La mujer que nació sin alas

La mujer que nació sin alas

Joni Toledo

12/04/2020

    El alquimista arrojó una manzana hacia lo que parecía un patio abandonado y tres niños salieron de entre la basura, ávidos por probar bocado. Sus ropas estaban hechas jirones, su piel llena de llagas y sus alas parcialmente desplumadas.

   Desde la llegada del dragón, el mundo estaba pereciendo. Las cenizas habían cubierto el cielo, los cultivos se marchitaban y el ganado moría. El hambre crecía y la población mermaba. Cada vez los nacimientos eran menos y pocos eran los niños que sobrevivían y llegaban a la adultez. Sus hermanos de orden, incapaces de solucionar el problema, perdían la cordura o se suicidaban. Pero la profecía lo cambiaría todo.

   El alquimista levantó vuelo y comenzó su viaje. Tardó siete semanas en llegar hasta el refugio del dragón, atravesando el desierto y llegando hasta las montañas. Era imposible perderse, el cielo se ennegrecía y el aire se enviciaba con olor a azufre a medida que se acercaba al volcán, la morada de la bestia.

   Cuando llegó, reinaba el silencio. No había animales ni plantas y solo se podían encontrar pedazos de roca bordó. Está durmiendo, pensó el alquimista. Pero, en ese momento, escuchó un extraño sonido, era como si las entrañas de la tierra se quebrasen. El suelo comenzó a vibrar y, del interior del cráter, surgió la criatura como una enorme lombriz que se asoma a la superficie. Estaba bañada en magma y era tan grande que sólo la parte emergida llegaba hasta las nubes. El magma comenzó a escurrírsele por los costados dejando ver sus escamas doradas. Extendió sus alas y rugió con una potencia que tiró al alquimista al suelo.

   Sin perder un instante, para que no se percatase de su presencia, el alquimista voló y lanzó niebla contra sus ojos. Enceguecida, la bestia se retorció furiosamente y el sabio aprovechó la oportunidad para acercársele, pero fue olido. De una sola embestida, la criatura lo engulló.

***

   No podía ver y todo su cuerpo ardía, podía sentir su piel despedazándose, dejando su carne expuesta. Sus músculos se licuaban y su sangre hervía. Intentó salir, desesperado. Sacó sus dagas y comenzó a clavarlas, primero en el paladar del monstruo, luego en la lengua y, por último, en las encías. La bestia ni se inmutó.

    El ardor era extremo. Vio a su amada y a su mundo perecer, nunca habría salvación para su raza. Y así se dio por vencido, se abandonó a muerte, a la nada. Quizás por ello la bestia lo escupió. La voluntad de poder del dragón no podía ser impuesta en quien dejaba de luchar.

    Cayó contra las rocas y casi se desmayó. La bestia estaba en frente suyo pero lo ignoraba. Se miró. Su piel se había caído en todas partes a excepción de sus pies y tobillos pero aún conservaba muchos de sus músculos y órganos internos; al menos sus piernas y brazos podían seguir funcionando. Probó sus alas pero lo único que quedaba de ellas eran sus huesos, aunque lo que vio en ellos lo llevo al éxtasis. La saliva de la bestia se había fundido con sus partes blandas, destrozándolas, pero el hueso no había podido ser digerido, dejando la sustancia intacta. El alquimista tomó un frasco de vidrio y la embotelló. Tenía lo que había venido a buscar.

***

   Cuando volvió a su campanario, su amada no lo reconoció de inmediato. Los músculos de su cara habían desaparecido hasta los huesos, al igual que los de sus alas. Pero aún le quedaba un ojo en la cuenca izquierda y, al ver color de este, amarillo ámbar, reconoció a su amado y supo que la profecía se cumpliría.

   Sin mediar palabra, abrió sus piernas y dejó que el alquimista colocase el esputo del monstruo en su interior. Gritó, porque quemaba, pero pudo soportarlo con sentido del deber.

***

   Pasaron los meses y su vientre crecía. El alquimista recordaba cómo la había encontrado, encerrada en su caverna con miedo a salir. Ella era muy especial, había nacido sin alas, tal como la profecía lo había previsto.

    Al noveno mes, ella dio a luz. Dos homúnculos nacieron ese día. Uno era como su madre, sin alas; el otro, tenía y asemejaban a las del dragón. Ambos parecían humanos.

   Al verlos, el alquimista empezó a temblar. No pensaba que tendrían ese aspecto, sino el de gusanos, más parecidos al padre. Ahora se encontraba en la posición de tener que asesinar a dos niños, serenos, hermosos.

    El alquimista sacó esa idea de su cabeza. Sabía que no eran niños y que su misión era demasiado grande para sentimentalismos. Cubrió la cabeza de cada ser con un trapo. Luego, con un rápido movimiento, quebró sus cuellos. Emitieron un ruido sordo.

***

    Los homúnculos se maceraron durante siete lunas y luego fueron homogeneizados junto al resto de saliva del dragón. Con el no alado, se creó el elixir de la profecía; con el otro, algo mucho más oscuro.

   Estaba todo listo, a la mañana siguiente cumpliría su destino y lograría salvar a su pueblo. La Tierra Sagrada esperaba su llegada.

   El sol se asomó por el firmamento mientras él estaba al pie de la torre maestra. La ceremonia había durado toda noche y sus graznidos sonaban ásperos, por haber realizado los cánticos. Cuando la luz lo alumbró, bebió la pócima del primer homúnculo y desapareció.

   Su cuerpo se dividió en partículas y estas se rearmaron en la Tierra Sagrada. Sintió el suelo duro y levantó la vista. Una torre de metal se erigía ante él. Escuchó sonidos a su alrededor. Vio hombres sin alas, cientos, que corrían para alejarse de él.

    La verdad irrumpió en su mente destruyendo su cordura. La profecía se había equivocado: ese mundo, la salvación de su gente, ya estaba habitado. Cayó al suelo y rió.

    Luego, bebió el elixir del segundo homúnculo. Su cuerpo se dividió en partículas y estas se rearmaron, esta vez en el mismo lugar, aunque con otra conformación. Ahora él era el dragón.

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