convirtiera en una persona capaz de todo, libre y valiente. En cambio, a nuestra madre le debilitó demasiado, no estuvo a nuestro lado por mucho tiempo. Mi madre era una mujer fuerte, con salud de hierro y grandes huesos. Lidia García no se rendía ante nada. Desde muy pequeña el mundo de la música entró en su vida. Lidia tenía un sueño, poder cantar a miles de personas que su voz y sus canciones movieran el alma de la gente. De adolescente, deseaba ser una famosa estrella del pop. Cuando pasó la mayoría de edad, quería innovar con sus melodías en el panorama musical. En la edad adulta, luchaba por no caer en la tristeza al no haber conseguido alcanzar su sueño. Al final, se resignó y disfrutó haciendo lo que más amaba. Supo bajar al ego de un escenario repleto de multitudes que solo existía en sus sueños y ser feliz cantando acompañada de una guitarra, en pequeños teatros, en un íntimo encuentro con personas que sabían apreciar el suave tesoro que tenía en la garganta.

Los primeros empujones de Roma por querer escapar del vientre de nuestra madre, fueron en plena actuación. Unas suaves contracciones la hicieron desentonar en más de una ocasión, hasta que una intensa y desgarradora contracción le hizo irse rápido al hospital y dejar al público plantado. Nació con prisa, de la misma manera que vivió la vida. Ni siquiera cuando tuvo en su mano la eterna juventud, fue capaz de aminorar el paso. Mi hermano Pablo y yo, estábamos como locos de emoción por conocer a nuestra nueva hermanita. Era el bebé más hermoso que nunca vi y nunca volví a ver. Rosa y perfecta. Suave y dulce. El mejor regalo que puede hacerte una madre. Hasta entonces, mi vida había sido un remanso de paz salpicados por unas cuantas lágrimas de amor. Todo iba bien, mi padre Gabriel era un renombrado oncólogo con éxito, mi madre por fin amaba de una manera pacífica su profesión, mi hermano era un niño de un carácter que hacía las envidias de todas las madres y mi paso por la facultad era sobresaliente. Roma trajo el amor a nuestras vidas, pero también un dolor muy intenso, ese dolor fue un muro infranqueable para Lidia. Toda la fuerza que la caracterizó a lo largo de los años, se consumió en la lucha de la enfermedad de su pequeña hija. Pasaron años visitando médicos, probando nuevas medicinas, viajando por varios países y consultando a los mejores médicos. No escatimaron en tiempo ni en dinero. Lidia apartó la música de su mundo, su voz se apagó. Solo emitía leves gemidos y sollozos de dolor que yo podía escuchar desde mi habitación, en las noches donde el amargo silencio imponía su ley. La oscuridad entró en nuestras vidas. Lo que nos mantenía con esperanzas, era ver la pequeña y perfecta carita de Roma con vida. Era una niña con ansias de vida que no se doblegaba a una enfermedad que ella con su límpida inocencia no entendía. Con mucho esfuerzo de años, trabajando por su salud, esa pequeña niña llegó a la adolescencia escalando todos los obstáculos y convirtiéndose en una bella y delicada flor. La hermosura de sus facciones equilibradas y su piel de aceituna me emocionaban cada vez que la miraba, daba gracias a la vida por tenerla un día más entre nosotros. El sentimiento de protección que sentíamos todos por ella, en vez de convertirla en una persona miedosa, hizo de Roma un ser con una enorme seguridad y un gran corazón. Mi madre, la pobre, durante esos quince años de lucha fue alimentando con su pena, un cáncer devorador.

Si no fuera por las fotos en papel que todavía conservo, creo que hubiera olvidado todos esos rostros que vinieron a recibirme esa tarde. Gracias a estas fotos, puedo ver la mirada feliz de Aaron antes de tener que luchar tanto, no sabíamos el gran precio que pagábamos por la inmortalidad y lo mucho que tendríamos que luchar. Recuerdo que me gustaba mucho escribir. No escribía novelas, ni poesía. Lo que perseguía era plantarle cara al olvido con dagas de tinta. Gracias a esa afición, hoy te puedo leer relatos de mi vida antes del 2082, año en el que decidí implantarme el chip de grabación. A partir de entonces, puedo volver a ver todo como si estuviera allí. Te preguntarás si tengo todo grabado en el mismo chip y como no me vuelvo loca.

—No me pregunto nada, todo es nuevo para mí —“Nos quedamos en silencio un momento. A mí también me gustaría saber quién es él. Me encantaría ser yo, la que escuchase su historia, seguro que tiene cosas fascinantes que contar. Solo por eso me quedaría un día más en este maldito planeta.”

Cuando salió el revolucionario sistema de grabación ocular, todos los datos los teníamos almacenados en el chip de nanotubos que nos implantaban en el cerebro, toda nuestra vida era grabada a través de unas minúsculas cámaras que ponían en nuestros ojos. Ha pasado demasiado tiempo y como toda tecnología ha cambiado exponencialmente. Todos nuestros recuerdos van a pasar directamente a Ecxsos, es la central que monitoriza toda nuestra vida. Yo lo llamo chip, pero es una palabra obsoleta. Lo estuvimos utilizando durante mucho tiempo. Siguiendo la ley de Moore, el chip se hizo demasiado grande para un mundo que empezó a trabajar desde lo más pequeño. La gran era cuántica nos tuvo a la gran mayoría absolutamente fascinados e incluso cegados de las grandes desgracias que nos estaban por venir.

Viendo estas fotos y estos diarios me entran ganas de hablarte un poquito más de esa época en la que fui tan feliz.

~ ALBERT ~

Nací un 2 de julio del año 2012. Gordita, morena y con mucho pelo, en un país que hoy no existe y que fue mi patria y la de toda mi familia durante mucho tiempo. Un lugar alegre y desordenado, uno de los países integrantes de la también desaparecida Unión Europea. España, el lugar preferido de los turistas, con su apacible sol y su gente risueña. Todavía recuerdo, esas tardes deliciosas de primavera, sentada en una terraza compartiendo con mis amigas una cerveza. Todo parecía fácil, aunque nos había tocado vivir una época difícil, según decían los mayores. Pasé mi infancia y juventud en una ciudad llamada Madrid, era una típica ciudad europea, llena de edificios altos, miles de automóviles humeantes y millones de personas compartiendo el mismo aire contaminado. Por aquel entonces, el clima todavía nos dejaba vivir apaciblemente, los inviernos eran largos y fríos y los veranos te invitaban a salir a pasear. Decidí seguir la tradición familiar. Comencé a estudiar la carrera de medicina, influenciada por mi abuelo y padre, que eran médicos. Desde que yo era muy pequeña, ya guiaron mi camino hacia la medicina. Comencé la facultad y conocí a Albert. Todavía recuerdo el primer día que le vi. Estaba en la biblioteca, tan concentrado en su lectura que no se dio cuenta de que le observé todo el rato que permanecí allí. Yo estaba sentada a una mesa de distancia de la suya, con un libro tapando mi cara pero no mis ojos. Sus rasgos eran suaves como una estatua de un dios griego, sus ojos estaban atrapados en una melancolía eterna. A pesar de la distancia, pude apreciar sus pestañas negras y densas, le daban un divertido toque femenino. Su cabello era castaño claro, denso. Y mis dedos deseosos de perderse entre sus ondas. Fueron tiempos hermosos, aunque en mí se albergaban miedos e inseguridades, causa de mi inmadurez, estaban llenos de inocencia y excitación. Recuerdo que todas las tardes al salir de clase, iba corriendo a la biblioteca a ver a ese muchacho que me había creado tanta fascinación. Así pasaban los días, él absorto en sus libros y yo en sus ojos. A veces tosía, otras veces tiraba algo al suelo para hacer algún ruido que despertara su interés, movía la silla bruscamente… y lo único que conseguí fueron unas cuantas caras de molestia. Después de tres meses de intensivas visitas a la biblioteca, hubo un día que decidí acercarme para hablar con ese chico sin nombre. Lo tenía todo ensayado, me inventaría tener que hacer una encuesta para un trabajo de la universidad. Cuando le vi recogiendo sus libros, mi corazón empezó a agitarse. Rápidamente, intenté guardar mis cosas en la mochila, con la torpeza producida por los nervios, se me cayeron los libros, recogía uno y se me caía otro. El estuche se abrió y se salieron todos los bolígrafos. Entonces él se acercó a mí, en silencio comenzó a recoger mis cosas y me sonrió tiernamente. Quería morir allí mismo de vergüenza, quería abrazarlo y decirle que le quería. Tanto ensayar una encuesta imaginaria para decirle solo un tembloroso —Gracias ­–– Al día siguiente, llegué antes que él. Impaciente por verle, iba dispuesta a ser valiente. Todavía cogiendo fuerzas para poder hablarle me llevé una gran desilusión, pude ver desde la ventana a una rubia estirada y demasiado maquillada plantando un beso en la boca de mi dios griego. Esa rubia era una compañera de clase, ella era mayor que yo, me sacaba solo dos años, pero a mí me parecía toda una mujer a la que era difícil rivalizar. Ahora me río ¡Qué son dos años en mi vida, de un tiempo que se me hace infinito! En ese momento yo era una flor recién nacida. Los días, las horas, los minutos… los vivía de una manera especial y novedosa. La vida era una explosión de sentimientos nuevos y encontrados.

Yo era todo lo contrario que esa chica, las dos éramos guapas, pero ella era muy llamativa. Mi cabello era castaño y liso, como las indefensas damiselas de las historias medievales, en cambio, mi rival tenía una melena rubia de esas que hacen girar los cuellos de los hombres. Mis ojos color caramelo, palidecían ante sus ojos felinos. Mi imagen ha cambiado mucho desde entonces, mi rostro tenía las imperfecciones típicas de un humano que no ha sido modificado genéticamente. El rostro era más ovalado que el de ahora, con suaves y redondos mofletes que se dejaban enrojecer con facilidad y los labios rosas y perfilados. Los ojos almendrados, tenían el brillo de la ilusión y la sorpresa. Muchos años después, mis ojos expresarían sabiduría para terminar en lo que transmiten hoy, vacío. Trato de explicar los primeros años de vida tal y como los sentía con veinte años, con ese toque romántico y cursi que luego se pierde y que tanto se echa de menos. Parece increíble, pero al pasar más de cien años otro amor pasional y casi adolescente entró en mi vida. Un amor tan grande que perdura hasta el día de hoy. Pero esa historia te la relataré más adelante.

Esa noche lloré en mi cuarto, creyendo ser la mujer más desdichada del mundo. Me deleitaba en mis propias lágrimas. Yo era la protagonista de una tragicomedia, era la primera vez que me enamoraba y aunque estaba triste, en realidad era feliz por sentir todo eso, y solo lo sentía yo, o eso nos parece cuando estamos enamorados. Pasó el largo invierno, estuve muy ocupada entre exámenes y trabajos. Dejé de visitar la biblioteca y mis escasos y cortos encuentros con Albert no dieron ningún fruto. Y llegó la primavera…

El césped todavía estaba húmedo por el rocío, los primeros rayos de sol acariciaban mis pies desnudos, jugueteaba con ellos mientras sentía el placer de la hierba entre mis deditos regordetes. Me encontraba sentada en uno de los jardines de la facultad repasando por última vez los apuntes para el examen, cuando escuché una voz que me hablaba.

—¡Vaya! Estudias biofísica, una de mis asignaturas preferidas, pero muy difícil, sobre todo para los que acabáis de empezar la carrera —Por fin escuchaba su voz —. Me llamo Albert ¿y tú? —dijo amablemente.

—Abril —dije bajando la mirada.

—¿Te está gustando tu primer año en la facultad? —preguntó sonriendo. Yo estaba tan nerviosa que no sabía que contestar.

—Bueno, no demasiado —qué clase de respuesta era ésa, pensé –. En cuanto le coja el ritmo seguro que le empiezo a coger el gusto —intenté arreglar.

—Si necesitas ayuda en alguna asignatura yo te puedo ayudar.

La cabeza me daba vueltas y las manos me sudaban. Llevaba el pelo peinado hacia atrás. Pude observar su piel perfecta, lo tenía tan cerca que casi le podía oler. Sus bellos ojos eran marrones con briznas de color verde oscuro, adornados por unas ligeras ojeras que le daban un aire intelectual, enmarcados con unas pobladas pestañas. Estaba loca por él. Estuvimos hablando durante un largo tiempo, así que perdí la última oportunidad de sacar una nota alta en el examen, pero que más daba, no había nada tan importante como estar con Albert. Me invitó a una fiesta que hacían unos amigos suyos en una casa, nos dimos los números telefónicos y así comenzó nuestra historia de amor, porque antes solo había sido mía. La verdad, es que recordaría poco de esta historia si no fuera por la costumbre de escribir en un diario, todavía sonrío cuando leo esos sentimientos tan puros que nacían de mí.

Albert, en esa época, era un chico de veintidós años. Le recuerdo feliz y despreocupado, siempre amable. Venía de una familia catalana acaudalada, tenían una empresa farmacéutica que trasladaron a Madrid por los problemas acaecidos hace unos años por el avivado y deseado independentismo catalán. Vivía en la zona norte de Madrid no muy lejos de la casa de mis padres, así que empezamos a vernos casi a diario. Al principio, él no quería tener una relación siendo tan joven, pero hay veces que el corazón te lleva por caminos que tú no eliges y así fue que al poco tiempo de terminar nuestras carreras, nos vimos metidos en un matrimonio. Me quedé embarazada de mi hijo Aaron y nuestra relación dejó de ser pasional y romántica. Su espíritu de solitario, le empujaba a separase cada día más de mí. Yo sabía que él tenía ansias de tener otras experiencias y en el fondo de mi dolorido corazón lo entendía. Habíamos comenzado demasiado pronto una relación. A mí, ni siquiera me había dado tiempo a probar otros labios, estaba tan enamorada de él, que no lo necesitaba. Aun así, sus ganas de soledad y las mías de libertad, chocaron irremediablemente hasta convertirse en una realidad.

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