Le había tomado nueve semanas con sus respectivos fines de semana terminar ese cuento. Se llamaba “Júbilo de ídolos” y reunía ficción con hechos históricos. El relato se ubicaba en Neiva en 1579, y narraba los hechos ocurridos la noche del 4 de marzo, cuando unos criollos avispados venidos de Santafé descubrieron por error unas tobas en las que se veían talladas indicaciones para el acceso a las tumbas principales de los guerreros Quinchana. Se esmeró en reunir la bibliografía necesaria, los archivos históricos indicados, las entrevistas requeridas y en tener la idea fresca durante todo el proceso.
No fue fácil. Desde el principio quiso que el cuento no superara las 500 palabras. La clarividencia para conjeturar la urdimbre en tan poco espacio constituía una facultad que aún no poseía como escritor. Se dedicó pues las primeras dos semanas a microficcionalizar grandes historias de la Literatura universal, al punto que pudo contar El proceso, La montaña mágica y El cuaderno dorado en una página. No obstante, sabía que parafrasear o incluso satirizar la diégesis no era necesariamente contar un cuento. Así las cosas, empleó otras dos semanas para captar historias de la vida cotidiana, tragedias enteras que se desprendían de los tacones de una mujer paseando en el parque, del bastón de un hombre fumando un cigarrillo a las seis de la tarde, de la nube que oscilante ocultaba lo que podía ser la luna, de la doncella que se sentaba a contemplar las últimos rayos del ocaso. Todas examinadas con lupa, limadas las redundancias y lo innecesario, para ser presentadas ante un ojo crítico. De tal modo que imprimió a mano cerca de siete pequeñas historias que contenían en sí mismas un principio y un final.
No obstante, cuando intentó sondear las impresiones de algunos amigos respecto a la efectividad de los cuentos, algunos afirmaron que sus historias no poseían un gancho, algo que los hiciera querer seguir leyendo, mientras los otros opinaron que lo que pasaba era que no tenían punto de giro. Pero en general, lo encomiaron por producir de forma tan prolífica pequeños entremeses contemporáneos de la vida en la ciudad.
En la quinta semana, el cuento al fin vio su nacimiento. Ya sabía por experiencia de qué forma debía sintetizar un conflicto, qué estrategias narrativas servían más para lograr un efecto inmediato, cuáles ambientes se adaptaban fácilmente a los conflictos que contenían, de tal forma que sumado el talento a la idea que aún no conocía nadie y que le resultaba en este instante cada vez más trepidante, original y contundente, las primeras líneas fueron un deleite para los ojos del escritor.
Tres semanas más escribió. Días en los que Jorge Robledo, un tal Garay, otro Ortal y un último Cedeño avanzaron por los territorios de San Agustín, San José de Isnos y Salado Blanco incursionando por vez primera en los reinos de los Quinchana, Mulales, Laculata y Laboyos. Tribus guerreras y organizadas, que sin embargo se vieron dominadas por la curiosidad y las primeras impresiones ante estas criaturas ornamentadas con pieles y trajes de colores absolutamente impensados. Moldeando el paisaje para efectos de brevedad, contando las aventuras y desventuras de los guerreros y los pueblos escueta pero amenamente, el escritor pudo conducir a sus héroes y al cuento hasta un desenlace aceptable y verosímil en 400 palabras. Con tesoro en mano pero con tuberculosis y fiebres, los herederos de la Conquista dieron con la presencia de unas piedras antropomorfas en la palabra 438. Descubrieron que eran fractales que conducían a un espacio distribuido en distintos tiempos en la palabra 480, hasta cuando se les revela que todo el continente americano es en realidad un territorio del futuro que se había confundido en el espacio-tiempo en la palabra 499.
Satisfecho llamó a un amigo cercano para que lo leyera. Lo había construido de tal manera, que el lector se vería sorprendido en la palabra 400, es decir al segundo minuto de haber empezado a leer. Cuando su amigo llegó, lo hizo sentar en un sillón amplio y de cuero, frente a una ventana que daba al patio trasero y que no vadeaba con nada excepto con el bosque. Lo instaló y le pasó el cuento. Vio el reloj y se alejó hacia la cocina. Hacía poco que había hecho café y lo sirvió en dos tazas. La otra la puso cerca a su amigo, pero lejos de la vista. Empezó a beber. Recordó cómo se le había ocurrido la historia del cuento. En las noticias vio que un escritor reconocido había muerto tratando de investigar la vida de un famoso historiador. Tanto la biografía del historiador como los apuntes de la novela del escritor fallecido, se encontraban extraviados. Supuso que algún arqueólogo podría confundir el manuscrito del escritor con un documento antiguo y eso le dio la idea. Un portal en nuestro país en época de la Conquista. Estaba ansioso por escuchar un “WOW”.
Terminó su taza. Su amigo continuaba leyendo. Ya habían pasado cuatro minutos desde que empezó a leer. El escritor se impacientó y se sentó a su lado, en otra silla que puso sin hacer ruido. La mirada del lector se encontraba en el centro de la hoja, más o menos en la palabra 237, cuando Ortal queda sorprendido por la belleza de las indias Laculata. Entonces dejó de mirarlo y pasó la vista por el cuarto donde estaban y luego se miró los zapatos. Era claro que no se esperaba esto. El efecto knock out había tardado demasiado.
Dos minutos más tarde se le ocurrió que la idea de un escritor que escribe un cuento corto para que un lector lo lea en poco tiempo sorprendiéndose del giro de la historia en las últimas palabras, daría para escribir un relato. Pensó que quizás eso le daría algo en qué pensar mientras el lector de su cuento terminaba de leerlo.
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