En el año 1919, el estudiante y soldado Arthur Schutref sostuvo un romance con la recién graduada doctora polaca Katarina Sikorski. Él, robusto joven alemán de dieciocho años que adelantaba una pasantía en Varsovia comulgada por su familia desde Berlín, y ella, doctora general de veintiún años oriunda de Gdansk, se conocieron en un coctel presidido por la cruz roja internacional en el palacio Wilanów. Con motivo de una tregua impuesta por los dos bandos, a propósito de la retoma de Minsk por unidades polacas- las mismas que habían tomado esa mañanaPinsky estaban alcanzando las afueras de Lida-, el palacio había sido restaurado. Sus columnas adornadas con cariátides de oro, sostenían candelabros de trescientos años de antigüedad. Mármoles y piedras calizas ocupaban el reciento, dándole un aire barroco exquisito. En toda la ciudad se respiraba optimismo. Se hablaba del retiro definitivo del Ejército Rojo y de una firma inminente del tratado de Varsovia. De ahí que todos se hubieran reunido, desde las autoridades polacas, hasta representantes alemanes, pasando por la élite burguesa europea y los miembros del parlamento, esa noche en palacio. Desde que el soldado Arthur Schutref entró y observó a Katarina a lo lejos, hablando con hombres ya mayores, cada uno con monóculo y sacos pesados de lana negra, se enamoró. No conocía esos contornos exquisitos en alguna mujer y la forma como se desenvolvía por entre la hilera de invitados, saludando y amenizando a todos con dulzura y jovialidad le parecieron fantásticos e irrepetibles en cualquier lugar del planeta. Ella también se había fijado en él. Lo vio deambular por los recintos, exhibiendo su juventud ante los aristócratas y médicos polacos y alemanes, y le pareció un joven encantador con un aire intelectual y de misterio inéditos. Fue un conocido de la familia Schutref, empoderado de una empresa farmacéutica de renombre en la ciudad, el que los presentó finalmente. Amantes desde esa primera noche, apasionados como la edad se los permitía, a partir de ese momento vivieron juntos alrededor de un mes en un departamento de la calle mostowa, en el centro de Varsovia, que ella pagaba con los honorarios del hospital militar. Cuando él partió para Alemania, lo hizo llorando y con el alma hecha pedazos. Prometió regresar para una nueva cita, esta vez definitiva.

Veinte años después lo hizo como coronel en jefe del Generalplan Ost. El ejército nazi arribó a Varsovia en la noche del miércoles 12 de marzo de 1940 y para el viernes 14 ya había asesinado a 150.000 personas. Las calles se colmaban de cuerpos que se incendiaban por las noches, como en Roma, para iluminar las esquinas. El coronel Arthur Schutref ya no recordaba mucho de su estadía en Polonia ni de sus innúmeras caminatas por parajes oscuros y semidesiertos pero, en una de las supervisiones a las hogueras principales, ubicadas a 12 kilómetros del centro, donde permanecían hacinadas más de tres mil mujeres y niños esperando ser ejecutados o conducidos a otros guetos de tortura, en medio de una de las filas que formaban cientos de judías polacas desnudas, creyó reconocer los maravillosos contornos de Katarina. Debajo del sucio color de esa piel almidonada de sangre y tierra, descubrió sus caderas, sus piernas, sus senos. A medida que avanzaba él hacia las malolientes hileras de desesperadas, observaba cuánto habían cambiado sin embargo su pelo, su expresión y esos ojos azules que otrora había amado. Descubrió también de qué forma aquello que pudo dar vida en algún momento, su amor hacia Katarina por ejemplo, una meta, el proyecto de volverla a ver en fin, aquello que da fuerzas vitales para luchar, progresar y mejorar, poco importa cuando se envejece. Cada paso que daba ella y que la aproximaba tiernamente hacia su antiguo amor y las calderas, convencía a Arthur Schutref de que ya no estaba frente a la misma Katarina. Que aunque él seguía siendo el mismo, su bella doctora se había transformado por efectos del semitismo y el odio al Reich. Se dio cuenta que había sido ella quien había incumplido la cita.

Omar Andrés Camacho

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