Tulipanes amarillos

Tulipanes amarillos

Ignacio Parra

13/05/2017

Primera parte (de cuatro maravillosas partes)

A Marcos le dolían las pelotas. No era un dolor agudo. Era un dolor pesado. Como si se le inflasen y cada vez pesasen más y más y más y tirasen de él y más. Siempre le sucedía igual. Siempre en la caja registradora. Siempre. Puestos a elegir, en el almacén estaba a gusto un buen rato, hasta que sudaba con el calor de la calefacción junto a los encurtidos y tomates en bote. Y luego deseaba encerrarse en la pescadería y raspar las escamas de algún pescado sin tener ni pajolera idea de lo que realmente estaba haciendo. Pero luego quería estar en la caja. Aunque la caja cansaba la cabeza, la agotaba, la absorbía, no podía pensar. Era una puta máquina de robar el tiempo. Y de repente ya estaba todo hecho y Marcos no había estado nunca allí. Tan cansado como si hubiese trabajado 132 horas y solo llevaba cuarenta minutos. Lo compensaban las sonrisas, y las piernas, y escotes. Pero le hundían los humanos, y sus apéndices y extremidades y los ancianos, y los borrachos, y las encalladas manos, y la gente y la gente y la podredumbre y querría volver a salir o quedarse allí para siempre, perdido en una bonita sonrisa. Pero le dolía el estómago, un rubor en las mejillas, un sofoco instantáneo, una sacudida en el centro mismo de su granate estómago. Pero últimamente le dolían las pelotas y no le disgustaba tanto la gente. Un somático dolor de cojones, quizás algo pavloviano. Su cabeza, aquella puta mentirosa y tramposa e inoportuna.

Estuvo un rato mirando unos ojos azules, claros, preciosos y entregó el cambio y sintió nauseas mientras se tocaba la ingle tratando de aliviar el dolor. Sólo era una persona. Joder, hasta pensó en pegarse las pelotas con celo al cuerpo, a ver si así dejaban de tirar hacia abajo. Entonces desaparecía la cola como en un suspiro y dejaba al cajero de la principal a solas, al cajero de la caja veinte. Y salía a hacer alguna faena de tienda. Alguna tarea como reponer, encarar, prescribir o beber a escondidas en el servicio a domicilio y pasarlo a roturas. Y luego, con aquel amargo sabor a cerveza en la boca y aquella interminable jaqueca, miraba asqueado a las personas. Pero era cosa de su cabeza. Se estaban volviendo a convertir en unos auténticos extraños. Los dos: Marcos. Siempre lo había sido. Pero ahora estaba volviendo con fuerza. No dejaba de plantearse lo que había dentro de aquellos: sus órganos, su grasa, sus tendones. Y luego, cuando llegaba a la conclusión de que solo eran partes unidas magistralmente, les odiaba, todos le caían mal. Y eso le irritaba, porque pensaba que nunca podría tener un amigo de carne y hueso, y que nunca podría tener a alguien en su cama.

Los humanos, como individuos, le asqueaban, pero le apasionaba la humanidad. Era la misma dualidad que sentía cuando oía hablar de David y el gigante Goliath. Marcos pensaba, joder, qué bueno que un enano le suelte una pedrada a un tío y todo el mundo le vitoree y le envuelvan en seda, en oro y lo acunen y le adoren y le den un sueldo de por vida y abono al fútbol. Y sólo era un enano. Pero lo cierto es que también le asqueaba que un ser humano pudiese ser gigante. Y si Goliath hubiese partido en dos la cabeza de aquel renacuajo y se hubiese bebido un chupito en su cráneo, también le hubiese aplaudido. Y él se hubiese sumado a cualquier celebración y se hubiese apuntado a la orgía y a la bebida. Y la humanidad era elegante y gloriosa y los seres humanos gilipollas. Pensaba que era seguro que ese tal David y aquel gigante fuesen gilipollas. Estaba convencido de que lo eran. Y probablemente le hubiesen caído mal y se hubiese bebido una cerveza con ellos, esperando el momento de la pelea. Y no hubiese lanzado piedras. La hubiese perdido con la dignidad del vapuleado, del ensangrentado y entumecido rostro perdedor. Pero la humanidad era gloriosa. Era cosa de filósofos, todos decían: el hombre es malo o bueno por naturaleza, cuando veían al bueno, al feo y al puercoespín. Pero él había llegado a su propia conclusión: el hombre es gilipollas por naturaleza. Así que, tras una frágil apariencia de débil humanidad, en el fondo, y en el fondo y muy en el fondo, por ahí por dentro, más a la izquierda, y a hora a la derecha y otra vez al fondo, todos eran iguales, todos eran gilipollas.

Al final ya no sabía si era cosa de huir. Quizás huir era la solución. Encerrarse como un ermitaño con reservas suficientes de alcohol como para sobrevivir doce vidas y dos tercios. Y no llevarse espejos. Jamás. Pero luego recordaba las piernas, y las sonrisas y los paseos y a aquella mentirosa de su cabeza, que lamentablemente, le acompañaría sí o sí. Y con ella la humanidad y los espejos. Al final todo era cuestión de sobrevivir en la gran ciudad valenciana y sobrevivir y sobrevivir. A Marcos le hacía gracia aquel dualismo, aquel quiero y no quiero y lo vuelvo a querer y me voy pero me quedo. Era como un chiste negro, un chiste de algún tullido. Un chiste que, o le hacía gracia y le daba pena, o le daba pena pero le hacía algo de gracia. Pero le sacudía el estómago de nuevo. Porque en el fondo, eligiese cualquier opción, Marcos era uno más, Marcos era un gilipollas al que le dolían las pelotas.

Segunda parte (de cuatro odiosas partes)

Marcos se escabulló por el pasillo de los yogures evitando a sus compañeros.

– ¡Marcos! ¿Dónde estás? – gritó una.

– ¡Tirando la basura! – respondió. Pero algún otro ya la había tirado.

Así que los últimos cinco minutos se movió rápidamente por la tienda fingiendo hacer cosas mientras los demás terminaban de recoger las secciones y encarar los pasillos. Una tienda de diez.

Dispuso una camiseta sobre su piel anaranjada y la camisa del uniforme en la mochila. Debajo vestía un enorme llavero con trescientas cuarentaiséis llaves inútiles colgando, junto al cúter, de su pantalón oficial.

Salió a la calle y respiró su tabaco mientras alguien le saludaba o le palmeaba la espalda o trataba de ser amable. Pero Marcos respiraba tabaco y creaba figuras por el aire, soplando. Llenó su cuerpo de humo y lo expulsó como una chimenea. Dos hombres esperaban en la esquina. Marcos les miró. Estaban gordos y calvos y blancos y pesados y sonrientes y casados y con anillos en los dedos y camisas sobre sus tripas y sonrisas en sus caras otra vez. Marcos tenía veintitantos años y era espigado pero algo robusto.

Aquella imagen le creó una extraña sensación abdominal y un hormigueo en los antebrazos y acudió, raudo, al bar de siempre. Bebió sin hablar con nadie hasta que el local comenzó a llenarse. Pretendía buscar alguna aventura pero todavía no era el momento. Apuró una cerveza sin degustarla y se marchó relamiendo la espuma de sus labios.

El cajero siguió bebiendo en un bar que hacía esquina. La camarera era guapa y fea a la vez. Dependiendo de cuanto tiempo estuviese Marcos mirando y escudriñando su atractivo y sus rasgos. Marcos odiaba aquellos detalles, prefería pegar un vistazo rápido, pero no sabía hacerlo. Así que ella siguió siendo guapa y fea. Pero cada vez más fea, hasta que solo fue fea. Bebió hasta ser incapaz de ver aquellos detalles y se marchó a un pub cercano, acompañado de un cigarro. Por eso no podía mantener una relación, por eso no podía tener amigos, se dijo, porque acababa viendo sus detalles y analizándolos hasta la saciedad, repetía su cabeza.

Gente de su edad y menos y más. Y esa gente iba dejando de ser seria y empezaba a bailar y a restregar sus cuerpos como palos en aras de un fuego humeante. Miró a las mujeres buscando que alguna se fijase en sus verdes ojos o en su juvenil aspecto. Pero las mujeres no eran fáciles a esas horas y Marcos siempre lo era. Así que siguió bebiendo.

Ella era hermosa y humana. Y lo segundo, ay lo segundo, no le gustaba tanto a Marcos y comenzó a respirar muy fuerte, alterado e inquieto. Ya volvía aquella sensación. Los antebrazos, el calor. Ella le miraba y él no la veía. Y en su cabeza venía aquella idea de nuevo, como una marea brava y amenazante, al límite de arremeter contra aquel endeble castillo de arena que se iba a diluir en unos minutos. Entonces la besó rápido y ella respondió. Y por un segundo fue eso. Eso. Eso. Ese momento. Ese beso. Esa. Ella. No escuchaba. Calla y besa. No pienses y besa. Ellos.

Marcos se separó con violencia y volvió a mirar aquellos ojos azules. Eran preciosos, perlados, brillantes, espaciales, lunares, estelares, galácticos, universales, y más lejos aún, cada vez más lejos, casi hasta el infinito. Pero volvían desde aquel más allá, con tanta fuerza, que se estampaban contra Marcos, en sus narices. Y vaya si dolía. Pero estaba ahí y Marcos volvió a besarla cerrando sus ojos con fuerza, tratando de contener aquella idea. Pero era la maldita ley de la concentración y la focalización. Si decían: «no mires al techo», sabía que estaba ahí, y de reojo se mantenía aquella tensión, ya no podía quitárselo de la cabeza. Si decían: «no pienses en tulipanes amarillos, ¡NO LO HAGAS!, ¡TULIPANES AMARILLOS!» Pero ya estaban ahí, y ya no iban a irse, los malditos tulipanes amarillos.

Así que Marcos se fue a casa y sacó aquella diabética libretilla de registros. Y colmó la estancia de humo gris. Y colmó la estancia de humo blanco. Maldita sea, hacía semanas de la última vez. Pero tuvo que escribirlo y se lo tendría que contar a Ana. Le había vuelto a pasar. Se tumbó en la cama y comenzaron a danzar en su cabeza los tulipanes. Con mil formas. Humanos, con sus entrañas, con sus gilipolleces, con sus cuerpos, sus dedos largos y huesudos, sus finas pieles, sus ojos, sus grandes ojos, o enanos, sus miserias, felicidades, alegrías, cansancio, cansancio. Solo de pensar que iban a venir, era como una llamada que los atraía. Solo el miedo los hacía aparecer. No podía evitar pensarlo y sacudía la cabeza, luchando contra aquellas flores del demonio. Pero sucumbía, siempre lo hacía. Porque no se puede luchar contra algo así. Contra un tulipán.

Tercera parte (de cuatro encantadoras partes)

– Han pasado varios meses desde la última sesión. Creía que estabas mejor – dijo Ana desde detrás del escritorio blanco, con sus gafas blancas y su voz blanca.

– La primera vez que vine aquí, me desconcentraron el tamaño de tus tetas – contestó Marcos.

Ana se agitó y se tapó ligeramente con la libreta, pretendiendo fingir que no se veía afectada por aquel comentario. Envuelta en su suéter de cuello alto. Y blanco.

– Siempre dices lo mismo. No puedo hacer nada por evitarlo.

– Lo sé. Pero también sé que están ahí, por mucha ropa que te pongas o por mucho que te cubras o escondas.

– Vamos al grano, Marcos. ¿Qué sucede?

– Ha vuelto. ¿Has leído mi registro?

– Bien, hablemos de ello.

Tres puntos, puntos suspensivos. Aquí.

Fue como volver a empezar con todo. Pero era más fácil admitirlo ahora. Y admitirlo era anestésico. Porque ahora tenía una excusa para el odio visceral, para el asco y las náuseas, para la desesperada angustia. Y se planteaba todo de nuevo y tendría la cabeza ocupada durante una temporada, regodeándose en el bien y buceando en su mal, saboreando hasta el mínimo detalle, hasta la saciedad. Pero no habría silencio en su cabeza en mucho tiempo. Solo ruido. Y el silencio es felicidad.

Y Marcos salió a la callé cargado de energía, reconfortado. Y todo era amarillo y poco tardaría en percatarse de ello. Flores. El mundo estaba repleto de personas amarillas y él las veía y podía chocarse con una, o mirarla, o responder a una inocente pregunta. Sin querer, sin querer nada. Porque no había inocencia ya. Putos terroristas. Y sintió un retortijón. No le gustaba aquella ansiedad, y quería desvanecerse y morirse allí en medio y asistir a su propio funeral de rojo y con un sombrero de copa, observando desde el fondo en silencio. El silencio. Shhh.

Se apartó de la calle principal y aquello fue una derrota, había cedido. Y ceder no era una opción, ni rehuir de la confrontación, ni evitarlo, ni hacer experimentos o comprobaciones, ni siquiera alegrarse de la victoria. Lo único que era victorioso era caminar sin sentir dolor en ningún órgano interno y poder ir al baño con normalidad. Metió la mano en sus pantalones y recolocó su humanidad. Se dio asco a sí mismo. Era terrible, una idea tan absurda que él mismo era consciente de aquella estupidez y aun así no podía evitarla. Al día se piensan tres mil cosas, inocuas, que pasan, sin más, como una nube sobre nuestra cabeza. Nubes que vemos y no prestamos importancia. Podemos preguntarnos cómo sería ser un caracol, y pasaría de largo. Pero Marcos no podía. Se quedaba atrapado en una nube y solo hacía que verla, lejos, cerca, en ella, en su niebla. Y todo le recordaba a la nube, hasta el hecho de no verla. Joder, y ya no sabía si de verdad quería ser un caracol o quería echarlos a la paella.

Derrotado, fumó. Y su derrota era otra derrota que a su vez volvería a serlo. Porque ya no era normal, y ya no era feliz, y nunca lo había sido ni nunca lo sería. Y sus ideas eran muchas, poderosas, inquietantes y arrolladoras. Pero no había seres humanos. Solo él. Solo él.

Le esperaba una larga cuenta atrás hasta la próxima cita y llenaría su registro de mierda. Caminó con aquel espesor. Valencia era grande y bonita y sudaba mierda. Todo olía mal y trataba de no respirar por la nariz, pero la gente parecía no darse cuenta. Olió a un vagabundo y se asqueó, quería encerrarse de nuevo. Y olió a aquel hombre a quien entregó unas monedas dorada, su tintineo. Odiaba aquella mendicidad, y odiaba la compasión, la humildad, el compartir, la piedad. Y los seres vivos se comerían al hambriento y débil, pero aquel hombre entregaba monedas y no era un ser vivo. Y Goliath se revolvía en su tumba, con una piedra clavada en su cráneo gigantesco, la piedra de un enano gilipollas. Marcos fumó y le entregó al indigente un cigarrillo tembloroso, pero no pudo encendérselo. Se marchó y respiró el tabaco meditando, hasta que se calmó y pudo tolerar a todo y a todos. Caminó.

Regresó a casa y leyó. Letras. Letras. Sin imágenes. Solo ideas. Tan crueles y bellas.

La cuarta y última jodida parte

El nuevo jefe tenía que ingeniárselas para dirigir dos tiendas al mismo tiempo. Era un hombre con perilla y aspecto serio, con la cara chafada y gris. Marcos ya lo conoció una noche hacía tiempo, borracho, y ambos bebieron juntos en una fiesta. Pero ninguno de los dos se acordaba de aquello. Por aquel entonces Marcos estaba bien, acababa de terminar su terapia y tuvo alguna pareja. Chicas guapas.

Había una cierta tensión entre ambos, en las miradas. Los ojos del jefe eran diabólicos y rodeados de una rojiza circunferencia y cargados de tensión y liderazgo. Y cuando iba y venía no tenía muy claro como saludar a Marcos y ambos se miraban esperando una orden o un “buenos días”, y continuaba aquella extraña tensión. Marcos se sentía acojonado ante aquellos encuentros fortuitos frente a los cereales, junto a los cafés. Parecía que iba a recibir una reprimenda, una riña, o un puñetazo en los morros. Así que trataba de ser más cauteloso en todo lo que hacía.

Compró un paquete de cervezas y unas pizzas y las escondió en el servicio a domicilio. Allí no entraría el jefe. Y cuando se marchó aquel tipo gris, metió la pizza en el horno de la panadería y terminó de recoger la tienda. Apoyó la pizza y las cervezas sobre un palé de la entrada y ofreció educadamente a todos los compañeros que iban saliendo por la puerta. Al poco, una carnicera, dos cajeros, una pescatera y una verdulera estaban comiendo a escondidas de la cámara de seguridad.

Marcos miró a su compañera y se fijó en su rostro con detenimiento, en sus cicatrices, en sus pómulos, en su sonrisa, en sus dientes, en su lengua, en su tráquea, en su estómago, y siguió entrando en su cuerpo. Y ella era guapa y escondía un pasado triste y pesado, uno que no le pesaba tanto porque le había puesto fuertes las piernas y firme el culo de tanto cargarlo.

Todos hablaban y se insultaban e insultaban a los dioses y villanos y superhéroes. Pero Marcos comía concentrado en su aparato digestivo y en las piernas de la verdulera. Sonrió. Sonrió. Y una gota cayó sobre alguien y pudo escucharse:

– Está lloviendo.

Nadie dio las gracias desde sus coches y bajo sus paraguas. El cielo era negro y el agua azul y caía en forma de enormes goterones sobre los capós y cabezas. Con su tap-tap-tap-taptaptap. Marcos cruzó la calle y fumó en la entrada de un restaurante, a cubierto, viendo a la gente correr y al suelo humedecer. Ella pasó frente a él.

Su pelo chorreaba y se detuvo junto a Marcos. Estaba ondulado y pesaba sobre sus hombros. Y ella levantó la mirada, una mirada dulce. Y sonó su voz junto a un trueno.

– Ay, hola.

– ¿Qué estás haciendo aquí? ¿tomando algo? – trató de ser amable. Sus labios eran tan finos que en vez de hablar silbaban.

Marcos sufrió un fuerte retortijón y ganas de vomitar. Era hermosa pero humana. Era bonita y pequeña, y tenía curvas, pero era humana. Y había pecas, y la nariz pequeña, y las orejas salidas, y había defectos.

Sofoco, agitación instantánea, confusión, angustia. Nunca tendría una erección de nuevo, leyó en una nube. Escribiría en su registro más tarde. Pero en su cabeza tomaba nota.

– Estoy resguardándome de la lluvia – mostró una mueca de desagrado.

– Bueno, pues yo voy a correr que quiero llegar a casa. Nos vemos, guapo. Ciao – silbó con sus finos labios.

De todas, era ella la clienta que más le impactaba, y aquel impacto era desagradable. No quería verla. Y cuando la encontraba cambiaba de pasillo o agachaba la cabeza. Y cuando la oía fingía reponer alguna balda vacía de un estante. Y no quería oírla. Y cuando la olía dejaba de respirar y se concentraba en el tiempo y el vacío. Y no quería olerla. Pero lo hacía. Aunque no estuviese allí. Aunque fuese otra. Porque le gustaba, pero no se sentía preparado para eso. Porque quería estar bien, quería dejar de lado sus obsesiones, sus ideas intrusivas, sus estupideces. Solo quería estar bien y ella le recordaba que no lo estaba. Le construiría una parcela en la luna, un edificio con sus propias manos, sangrando, sin guantes. Sangraría por ella. Por ella. PUM-PUM le dijo su corazón. PUM-PUM, repitió él cuando la vio marchar.

Bebió con los codos pegados a la barra, desganado y cansado. Bebió cerveza hasta que cesó la lluvia y su repiqueteo sobre los coches y aceras. Borracho salió a la calle y caminó. A veces bebiendo todo se calmaba, y otras veces sus ideas cobraban aún más fuerza y credibilidad.

Respiró un humo denso y precioso por las calles de Valencia. Olía a tierra mojada y los contenedores peor que nunca, y las aceras estaban frescas y resbaladizas. Le apasionaba pasear, sólo. Marcar su ritmo, su paso, su tambor. Una pierna detrás de la otra y la vista perdida en el todo. Sentirse ajeno de aquello y de aquello otro. Pero participar contemplándolo. Porque no había tulipanes amarillos en sus paseos, solo sonidos de voces y de una ciudad viva. Pero las voces quedaban lejos.

Y él solo caminaba y fumaba. Y a su paso nacían esas flores, y por delante un larguísimo camino yermo, que acabaría siendo un enorme campo de flores de un vivo amarillo.

Intenta no imaginarlo.

Por Ignacio Parra

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