Prólogo
…Caminaba a mitad de la noche. Sus sigilosas pisadas lo hacían una sombra deambulante en medio de las calles. El alumbrado público proyectaba su ser en las paredes desgastadas, feas y descuidadas de esa parte de la colonia. Los aullidos de los perros a la luna eran el único sonido, salvo uno que otro carro que rompía aquella atmósfera por unos segundos. No había más maullidos. Todos los demás gatos se habían ido con el tiempo.
Baltazar caminaba en los tejados, lo hacía lenta y vagamente. Sus ojos verdes eran lo único que podía verse de él con tanta oscuridad. Subía y bajaba por las cornisas de algunas casas. No buscaba comida, ni refugio. Simplemente paseaba a esa hora de la noche. El caminar le daba un placer parecido al dormir. No le gustaba hacerlo de día, la gente es muy tonta y se deja llevar por supersticiones contra los gatos negros. La noche era perfecta para él. Era su camuflaje natural.
Llegó al techo de la casa más alta, se sentó en la esquina y observó la colonia. Un paisaje natural para quienes pasan día a día moviéndose de aquí para allá. Pará irse a trabajar, a estudiar, a comprar las cosas del día a día… Pero para los cronistas callejeros, esos, que nacieron siendo poetas, pues la naturaleza los mandó hace tanto tiempo atrás; era un paisaje quieto al fin, donde el hambre y la preocupación por un lugar dónde dormir no importaban en lo absoluto.
Baltazar miraba las luces de las casas. Oía las fiestas de gente ebria que gritaba y bailaba. Olía el humo de cigarro de la gente al pasar por las estrechas calles de la colonia. Era un cronista callejero, así mismo se había proclamado él cuando los demás gatos le decían animal callejero.
«Queridos amigos gatos. Sí, soy un animal, pero no por eso dejaré que me digan de tal manera. A diferencia de ustedes, yo soy un cronista. Veo todo lo que pasa, y lo que es digno de ser contado se los canto en maullidos al anochecer. Ustedes y su mal hábito de etiquetar gente que no conocen. Prejuicios, les dicen. Pero a diferencia de ustedes, yo no diré nada. Solamente buenas tardes y qué encuentren algo digno de ser maullado o en su caso, ladrado.»
Baltazar veía todo. Era el ojo en el cielo. Era uno con la colonia. Se sabía las calles de memoria, los horarios de las tiendas, panaderías, tortillerias, y demás.
Era el último cronista libre, los demás se habían ido a otros lugares a buscar comida y refugio. Lo trataron de convencer, sabían que mucha gente estaba adoptado gatos y ellos querían retirarse de la calle y empezar a crear vida de familia, o, mejor dicho, ser gatos de casa, porque todo aquel que tiene un gato sabe que un gato no es una mascota, no, claro que no, un gato tiene casa y punto.
Baltazar miraba las estrellas y la luna, pensaba en un millón de cosas. Después se imaginaba a él caminando de día entre las calles, maullado los buenos días a cualquier transeúnte que pasara, pero después recordaba sus antiguos experiencias y mejor decidía quedarse quieto en aquel techo.
Baltazar es un gato negro. No tiene casa, menos dueño, es el último de los crónicas callejeros y siempre en la noche maulla todo lo que es digno de ser maullado.
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