DIARIO DE UN VIEJO ZORRO: Lamentos parisinos

DIARIO DE UN VIEJO ZORRO: Lamentos parisinos

Juan D Velasquez

12/04/2020

En medio de la fascinación de esta cálida noche de verano me ha entrado la necesidad de relatar parte de lo que soy. Cabe resaltar que esto probablemente no tenga muchos lectores, o quizás no llegue a ojos de muchas personas, pero igualmente mi objetivo no es más que plasmar en el papel algunas historias que he tenido que vivir.

Algunas de las cosas que contaré de aquí en adelante relataran sucesos que para mí fueron extraordinarios y en algunos casos maravillosos; algunos de ellos son prueba misma de mi propia humanidad y algunos otros también serán evidencia de mi propio egoísmo. ¿Con qué finalidad lo hago? No lo sé, tal vez me cansé de tener estas cosas en mi memoria mientras se empolvan encerradas en mi cabeza. Así que, bienvenido a mi historia, espero que se disfrute, que se entienda y que no se juzgue, y antes de continuar te pido que no busques orden alguno en este relato porque no lo hay. Tómalo como una charla con un viejo amigo que ha decidió contarte acerca de lo poco que ha vivido y de lo mucho que ha aprendido, y con suerte espero transmitirte un poco de mí por medio de las palabras de un joven que ya ha sido un viejo zorro.

LAMENTOS PARISINOS


Empecemos con algo de reflexión, después de todo hay mucho para contar.

En el año 2017, ya hace un tiempo atrás, tuve una oportunidad que muy pocos han tenido. Este joven estudiante de tan solo veintiún años tuvo el chance de aventurarse a viajar a la capital del amor. Vaya que fui afortunado, y es así; fue tan solo suerte al haber nacido en un hogar de gente trabajadora, honesta y soñadora.

Todo inició en los primeros días del mes de octubre. Me encontraba yo lejos de mi hogar, lamentándome por algunos desamores terribles que había tenido que afrontar por haberle confiado mi corazón a una chica que tomó cinco años de mi vida. Melissa, como se llama la susodicha, fue parte importante de mi vida y creo que la habrán de leer mucho en estos relatos; sin embargo, no hablaré de esos temas tan turbios en medio de esta anécdota.

Por aquel tiempo me había aventurado a realizar mis prácticas profesionales en una pequeña granja en el Valle del Cauca, a unos cuatrocientos kilómetros lejos de mi hogar. Fue una apuesta riesgosa, pero aun así viví muchas de las cosas más bellas de mi vida en ese exilio autoimpuesto. Durante mi tiempo en aquellas tierras llegó a mí una oportunidad que muy pocos han de tener; mi tía quien es una comerciante empedernida viajaba al viejo mundo por cuestiones de negocios, y ofreció a mi madre llevarme consigo para que su único sobrino viera las maravillas que hay más allá de mar. Mi madre sin pensarlo dos veces me llamó emocionada y con entusiasmo me impulsó a pedir permiso en mis prácticas para que yo pudiera vivir aquella experiencia sin igual.
Y así fue, después de unas negociaciones y del apoyo de mis empleadores empecé a planear mis pequeñas vacaciones al otro lado del globo.

Debo admitir que tuve sentimientos encontrados. Recuerdo muy bien que al saber de mi viaje me emocioné mucho, y aquel entusiasmo calmaba un poco el dolor que cargaba desde que mi corazón había sido destrozado. Sin embargo, la sensación era un poco agridulce. Me sentaba en medio del campo para ver al cielo, recordando que aquella ciudad que pronto iba a conocer había sido un destino acordado para cumplir el sueño de unos amantes que jamás lo iban a realizar; más aun así, dejando mi pena de lado tomé las riendas de mi vida y decidí vivir esa experiencia que desde ese día sería inolvidable.

El martes veinticuatro de octubre me embarqué en el avión que me llevaría a aquel lugar tan soñado. Rememoro las ansias que tenía de ver aquel lugar tan mencionado por poetas y soñadores, y recuerdo que mi corazón deseaba con premura sentir el ambiente lleno de amor que los rumores me habían prometido.

Al llegar al aeropuerto Charles de Gaulle (nombre que aún me cuesta pronunciar) pude sentir como mi espíritu se elevaba al estar por fin en el destino prometido, después de todo ¡Era un colombiano en París! Tal vez no era el único, ni el primero, ni el ultimo, pero en ese momento yo estaba pisando por primera vez tierras extranjeras. Fue sin duda algo memorable.

Los primeros dos días me dediqué a seguir las instrucciones de mi tía, quien ya desde hace tiempo es una viajera experimentada. Me dio muchas indicaciones de como recorrer la ciudad, me enseñó como tomar el metro y también a leer esos mapas de turistas que te dan en la recepción del hotel. Fue grandioso y por los tres primeros días caminé con ella por las calles parisinas mientras compartíamos nuestras cosas como tal vez nunca antes lo hemos hecho.

Hubo cosas que me impresionaron. Obviamente los monumentos y las edificaciones eran deslumbrantes para mí, y en poco tiempo pude comprobar porque le llaman la ciudad de las luces cegadoras. Todo aquello era algo que me esperaba y que a decir verdad las impresiones de esa ciudad superaron mis expectativas; pero algo inesperado en medio de tanta belleza quedó grabado en mi memoria como tinta indeleble.

Resulta que por aquella época el mundo se veía envuelto en una crisis global (como si fuera raro que el mundo estuviera en caos), y por todas partes podía observar algo que nunca me imaginé encontrar en medio de tanto esplendor. Pude ver sirios; pude ver muchos. Vi por las calles de París hombres, mujeres y niños árabes arrodillados en el piso orando sin decir una palabra frente a pequeños vasos de plástico que guardaban algunas monedas. Definitivamente eran mendigos, no era algo nuevo para mí; sin embargo, la forma en la que pedían dinero era completamente diferente a lo que había visto en mi país.

Verán, en Colombia así como en muchos países del mundo hay pobreza. En mi tierra muchas de estas personas son desplazadas por la violencia y el horror, y al verse desterrados de su tierra recurren a las ciudades para pedir auxilio a un pueblo que muchas veces es indolente (incluso yo lo he sido en muchas ocasiones).

En fin, la gente en mi país que pide limosna usualmente lo hace en las calles, muchas veces en los semáforos con carteles que reflejan su situación mientras se expresan con palabras tristes y desoladas que buscan conmover un poco a aquellos que las escuchan, algo totalmente diferente a lo que hacia la gente siria en París. Aquellos pobres seres, igual de desdichados a los de mi país, se recostaban sobre la acera sin molestar a nadie; solo aguardaban ahí pacientemente (eso creo yo) sin decir una palabra o una súplica a que algunos cuantos euros cayeran en los pequeños vasos de plástico en medio de aquel otoño.

Vaya situación tan peculiar que se veía por todo parís, incluso en los lugares más visitados. Recuerdo que mientras caminaba por las lujosas aceras de la Avenue des Champs Elysées podía ver por doquier familias enteras de exiliados, y en medio de todo pude ver algo muy impactante. En la esquina de una de esas calles francesas, justo frente a un hotel de lujo llegó estruendosamente un Lamborghini cuyos tripulantes bajaban con una vestimenta típica de los países árabes, y quienes campantemente ordenaban al valet que estacionara el espectacular vehículo de una manera arrogante y jactanciosa. En ese instante la vida me recordó de nuevo que no hay lugar en el mundo que escape de la injusticia. Mientras unos ordenaban otros rogaban.

Como buen humano que soy, traté de ignorar la desgracia de los dolientes y seguí con mis vacaciones aunque con un poco de culpa tras de sí. Debo aceptar que no estoy orgulloso de eso.

Las vacaciones continuaron y me enfoqué en seguirme maravillando con todo aquello que podía ver. Caminaba para ahorrar dinero y también para ver aquellas facetas de la ciudad del amor más de cerca. Todo era increíble pero a la vez decepcionante, pues aquel hermoso paseo deseaba darlo con la dama que me abandonó y en ese otoño tan frío anhelaba el calor que emanaba de los brazos de aquella mujer ingrata.

Una noche de soledad, cuando mi tía se hallaba en reuniones de trabajo, decidí desviarme de mi ruta hacia el hotel y buscar un pequeño mercado en donde según me habían dicho se podía degustar la verdadera comida francesa a un costo accesible. Así anduve un largo rato en búsqueda de aquel lugar en medio de esa fría noche que me hacía guardar mis manos en los bolsillos mientras mi nariz se helaba de a pocos, y después de un tiempo de caminar por fin di con aquel lugar. Era un sitio al aire libre en donde muchos mercaderes vendían cosas que a mis ojos parecían exóticas. Había puestos de jamones deliciosos, de quesos gigantescos y de vinos artesanales que moría por probar. Salí de mis ensoñaciones un rato y recordé que el dinero que llevaba solo me alcanzaba para una cena sencilla y un pasaje del metro, así que sensatamente me acerqué a uno de los puestos y vi como un hombre francés al que no le entendía nada cocinaba un manjar con papas, cebolla, queso y tocino, cuyo aroma llenaba mis pulmones y ponía a rugir mi estómago. Con entusiasmo pagué los seis euros del platillo y proseguí a preguntar el nombre que después de mucho tiempo vine a entender bien. Aquel manjar se llamaba Tartiflette.

Con el hambre aplacada y el plato vacío me levanté para tomar de nuevo el rumbo hacia el hotel. Mis pies estaban cansados de tanto caminar y rogaba por subirme al metro y llegar a mi aposento que estaba a unos cuantos kilómetros de distancia, pero justo cuando me dirigía a abandonar aquella placita a mis ojos llegó una imagen tentadora. Un puesto de churros gigantescos llamaba mi atención de manera estruendosa. Veía como una señora de edad cortaba los trozos de masa y los freía delicadamente para justo después pasarlos por una mezcla de azúcar y canela. Esa imagen delirante me impulsó a acercarme, y en menos de lo que imaginé mi gula le ganó a mi cansancio, gastando así lo último de mi dinero en aquella delicia.

Que glotón dirán ustedes, y la verdad no estoy dispuesto a negarlo. Con mi golosina estrepitosa y mi galante figura me lancé en caminata nuevamente para darle fin a aquel día de turismo. En medio de mi regreso empecé a olfatear los churros y con premura mordisqueé uno teniendo en cuenta que de ellos solo quedaban cinco más. Así que haciendo caso a mi conciencia decidí dejar en paz la bolsa para compartir los churros con mi tía, quien fue la que me llevó a semejante aventura.

Al pasar por algunas calles ya desoladas veía las hojas de los arboles caer suavemente sobre el pavimento. El viento se hacía más frío y comencé a apresurarme por llegar a casa. Sin embargo, algo sin precedentes ocurrió en esa pequeña calle. En medio de la noche con nada más que un vestido raído, se encontraba una jovencita siria arrodillada al lado de la acera mientras cruzaba sus brazos tratando de abrigarse a si misma. Era una muchacha de casi unos dieciocho años, sus ropas cubrían la mayor parte de su anatomía solo dejando al descubierto sus manos y su rostro, que lucía una piel blanca y pálida y unos enormes ojos sobre una cara triste y afligida.

¿Qué estaría pensando esa muchacha en esos momentos? No paro de hacerme esta pregunta cada vez que la recuerdo. Es increíble que alguien, sea quien sea, tenga que aguantar una noche helada con nada más que sus manos y su corazón esperanzado, mientras otros caminan por calles hermosas sosteniendo una bolsa de churros calientes y con el estomago lleno.

En ese momento, al ver esa figura tan deprimente caí en cuenta de algo trascendente. Ambos éramos jóvenes en una ciudad que ha sido aclamada por ser la más bella del mundo. Ambos éramos muchachos que en medio de nuestra juventud morando en una ciudad llena de maravillas, pero sin duda los dos nos encontrábamos en situaciones muy diferentes.

Yo hace poco estaba maravillado por la belleza de los edificios y por la historia tan honorable, pero ella no podía verlo de la misma manera. Cómo poder maravillarse con la piel helada y el estómago vacío. Yo en mi pecho guardaba melancolía al saber que mi corazón fue abandonado por una jovencita; ella por su parte, tenía el corazón hecho añicos al haber perdido su tierra, su hogar y su familia quizás. Y fue ahí cuando comprendí que hay tormentas más gigantescas que otras y que muchos no vemos todo lo debemos agradecer.

Al ver ese rostro triste no supe que más pensar. Me agaché junto con ella y con el inglés con el que contaba le dije que tomara un churro. Obviamente la jovencita no entendía; veía la bolsa sin saber que hacer mientras yo inútilmente le repetía en inglés que tomara uno de los churros. Al no entenderme saqué una de las golosinas de la bolsa y la extendí sobre su rostro que poco a poco fue entendiendo que lo que le ofrecía era comida. Sus manos heladas agarraron el churro y tímidamente le dio un mordisco mientras yo pude ver como su rostro le permitió ruborizarse débilmente ante el sabor que degustaba. Mi corazón dio un salto. Aquella joven disfrutó del dulce y con gratitud agachaba la cabeza de una forma que jamás antes había visto. Después de semejante acto me sentí mal; me sentí inútil por no ofrecerle algo más valioso, por no poder saciar su hambre para siempre ni poder decirle que volviera a su hogar, y la culpa que había ignorado todo el viaje cayó sobre mí como una montaña de ladrillos. Con el corazón roto le di la bolsa entera y con una pésima mímica le dije que podía comerlos todos, que los disfrutara, y que por favor me perdonara por no poder hacer más, y sin esperar respuesta me fui de allí botando un par de lágrimas mientras mi corazón entendía que hay cosas más importantes por las que sufrir.

Esa fue la lección más importante de mi primer viaje a París, una lección que nunca esperé aprender de esa manera que por siempre vivirá en mi memoria bajo el recuerdo de una chica siria que esa noche pudo disfrutar de un poco de dulce en medio de su amarga vida; y yo por mi parte aún ruego que esté bien, que su corazón ya no se encuentre tan afligido, y que su vida haya cambiado tanto como cambió la mía lo hizo desde aquella noche parisina.

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