1 – 1
Cecilia rondaba los 19 años. Era más alta que el promedio y tenía el pelo corto y de un rubio furioso. Flaca. Ojos verdes y sonrisa perfecta. Cada vez que reía su cara se contraía en una mueca, dejando ver dos hoyuelos en sus pómulos blancos.
La primera vez que la vi quedé pasmado, como si algo impensado hubiese detenido el tiempo por un instante para que yo pudiera contemplarla indefinidamente en su belleza.
Entro al aula en la clase de psicología del yo casi torpemente, dando pasos entrecortados con sus zapatos de taco y mirando asustada un lugar donde sentarse. Los pocos que allí nos encontrábamos no podíamos dejar de mirarla, con sus jeens gastados de color celeste agua y su top blanco; de su hombro izquierdo colgaba una cartera turquesa con vivos amarillos.
Se sentó como pudo en un incómodo banco gastado y apoyó su cartera en el piso. Yo la observaba a dos bancos de distancia casi inmóvil, apenas moviendo las manos en un zigzag para tomar la birome y dejarla en el pupitre una y otra vez.
Luego levantó sus ojos y miro por primera vez alrededor suyo, cuando llegó a mí, se detuvo un segundo y me saludo levantando la mano.
– Hola – , dijo y pude ver entonces su sonrisa.
– ¿Difícil, no? – le dije.
– ¿Difícil?- preguntó.
Le señale los zapatos que llevaba puestos.
– Sí- dijo, ruborizándose al instante, – Mala elección.
2 – 1
15 años después. La misma clase. La misma aula vieja. Mi pelo con algunas canas. Y la chica sentada a mi lado se llama Dolores, va, digamos Lola. Un metro sesenta, la cara blanca y el pelo castaño. Ojos avellana y sonrisa perturbadora. Su boca es pequeña y tiene un corte justo a la mitad del labio inferior. Cola parada y andar despreocupado.
– Estoy aburrida – me dice al oído.
– Yo también. – le digo, – Es como un deja vu.
– ¿Un qué?
– Nada. – digo, – es aburrida.
Al terminar la clase salimos con Lola caminando. Mi departamento queda a unas siete cuadras, bajando por la avenida Hipólito Yrigoyen. Me pide un cigarrillo y se queja del calor de Buenos Aires en abril. Todavía el aire está pesado como si el verano no quisiera terminar nunca. Es su segundo otoño en la ciudad, pero aun así no puede acostumbrarse al cambio. El clima la descoloca lejos del frío austral de su pueblo natal. Voy caminando unos centímetros detrás suyo viendo como mueve el culo despreocupada en un contoneo feroz.
Como termine con esta chica es una larga historia. Si tienen tiempo puedo contarla. No puedo decir que haya algo en común entre nosotros dos. Pero como coje Lola por dios, es un volcán en ebullición.
Conocía a su padre, era unos años mayor que yo y solíamos Jugar al fútbol en los picados que se armaban en el parque los sábados por la tarde. Como era costumbre, el final del partido daba paso a las cervezas y a la picada reglamentaria, esa que lleva pate, morcilla blanca y negra, jamón crudo y bondiola, papas fritas y queso cáscara colorada o fontina, aceitunas y rodajas de pan, y por supuesto, chorizo seco.
Fue en una de esas veces que conocí a Lola, el día que su padre ofreció la casa para continuar la juntada. O tal vez, la cruce en la calle, o puede ser que nos hayamos visto en el parque a la hora del mate, comiendo bizcochitos de grasa. Quien sabe, lo único seguro es que esto sucedió un año antes de pegar la vuelta y prosiguió ya instalado en la ciudad.
La cosa fue que cuando me separe de Paula quise volver a Buenos Aires y terminar la carrera de psicología que había abandonado años atrás. Ella viajo también a estudiar en la universidad. Era su primera vez.
Lola es una chica volátil. No tiene idea de nada. Decidió cambiar de carrera sobre la marcha y dejo abogacía por psicología. Coincidimos en algunos horarios de cursada.
3 – 1
Lo demás es un sueño, una fantasía.
El mapa de París pegado en la pared del cuarto con cinta adhesiva se rellena con anotaciones a los márgenes, resaltando en un circuito imaginario el recorrido de sus calles, los lugares que hubiésemos visitados y los bares en los cuales nos sentaríamos a contemplar a la gente. Yo tomaría mi café con una pizca de coñac para paliar el frío del invierno parisino y vos sacarías de tu pequeña mochila negra la carpeta con tus dibujos y la caja de lápices negros que te regale una tarde cuando caminábamos abrazados por plaza Francia, y pienso que esas pequeñas coincidencias de nombres y lugares no pueden producirse al azar, que tiene que haber un plan, alguna serie de eventos que se fueron sucediendo encadenadamente por obra del destino y propuestos por alguien que se encargó de manejar con hilos nuestros movimientos y nuestro devenir como si fuéramos piezas de ajedrez.
Si te cuento esto, es porque todavía te sueño. Entonces me levanto por las mañanas y comienzo a escribir sobre ti. Pero quien sabe si en realidad lo que estoy haciendo es escribir sobre mí, sobre mi deseo en ti, porque ya me confunde el escenario, y el mapa de París pegado en el cuarto de un departamento en Buenos Aires pudiese ser el de un mapa de Buenos Aires pegado en un cuarto ubicado en la rue st-jacques
en París, cerca del café de Flore, ese al que tanto te gusta ir y donde te sentas a dibujar los rostros de las “personnes” que se encuentran en las
otras mesas de el café.
1 – 2
Días después. Cecilia y yo éramos carne y uña.
Al terminar las clases íbamos hasta un barcito pegado a una casa bastante señorial, como esas que florecían a principios de siglo. Con las rejas altas y en punta en forma de flores y la fachada de ladrillos cubierta con enredaderas por las paredes.
El bar era diferente, pequeño como dije; tan solo contaba con seis mesas, era una especie de bunker perdido en el tiempo, donde algunos tipos solían ir a escribir las historias que jamás publicarían, y tomaban el café con un poco de ginebra para que el frío del invierno no los atravesara. Se podía fumar aquellos días, así que el ambiente estaba bastante viciado y solo contaba con una pequeña ventana detrás de la máquina de café para que corriera aire. Nos sentábamos junto a la puerta para poder ver quien entraba. A Cecilia le gustaba ver las caras de las personas en general. En un borrador hacía garabatos de sus rostros y marcaba con especial atención el rasgo de los ojos y el contorno de la boca. Se quedaba largo tiempo en esos detalles, mientras me hablaba de cosas sin importancia, supongo yo que era para no distraerse demasiado.
Cecilia hablaba, y sus ojos acompañaban a las palabras. Cuando lo hacía conmigo podía sentir la fuerza de su mirada en mis ojos. Algunas veces lo hacía también cuando no me estaba hablando. Podía estar yo distraído con alguna otra cosa, o pidiendo que nos trajeran algo para comer, preferentemente unos diminutos alfajorcitos de maicena que venían en el menú junto a las variedades con lo que se podía acompañar el café y escucharla de fondo con su voz como un susurro que acompañaba la mía mientras hablaba con el mozo y aun así era común levantar la vista y verla mirándome, un poco distraída y hasta abochornada por la sorpresa. Cuando la sorprendía en momentos como esos, se sonrojaba y me increpaba, buscando alguna excusa para no tener que explicar sus motivos. Esas conversaciones distaban entre la cordura y lo delirante de sus explicaciones. Pequeña metáfora para explicar lo hilarante de nuestras charlas en un contexto donde la psicología quedaba en segundo plano:
– Te miro, porque a veces me gustaría saber que estás pensando –
– Pregúntame entonces –
– Si te pregunto, no tendría ningún sentido mirarte –
Cierta mañana se dejó llevar y me explicó detalladamente lo que según ella expresaban la mirada y los ojos. “son el espejo del alma”, me dijo. Habló sobre la combinación entre el iris y la retina y el reflejo que provocaban cuando ambos se comunicaban. Cecilia decía que podía anticipar cuando miraba a alguien a los ojos que era lo que este estaba pensado, o pensaría o estuviese por pensar, o algo así, no recuerdo bien las palabras, y es extraño que lo mencione, ya que en un punto puedo aun escuchar su vos pero no retener sus palabras. Igualmente, según opinó ella más tarde, su método podía fallar, ya que le resultaba imposible, y aquí si recuerdo claramente sus palabras, y eso también es extraño, ¿no?, que mis ojos eran inasequibles para ella. Meditaba largamente sobre eso, dándole un tinte de importancia, como si eso fuera a determinar a futuro nuestra relación. Cecilia creía que yo guardaba un secreto, alguna historia que no le había contado. Que era necesario para mí que yo lo hiciera para que de esa manera mi alma, claro siempre está el alma de por medio, pudiera estar tranquila y los sentimientos que poseía afloraran y no siguieran escondidos, atrapados, aferrados, enredados; y así sucesivamente, siguiendo por horas si la dejara, para aplicar cientos de adjetivos similares sacados de apuro de su libro de disparates.
Nos reíamos a carcajadas.
Cecilia era una chica inocente, y digo inocente en sentido figurado, casi imposible de hacer enojar, todo lo que decía estaba exento de maldad. Para ella el mundo entero carecía de maldad.
– Nadie es malo por naturaleza. – me decía, – sus experiencias son las que forjan el espíritu.
Y tal vez Cecilia tuviese razón hasta en ese razonamiento casi infantil. Nadie nace con malicia. Se aprende desde el momento en que se va perdiendo la inocencia, y ya no recordamos el olor a la tierra mojada, ni los domingos en el parque, o el olor a café con leche de mama por las mañanas antes de ir la escuela, cuando el recuerdo de aquel primer viaje en colectivo, solos, porque ya somos grandes le decíamos al viejo, para que no fuera con nosotros, se desvanece. Igual el corazón late fuerte, porque así debe ser, porque poco a poco nos estamos convirtiendo en algo que nunca pensamos ser, pero se es, inevitablemente, se es, como el reflejo que levanta un charco cuando se lo pisa, como la copa del pino en el invierno, se es, y uno no disimula y entonces todo nos parece más claro, y ese mundo en el que creíamos deja de ser un lugar justo para convertirse en otra cosa, algo extraño, hostil y maravillosamente contradictorio.
Y era un mundo vago el que nos cubría, casi pérfido e incoherente, un mundo que por primera vez nos invitaba a jugar el juego que más le gusta, aquel donde la rutina desaparece y el sentido de la lógica se apaga. Aquel que nos lleva a compartir otra existencia diferente a la nuestra, una que lentamente comenzaba a dominarnos y lograba que escapáramos por un momento de allí, de lo que tiene sentido, de aquello que se va forjando de a poco y que consume nuestra existencia, de aquello que forma las reglas y dictamina los pasos, y que también es parte de esa inocencia perdida, de esa tierra mojada que no podemos oler, y de la cara del viejo viendo como nos alejabamos en el bondi, de esa naturaleza que empieza a hacer el resto, que se arrebata y que de pronto, como un maldito golpe del destino nos vuelve a rodear y nos da un poco de sangre nueva, tan necesaria, y que buscábamos desde el primer instante en que nos subimos a ese colectivo y doblamos la esquina; y entonces sucede, de un plumazo, esa gente que creemos afín a nosotros desaparece, y logra llevarse consigo todas las limitaciones y la mediocridad a cuestas, para dejar que podamos ver un poco más allá de nuestros propios sentidos.
Aun hoy me hago la misma pregunta. Tratando de lograr entender cuáles fueron las circunstancias que hicieron que Cecilia y yo lográramos estar juntos y nos alejáramos por un tiempo de ese rol que fuera impuesto desde un principio.
Aunque esa es una pregunta que revolotea constantemente, ya pasaron unos cuantos años desde aquello que narro y el tiempo como todos saben ha actuado en consecuencia y no sé, quizás sea solo eso, y tenga que enterrar los fantasmas que aún pululan por mi cabeza dejando que yo no vea más que un reflejo de la persona que fui y que se perdió en el camino dando pasos vacilantes hacia la búsqueda de algo que nunca supe bien qué era y que no me ha abandonado.
Pero entonces estamos con Cecilia en el bar y ella pinta esas caras extrañas. Y habla un millón de palabras y dibuja en su cuaderno de mamotretos. Cuenta que empezó a cursar psicología con el único motivo de ayudar a la gente, de compartir sus cargas y hacer que el equipaje no les resultara tan pesado. Quería luchar por las personas que tenían que recuperar su espíritu, el que ella creía que todos teníamos y que nos daba la sensación de plenitud, y de armonía. Y lo sito tal cual ella lo dijo y puedo decir que no causa en mi asombro alguno. Ella hablaba de esa manera. Sentía de esa manera y actuaba en consecuencia de esa manera.
Otra vez el detalle, la palabra justa, el recuerdo preciso que llega por sobre su voz, y juega su papel en este rompecabezas que estoy tratando de armar, para poder explicar a Cecilia, o pienso que explicando a Cecilia, tal vez, pueda explicarme yo un poco como llegué a sentarme a escribir sobre ella y dar cuenta de los detalles, de su voz, de las palabras que decía, inclusive de las que no recuerdo bien e invento y pego en el armado que hago en mi mente sobre su presencia.
Cecilia guardaba secretos. No hablaba demasiado de su familia, ni de sus afectos. Contó una vez de un primo que solía visitar dos o tres veces al año, para que le contara las historias de sus viajes como vendedor de repuestos para vehículos pesados por la provincia de Buenos Aires. Le gustaba escucharlo: “me hace reír”, decía.
En alguna de nuestras charlas dejo escapar que tenía novio, casi como al pasar, como si no tuviese ninguna importancia, mezclado con alguna otra incongruencia de su palabrería que podía pasar sin términos medios de un tema a otro. Creo que nunca quiso contármelo, no era su intención. Para que llevar la conversación a ese punto donde ambos tendríamos que empezar a dar explicaciones.
Lo deje pasar. No significaba nada aun.
2 – 2
Ahora ya estamos en el segundo año desde que regrese a la ciudad y Lola se queda en mi departamento la mayoría de los días. Los fines de semana suele volar con algunos amigos y perderse en la noche yendo de un lado a otro, y de borrachera en borrachera. Por su puesto que no me importa.
Algunas veces me llama en la madrugada y tengo que buscarla y sacarla de algún boliche totalmente perdida.
Su cuerpo es encantador. Y en cada movimiento roza sus tetas contra mi pecho. Tiene los pezones grandes y turgentes. Y sus manos suaves recorren completamente mi cuerpo. Hacemos el amor casi todos los días, y a veces cojemos desesperados como si el mundo se fuera a acabar mañana.
3 – 2
Caminamos por la Quai d’Orsay.
Ella toma mi mano y la aprieta contra la suya, como si en ese movimiento pudiese apoderarse de ella para siempre.
Caminamos así, pegados uno junto al otro, dando pequeños pasos, mientras su mano juega con los dedos de la mía, tocándolos, sintiendo el roce que provocan cuando se encuentran, percibiendo el contacto y buscándose desesperadamente, acariciándose, recorriendo cada pliegue de la otra mano, apoyando las yemas y arañándose con las uñas dulcemente, tratando de acostumbrarse a la otra mano hasta reconocerse una con la otra, como si esa mano fuera la prolongación de la otra mano.
Las manos juegan el juego que saben, uniendo las partes en un todo y saltando rayuelas mientras caminan por la Quai d’Orsay.
Ahora esta tan hermosa. Ni siquiera cruzar por el Pont Alexander III
opaca su belleza. Lleva puesto un vestido celeste que aprieta con fuerza todo su cuerpo. Cecilia siente frío y se aferra a mí como una niña, y yo la ciento tan cercana, tan húmeda debajo de su vestido, tan llena de vida que todo lo demás me resulta innecesario, como un pesado lastre del que es imprescindible desprenderse para seguir adelante.
Nos apoyamos en la baranda del puente y vemos como una vieja barcaza cruza tranquila el Sena y va dejando tras de sí leves remolinos de agua. Desde el río un tipo nos saluda desde la cabina de la barcaza y hace sonar la bocina. Ella responde animada, levantando los brazos y agitándolos, mientras ríe a carcajadas, en una risa franca y desesperada a la vez, como si recién saliera de la pensión Orfila. Y en cada movimiento se aleja cada vez más de la baranda, girando en rededor de lo que van marcando sus pies y que la desplazan hasta el borde del cordón de la vereda, y logran hacer que toque un poco el empedrado de la calle. Y girar y girar, girar con todo su cuerpo, con los brazos abiertos, con el vestido celeste que el viento levanta para que muestre al mundo sus blancos muslos.
Y yo canto para que todos puedan escucharme, canto su canción con alabanzas:
“pleure le ciel alors que les hommes pleurent devant leur Vénus ressuscitée”. Canto para que nadie la olvide, le canto al mismísimo Dios, canto para ustedes porque lo perfecto solo dura un instante para el universo.
Cuando se detiene, al dejar de girar, me mira, me mira con esos ojos verdes azabache que tanto me conmueven. Se va acercando lentamente desde donde está, de un paso a la vez para no equivocar el camino. Cuando llega se detiene a centímetros mío, casi pisando las puntas de los pies, y pasa sus brazos alrededor de mi cuello, atrayéndome hacia ella y besándome. Y es un beso suave, un beso apenas, un beso que solo roza los labios.
Sus ojos me tranquilizan, me llegan, quizá como ninguna otra parte de su cuerpo, con ellos me siento fuerte, sereno, sé que allí quiero estar, y es un espacio que cubre mi falta, aquello que me es ajeno y lejano en este mundo. Cubre la maldita mediocridad que me rodea.
– Te amo – me dice.
1 – 3
El bar se convirtió con el correr del cuatrimestre en centro obligatorio de nuestras reuniones. El invierno avanzaba tan lento como nuestra lectura de los apuntes de las materias que cursamos. Al principio salíamos ser tres o cuatro en la mesa, Ricky, Cecilia, yo y a veces Nadia. Nos concentrabamos principalmente en temas relacionados con la carrera, pero apenas le prestábamos atención a los largos discursos que Ricky daba sobre Freud, del amor que sentía in crecento por el psicoanálisis, y de la cercanía de los primeros parciales. Cecilia y yo nos entreteníamos mirando los dibujos que ella hacía y Nadia, aburrida, se dejaba caer sin disimulo sobre su taza de café cargado, haciendo volar de vez en cuando, la cucharita por los aires.
Era sabido que aquello no duraría mucho, un tiempo después solo éramos nosotros dos y las charlas mutaban lógicamente a otros temas, principalmente a aquellos que lograran interesar a Cecilia.
– Tuve un sueño. – dijo, – anoche.
Tomo una pausa antes de continuar.
– Es un sueño que se repite de vez en cuando. Me gustaría contártelo.
– Claro. – le dije.
En ese entonces estábamos viendo en la facultad algunos temas relacionados con los sueños y cómo nos afectan en la vida diaria.
Freud aplicado a Cecilia o viceversa.
– Es algo pequeño. – Empezó diciendo, – le he dado vueltas al asunto y no logro comprenderlo.
– Bueno, creo que Freud estaba loco. – le digo, – a veces creo que ni el sabia de lo que estaba hablando, y por eso hizo una teoría tan difícil de entender.
Cecilia rio y me dio un manotazo en el brazo.
– No seas tonto. Te hablo en serio.
– Bueno. – le digo, – háblame en serio.
Se acomodó las mangas de la camisa y enderezo la espalda en la silla, en posición, para dar una larga perorata.
– Es solo una imagen. Como si fuera un destello. Lo primero que aparece es el lugar, unas veces puede ser en el patio de casa o quizás el parque, a veces cambia, es indiferente, lo que se repite es esa situación en la cual yo estoy recostada sobre el pasto, rodeada de los árboles y los bancos de cemento, eso es cuando estoy en el parque, en casa solo hay árboles, no sé porque ahora me estoy fijando en eso, tal sea importante. Pero bueno, lo que te quería decir es que parecería ser que el único propósito que le atañe a la imagen, es estar así, recostada y respirando profundamente. De repente algo cambia y de golpe yo me encuentro extiendo los brazos por sobre mi cabeza y estirando las piernas, y sonrió, va, me rio a carcajadas mejor dicho en un todo que se torna maravilloso, donde no pienso en otra cosa que no sea en mi risa y en el cielo que me rodea. Y es extraño porque nada que haya pasado hasta entonces parece querer colarse en esa escena y mi cuerpo se relaja y siento como si me estuviera elevando y tomando impulso para subir hasta el cielo y lentamente desvanecerme detrás de las nubes y flotar…
Allí hace un alto y se deja vagar, distrayéndose completamente de mí y de nuestra mesa y del café con alfajores de maicena que le gusta comer.
… libremente.
Nos quedamos en silencio. Apuro mi café de un trago y espero.
– Interesante – digo en un momento, solo por decir algo.
-Te parece – dice Cecilia, volviendo a prestarme atención.
– Sabes que los sueños solo compensan los deseos que están ocultos en el inconsciente.
Me maldigo y lamento en este momento que Ricky no esté con nosotros, así podría salir de este embrollo de interpretaciones.
-¿sí? – dice ella, y no sé si es una pregunta o una afirmación.
-¿sí?- repregunto.
-Digo que si pensas que puede ser eso. Que me está tratando de decir algo.
– El inconsciente. – aclaro.
– Sí. Eso.
– Supongo.
– Contame que crees vos que dice mi sueño – dice con curiosidad y algo de ansiedad.
– Lo mismo que podes saber vos, Ceci – le digo.
– Sabes que no caso una. Soy un desastre.
– Sé que a veces no nos gusta la respuesta a nuestras preguntas – le digo al ver su desconcierto.
– Dale – me dice, – dale, dale, dale – repite con vos suave – dale, dale, dale – insiste ante mi negativa.
– Está bien. – digo cansado.
Se frota las manos y ríe caprichosamente.
– Sos insistidora nena- le digo
– Sí.
– Me vas a volver loco.
– Si- responde mordiéndose el labio superior.
– Leí en un libro sobre los sueños, no lo digo yo, sabelo – le contesto, tratando de darle vueltas al asunto.
– Que nene, dale. – responde.
Entonces hablo de corrido, rápido, como si estuviera dando un examen oral, principalmente para salir del tema.
– Que ese tipo de sueños, se dan cada vez que alguien se siente un poco asfixiado de su realidad, quizá esas personas se sientan un poco oprimidas y presionadas por algo o por alguien y el sueño de volar les daría la posibilidad de recuperar una sensación de libertad que no tienen –
Me detengo en la última estrofa. No quiero pensar en las implicancias sexuales que están unidas a la sensación de volar y mucho menos me animaría a preguntarle algo a Cecilia sobre esto último. Hago silencio esperando que hable.
– mmm- apenas un murmullo de respuesta.
Gira la cabeza de lado a lado y pasa su mano por el pelo un par de veces.
No está muy contenta con la respuesta que le di.
– No es nada – le digo, – es solo una interpretación, y al final de cuentas quien soy yo para decir que sabe cómo interpretar un sueño. No tiene importancia.
– mmm – el murmullo otra vez.
Más tarde ya en casa al bajar la noche delibero su actitud con la almohada. Considerando seriamente no volver a abrir la boca.
2 – 3
Juego con las palabras mientras estas se acomodan en un orden correspondiente. Nuestros espacios están cubiertos de una manipulación constante. Parece un domingo de feriado, las calles están desiertas y las personas ausentes.
Estoy leyendo a Rimbaud casi por decantación:
Enfin, je demandarais pardon pour m’etre nouri de mensonge. Et allons.
Mais pas une main amie ¿Et où pousier le secours?
Me lleve el libro de la biblioteca de mí viejo, es un libro despiadado y provocativo. Las palabras actúan como disparadores; es una poesía lujuriosa, envenenadora, dolorosa, extremadamente dolorosa.
Son casi las diez y Lola llega de la facultad un poco atrasada. Dice que está cansada y que le duelen los pies. No le prestó atención. Se acerca a mí y me besa apenas los labios mordiéndolos suavemente. Se va luego hasta la habitación y se cambia, dejando la ropa tirada sobre la cama, su bolso y el celular. Yo sigo con Rimbaud aunque ahora no puedo concentrarme demasiado. Cuando leo prefiero hacerlo en soledad, prender un cigarrillo y ver como el fuego lo consume en cada pitada.
Lola regresa, lleva puestos sus jeens cortos y una remera escotada. Se pintó los labios de rosa carmesí y sonríe animada. Se sienta sobre mis piernas.
– Quiero que hagamos el amor- me dice, – después quiero dormir mil horas.
La escena se desplaza. Ahora estamos en la cama y la ropa vuela a los costados. Ella extiendo sus brazos y me atrae con fuerza hasta sus piernas abiertas. Se contrae al sentirme dentro suyo y arquea la cabeza para atrás cerrando los ojos mientras lanza pequeños gemidos entrecortados. Levanto un poco su cuerpo hasta que apoya su espalda contra el respaldar de la cama. Con el torso firme y su culo pegado a la madera, puedo tocar sus pechos, que caben perfectamente en mis manos, y besarlos, mientras mi cadera choca a un ritmo tranquilo contra el furioso vientre de Lola, que ahora se mueve con fuerza entre cada espasmo. Apretamos los cuerpos y las caras se juntan, cuando las bocas se encuentran, los dientes chocan y las lenguas se buscan y recorren su interior, mientras el aliento se mezcla pesado. Lola grita y agita con fuerza los movimientos, está por venirse. Yo trato de aguantar un poco más, retrasar el momento, disfrutar aunque sea un segundo más de su cuerpo y recorrer el espacio que va desde su matriz hasta su cabeza, para que una vez allí, pueda rendirme con un simple movimiento y dormir suave y profundamente; en un minuto que tal vez dure muchísimos años, el tiempo que lleve regresar desde su vientre hasta mí.
3 – 3
No contesto. Puedo sentir entonces su turbación, la incomodidad de no escuchar respuesta. Los ojos brillantes, los pómulos enrojecidos, el pelo que se mueve enfurecido y cae sobre su cara. Los labios pintados de rojo.
Y yo sabiéndome eterno nuevamente me desplomo.
Y me retuerzo en mi interior como una víbora en busca de alimento. Me inflo y la víbora larga el veneno como palabras, como finas estocadas de materia muerta.
La abrazo, y apoyo su cabeza contra mi pecho, la abrazo fuerte para que al hacerlo yo también pueda reponerme, no sabiendo cuanto durara, unos segundos tal vez o un millón de años, desde la creación misma quizás, desde que el hombre aprendió a caminar. Por eso la abrazo fuerte, para que no pueda escuchar mis delirios, para que las palabras que salgan sean las que necesita y le digan que también la amo, que no existe ahora nada más importante en la vida que ella, que nos amaremos día y noche y que solo pararemos para ir de compras, y si tenemos sed beberemos y nos emborracharemos sin remedio con el propio sudor de nuestros cuerpos, ¿y qué más?, ¿qué queres escuchar, Cecilia?, que soy esto, un aprendiz deseoso de ti, un aguerrido personaje de historieta, un fantoche innecesario de la noche.
Ella dice que necesita un cigarrillo. Saco el paquete de Gitanes del bolsillo de mi camisa y prendo el suyo y uno para mí. Y fumamos nerviosos sin decir palabra y mirándonos de reojo, como desconfiados.
– vamos a tomar algo – le digo.
Caminamos. A cualquier dirección. Entre la gente. Cecilia se siente incómoda, lleva la mirada al frente, los brazos a los costados, y los pasos largos.
Yo estoy pensando en que habrá sentido Henry Miller cuando June le dijo por primera vez que lo amaba. ¿Habrán caminado por estas calles? Pero ya no era June sino Mona en aquellos días, había cambiado su nombre para convertirse en literatura.
1 -4
– mmm.
En la semana que siguió al sueño, los cafés fueron de abundantes “mmm” entre nosotros.
A cada pregunta, un monosílabo como respuesta.
A cada gesto, la cara sonrojada.
Un poco cansado de la facultad y del trabajo horrendo que tenía e inutilidades varias de mi personalidad, sucumbí a la tentación de sumergirme lentamente en Cecilia, en el universo que ella describía fuera de cualquier lógica que propusiera el sentido común.
Pensaba en ella, sin rumbo aparente, ni motivo determinado, generalmente por la tarde, cuando el sol comenzaba a bajar y tras largas horas desde que la había dejado. Las sensaciones llegaban, primero como si lograran colarse pidiendo permiso, luego con otro ahínco y perseverancia.
Pensaba toscamente, buscándole la vuelta a su extraña pero perturbadora, por lo menos para mí, personalidad, que a esa altura ya se había vuelto determinante.
Todo lo analizaba desde un punto distante de la relación que llevamos adelante. Como si observara vernos a los dos parados en la vereda de enfrente. Sin meterme, siendo un espectador común y corriente de nosotros.
Estaba bien. Se sentía bien. Imaginarla. Apenas imaginarla salida de la obra de Samuel Beckett o los poemas de Pirandello. O una mala película de Doris Day y Rock Hudson en los años 50’.
Como digo, estaba bien y me sentía bien.
Paula ya por aquel tiempo era una realidad que representaba el equilibrio justo de mí nunca armoniosa vida.
Nombro a Paula a cuenta gotas, porque no es ella de quien narro los sucesos que acontecieron entonces. Estaba presente y es incuestionable su valor posterior en mi vida, pero es otra historia y otra realidad diferente. Trato de mantenerla al margen y traerla a consideración solo cuando sea imprescindible su aparición en escena.
Cecilia por otro lado actuaba despreocupada o parecía estarlo. Sabía en cierto punto que me resultaba indispensable pasar tiempo con ella y se acomodaba plácidamente en la comedia de partes. Reía y me miraba entre inocente y seductora, lejos del papel de mujer fatal y cerca de un terreno sedimentario, cubierto de matices y colores claros, de espinas y piedras rodantes, como si fuera una canción de los Stones, algo rudimentaria y llena de poesía.
Traía en papelitos de apuntes de colores notas con poemas que le gustaban o estrofas de canciones que escuchaba habitualmente en la radio que hablaban de amores imposibles o no correspondidos. Subrayaba con devoción las frases que tuviesen incluida la palabra amor y me pedía que las recalcara cuando las leyera. Nunca dejaba que las vea frente a ella y varias veces las escondía en los bolsillos de mi campera cuando iba al baño o me escapaba fuera del aula a fumar un cigarrillo.
Le gustaba jugar con esa incomodidad que generaba en mí, pero a la vez, solía estar muy atenta a las respuestas que le daba, y según fuera esta se sonrojaba o adquiría una timidez posterior que lograba dejarla sin palabras por largo rato.
Me divertía y ella se divertía. Digamos era un juego infantil y absurdo dado mi naturaleza, que podría pasar me decía. Por supuesto que nada. Por supuesto que todo.
2 – 4
– Tengo hambre. – dice Lola, – porque no salimos a comer algo.
– Bueno. – respondo yo.
Vamos a un bodegón cerca del Bajo, un poco alejados de la parte turística, donde habitan los salones de tango y los restaurantes étnicos. El lugar es tétrico, perdido entre un centenar de calles. La fachada no dice nada y el nombre cuelga en letras oxidadas que se caen a pedazos desde una marquesina roída por el descuido y la lluvia de primavera. “El palacio de las pulgas”, dice el cartel. No puedo evitar rascarme los sobacos cuando lo leo. Adentro no es mejor y las mesas apenas se cubren con un mantel lleno de moho y resto de comida pegada y las sillas se mueven a punto de quebrarse de un momento a otro. Las paredes están pintadas de negro o por lo menos se lo parece ya que la luz escasa no deja ver demasiado. Apenas se puede distinguir un poco la escena cuando la puerta de la cocina se abre para que algún mozo pueda traer la comida a las mesas.
Pedimos ravioles con salsa blanca y salsa boloñesa. Para tomar un Santa Julia chenin. Después de probar la comida puedo entender mejor porque este terrible lugar es tan popular en la ciudad.
Luego de cenar salimos a caminar un poco, Lola se agarra de mi brazo y se deja arrastrar por el hacia donde este tenga ganas de llevarla. Y es un momento donde ninguno de los dos habla y el silencio es agradable y su vos no retumba y podemos oír las voces de la gente y el ruido de los autos y las sirenas que suenan a lo lejos. De Victoria Ocampo a Bouchard, costeando la plaza Roma, hasta Tucumán y pegarle derecho hasta la 9 de Julio.
– Estoy cansada. – dice Lola.
Así que caminamos un par de cuadras más hasta Tribunales y nos dejamos caer en un banco de madera apenas iluminado por una farola inmensa que cuelga detrás.
Lola esta hermosa esta noche, resplandeciente, lleva puesto un vestido blanco con vivos amarillos y rojos en el centro y que le llega hasta las rodillas. Frente a nosotros una parejita nos mira disimuladamente mientras yo toco con las puntas de mis dedos sus piernas y las recorro desde las rodillas hasta el filo de sus muslos.
– Nos miran. – dice Lola.
– Que importa. – le digo.
– Me da vergüenza. – dice ella.
– No les des bola.
– Nos están mirando, Gaby.
La parejita no disimula y se sientan de frente para poder vernos mejor.
– Hablemos. – me dice.
– No quiero hablar.
– Dale. Después vamos a casa.
Suspiro. Un largo suspiro de resignación.
– Bueno. – le digo y busco del bolsillo de mi camisa el paquete de Phillips Morris. Le ofrezco uno a Lola y dice que no, moviendo la cabeza. Saco el encendedor del mismo bolsillo y prendo un cigarrillo. Dos pitadas después, Lola comienza a hablar.
– ¿a dónde vamos con esto? – pregunta.
– ¿qué?
– Sí. A donde vamos con nuestra relación.
– ¿… al departamento?- le digo tratando de distender el momento.
– Si vamos al departamento, ya lo sé.- contestó enojada.- vos sabes que quiero decir. ¿A dónde vamos vos y yo? –
No contestó enseguida. Me llevo una mano a la cabeza palma para abajo, cierro los ojos y cruzó las piernas en un movimiento automático que hace mi cuerpo cuando una situación no esperada se presenta. Al estar frente a la computadora y cuando las palabras no aparecen, el mismo acto reflejo, y la sumisión en uno, en el escondite, buscando que decir.
-¿no estás cómoda conmigo? – le pregunto. Hago un parate para decir que es una pregunta estúpida decirle a alguien justamente que está preguntando a donde va tu relación si esta cómoda.
– No es eso. Me siento muy bien con vos. Lo sabes. Hace tiempo que estamos juntos y yo paso la mayoría de el con vos. Sin preguntas, sin complejos, haciendo el amor, paseando, escuchándote; aunque a veces no entiendo un pomo lo que queres decir. Y aun así, escucho todo.
En ese punto la interrumpo. Y me hago la misma pregunta. Adónde vas con una chica menor que vos y con la que no tenes nada en común. Y sabes que es hermosa y su cuerpo es exuberante. Y que no importa que le digas sabiendo que cuando se acueste por las noches estará en tu cama, junto a ti, apoyando sus manos contra tu pecho para que puedas sentir el calor.
– Estoy bien. – contestó.
Un largo silencio. Los ojos perdidos apuntando a cualquier dirección. La misma situación de siempre. Cambian las caras, los lugares, hasta quien lo dice, pero siempre, siempre es la misma situación, tan incómoda para los dos.
– Yo también estoy bien. Muy bien. – y entonces lo dice. – creo que me estoy enamorando de vos.
3 – 4
Salto de un lugar a otro, irremediablemente proscripto. Las aguas del Atlántico me empujan de una orilla a la otra y las olas acompañan mi paso en calma, como si ellas también hubiesen sentido el efecto de sus palabras y acompañarán el murmullo de las voces en silencio, esas voces que ya se sienten muy lejanas y nos encuentran perdidos en una telaraña de millones de palabras y sensaciones perdidas. Si pensará lógicamente los hechos tal como se han desarrollado sucumbiría irremediablemente. Siempre me pregunté si podría amarla de nuevo.
Me siento dichoso, como un pájaro, me siento huérfano, como la estela de la noche.
Ella está aquí. Al diablo mis convicciones, al diablo el hijo de puta en el que me he convertido. Mañana habrá tiempo para emborracharse y escribir. Mañana quizás ella ya no esté aquí.
Y como eso no es suficiente ella habla y las palabras salen como borbotones. Me cuenta de su vida en Buenos Aires, de lo difícil que resultó separarse aquella vez. De su madre y del novio que tenía. Habla de ese día en parque Centenario donde nos sentamos junto a la fuente de agua para darle de comer a las palomas. De mis ojos tristes al acompañarla a la estación de trenes y de la angustia de no poder decirme lo que sintió al subirse al vagón.
Habla y yo la escucho.
París llueve. Son los primeros días de la primavera. El clima pesado es demasiado. No puedo ver el tren, una espesa niebla cubre la estación. El tiempo ha pasado.
Ella habla y yo la escucho abstracto en mis pensamientos como si el aire pesado que respiro no sucediera en París y no me dejara respirar. Y no importa lo que ella me diga pues el tiempo ha pasado y todo a quedado resumido a oscuros nubarrones en mi memoria, como si una pesada pared se atravesara sobre mi cabeza para no dejarme caer en aquel recuerdo.
1 – 5
¿Porque una alegría muy esperada, demasiado deseada, suele dejarlo a uno aturdido y disminuido cuando tiene lugar?
Era lunes. Después de la primera tanda de parciales. Los bancos pegados, a esa altura ya nos sentábamos juntos en el aula, las manos que se rozan y el murmullo de voces que no llegan. La nota escrita en un pedazo de hoja desgarrada del cuaderno, en letras grandes para no equivocarse, con tinta rosa, de que otro color podría ser, si no.
– Me gusta mucho estar con vos.
La miro aturdido, ¿ porque no le contesto?, y es que no me salen las palabras, y puedo decir que tengo bastantes para decir, pero no, la miro estúpidamente, aunque esa maldita nota en un papel arrugado, no signifique nada más que eso, y no lleve a ninguna confusión. Aparté no hay nada que me haga a predecir eso. No pensaba en ella como algo posible, no creía tener ninguna esperanza de que algo sucediera entre nosotros, había desechado la idea a los pocos días de conocernos, aparte tenía novio, y yo creía tenerla también, un dislate pensé. Pero aquellos ojos que me miraban fijos hicieron que no prestara atención a la clase. Solo podía concentrarme en mí y en el aturdimiento que sentía. Aunque supongo que ella no podía saberlo, mi turbación iba en aumento y todo gesto actuaba como un mensaje, presintiendo su mirada escrutadora, avasallante, como si ella comprendiera mi debilidad y la dejara allí, junto a la insoportable sin razón de confundir esos mensajes.
Al terminar la clase otra vez el café y los alfajorcitos de maicena. Esta vez que el café sea cargado por favor y no escatime con el coñac.
– ¿Estas nervioso? – pregunta
– Sí. – le digo
– ¿Es por la nota? – responde ingenuamente.
Asiento con la cabeza.
– Es que me siento muy bien con vos y tenía ganas de decírtelo.
– Yo también me siento muy bien con vos.
– Estos últimos días me pasaron cosas, sensaciones diferentes – me dice – ya te conté lo que me gusta hacer cuando estamos cenando en casa con mis papas y mi hermano y la televisión está prendida. Viste que a papá le gusta ver documentales, casi siempre de hechos históricos, esos que hablan de la guerra o de la revolución de algo, que se yo, cosas como esa, y te dije que a mi me gusta acompañarlo después de cenar, es como nuestro momento, y entonces me quedo un rato con el, sentada en el sillón del living mientras cabecea tratando de terminar de ver el programa. Me gusta compartir con el esas pequeñas cosas cotidianas que son hasta monótonas, pero son nuestras, entendes.
Asiento con un movimiento de cabeza.
– Pero no es eso lo que te quiero decir. Ayer en la cena me vi diferente, distinta, queriendo hacer otras cosas, quizás salir de allí y caminar un rato por la plaza, o ponerme a leer, o dibujar caras, escribir poesía, no sé, salir de allí, de esa monotonía que no me gustaba.
Se detiene y respira unos segundos tomando aire de nuevo para continuar hablando.
– Pensé en vos. No como algo necesario en mi vida sino como parte de ella. Después de cenar y de estar un rato con mi viejo, fui a mi habitación y empecé a garabatear caras en el cuaderno, ese que viste mil veces ya. Pero esta vez no eran caras extrañas ni de mis amigos o familiares, era tu cara, en muchas formas diferentes, con los ojos llenos, los rasgos entrecortados, y hablándome en un sentido figurado, diciéndome esas palabras que yo quería escuchar.
– No se… – le digo algo turbado.
– No tenes que decir nada. – me dice, – no es necesario, – sé que son sentimientos nuevos y tengo miedo de ellos pero a la vez me siento liberada, nueva, con energía, con unas ganas renovadas de vivir.
– No sé qué decir. – digo – Y sé que tengo que decirte algo. Muchas veces sé que tengo que hablar, pero me detengo, miro tus ojos, tu cara y como te sonrojas cuando hablo de lo necesaria que sos para mí. Pero me había acostumbrado a no sentir, a conformarme con verte y escuchar tu risa. Era importante saber que a pesar de lo que es mi vida, en algún punto el simple hecho de que estés cerca me alegraba el día.
Cecilia se sonroja y baja la mirada. Las manos apoyadas en la mesa, no me atrevo a tocarlas, jugando con sus dedos.
Tengo que decir algo, me repito en silencio. Es importante. Estoy sumido en un sentimiento inesperado, nuevo para mí también. Y tengo un miedo feroz, una sensación de saber que estoy a un paso de transformar mi vida por completo. Es el momento, me digo, habla estúpido, deci algo, mírala.
– Me tengo que ir. – dice ella sacándome de mi letargo.
– ya. – le digo.
– Sí. Le prometí a Ignacio que hoy iríamos al cine.
– ¿Ignacio…?
– Sí, mi novio.
Acto seguido se levanta apresurada, me besa en la mejilla y sale por la puerta del bar. Al llegar a la vereda se da vuelta y me da una última mirada, luego dobla y se pierde de vista.
Me quedo un rato más en el café, sumido en sus palabras. Tratando de encontrarle un significado. Y es eso lo que me mata, pensar, pensar en todo, en ella en mí, en el maldito momento en que empiezo a sentir.
Pienso en Paula. La había conocido un año atrás. En la esquina de mi trabajo. Me gustaba, era todo lo contrario a Cecilia, arrebatada, superficial, nada ingenua. Con miles de matices diferentes y camaleónica hasta el extremo. No creía aun estar enamorado de ella, pero me gustaba mucho y yo le gustaba a ella. Eso era lo importante. Pensé en ella y me sentí triste.
2 – 5
Como un incauto camaleón de estanque cambiando de color, deduzco a simple vista la poderosa habilidad de fracasar continuamente.
Después de dejar a Lola en su departamento, vuelvo al mío, haciendo una parada obligatoria en el kiosco 24 horas de la esquina del edificio donde vivo. Compro unos cigarrillos y una botella de licor. Pago con $200 y el tipo me da unos chocolates de vuelto, poco se puede hacer a esa hora como para reclamar algo, supongo igual que la noche se hará larga. Licor, cigarrillos, Rimbaud y chocolates.
Tomo el ascensor hasta el cuarto piso. En el pasillo me cruzo con mi vecina que sale con una bolsa de basura para dejarla en el dispensario.
– Un poco tarde. – le digo.
– Es igual. Todos son unos idiotas.
Concuerdo con ella.
Ya dentro del departamento dejo las cosas sobre la mesa y busco un vaso para poner el licor. Tomo uno del fregadero y lo enjuago. Sirvo el licor mientras decido si el vaso estará medio lleno o medio vacío. Me acomodo junto a la ventana y prendo un cigarrillo. Va a ser una larga noche me digo.
¿Amor?, ¿Lola me ama?
Qué difícil es no sentir más. La melancolía es solo un estado cualquiera de mis emociones. El mayor miedo que tengo es que el tiempo la borre definitivamente de mi memoria, como si este fuera un abandono suave y placentero, sin dolor, como el sosiego de los condenados.
Sé que cuando pueda dejarla ir será el final.
¿Se podrá volver a amar de nuevo?
“Se peut-il qu’Elle me fasse pardonner les ambitions continuellement écrasées, – qu’une fin aisée répare les âges d’indigence, – qu’un jour de succès nous endorme sur la honte de notre inhabileté fatale ?
(O palmes ! diamant ! — Amour, force ! — plus haut que toutes joies et gloires ! — de toutes façons, partout, — Démon, dieu, — Jeunesse de cet être-ci ; moi !)”
¿Y pienso en que significa la vida en este momento? Una canción triste en la radio, un suspiro vacío, el diamante que se perdió en los sueños.
Nadie nos prepara para ello. A pesar de los años y la experiencia, estos no bastan. Reír y llorar con la misma intensidad es casi obligatorio. Quien no necesita nada está vacío completamente. Quien dice ser inmune a los encantos de esa adrenalina no es verdadero. Las personas tratan incansablemente de conseguir aunque sea unos pocos instantes de felicidad. En nuestro egoísmo, poco nos importa dejar lo que sea en el camino. Decimos, seguir adelante y matamos de un plumazo todo aquello que fue importante en nuestra vida. Que importa, a quien le importa. Nadie entenderá nuestros motivos. Actuar por impulsos es al fin un sentimiento vacío. Después de la contención y cuando el alma recupera el habla, ya no queda nada, y otro vez el vacío que nos llena. Y así indisimuladamente nuestros sentimientos volverán a un principio, a ese en el que fuimos felices. Siempre se vuelve al principio, tarde o temprano.
Pasa la noche. La brisa áspera de la mañana lo tapa todo. Casi sin dejarse ver el sol se mezcla con la humedad.
Lola dice que me ama. No estoy pensando en nadie. ¿O sí?
Quedó tumbado de espaldas al techo y me pregunto qué se habrá propuesto Dios al hacer un mundo tan triste.
3 – 5
Mecerme indefinidamente en la autocompasión. La mente arrebolada y los suplicios más infames. Trato de recordar. ¿Por qué? Si todo no es más que una línea de tiempo que carece precisamente de ese tiempo que se busca. Tengo que domar al cachorro que se despertó un día. El que me roe las entrañas a cada paso que doy. El ángel caído: dolor.
Supuse un día que podía controlarlo, pero el cachorro está allí junto al desprecio y al rechazo que embargan los días. Sería fácil abstraerse de esa sensación y comunicarle al resto de los pensamientos que el cachorro dejaría de crecer de un momento a otro para darle paso a las palabras. Escribir sobre eso y matarlo de una puñalada al corazón. Sacarle la sangre y esparcirla en un vaso semi lleno de esencias profundas. Dolor, como algo duradero, como el frió invierno de este lugar. Doy pasos pequeños en el espacio que rodea al espacio mismo. Me dejo llevar por la marea de frases muertas y enterradas en algún lugar de mi alma. Recapitulo y vuelvo a empezar siempre desde el mismo lugar, siempre desde la desesperación de no poder decir nada. Sentarse una vez más frente a la máquina de escribir y mirarla de soslayo para que no pueda absorberme demasiado. Necesito el dolor, sin él no soy más que otro tipo mediocre. Si algo puedo agradecerle a ella es eso. El no sentir, el no haberme amado. Dejarme tirado solo a la buena de dios, no fue más que una consecuencia lógica que me rodeo sin más que de un montón de cosas inútiles, de libros y pinturas, de momentos perdidos, de desprecios y humillaciones. La veo reír y el cachorro crece cada día un poco más, casi indomable, crece y desgarra poco a poco mis entrañas, las mastica lentamente y las escupe en un balde lleno de saliva y putrefacción. Desgarra una y otra vez la piel debajo de las uñas, desgarra los ojos y los labios, arranca el pelo uno a uno y corrompe los huesos del cuerpo hasta llegar al corazón. Mi cachorro es voraz, lento y preciso, cada día crece impasible y llena su boca de mañanas y cigarrillos. Cuando quiero atraparlo se esconde seguro en un rincón de mi cabeza, y se agazapa hasta que tenga que aparecer nuevamente y empezar a devorar todo otra vez. Imagino su cara y sus bigotes finos de felino salvaje, las garras puntiagudas en forma cuneiforme, los ojos grandes y estúpidos, el gruñido feroz y el color dorado como el sol. Lo adopto y lo acaricio como si fuera mi primera mascota, la que nunca abandona, la libre pensadora, la magnífica mascota que me acompaña desde siempre. Mi cachorro y yo unidos al destino inexorable de esa línea de tiempo imaginaria. ¿Eres tú o es solo tu reflejo en el espejo?
1 – 6
No hace falta ser un genio para descubrir lo que pasa. La incomodidad es notoria. Quiero llevarla mi casa y ella no quiere. Quiero ir a su casa y ella tampoco quiere.
– Quedémonos acá.
– Como quieras.
– Me gusta este lugar.
– Está bien.
Tomamos nuestro café de todas las mañanas.
– Me queres. – le pregunto.
– No lo sé. – dice, – no sé qué quiero.
– Está bien.
– Pienso en vos. Ya lo sabes.
– Está bien. – respondo.
– No es justo para ninguno de los dos.
– La vida no es justa.
– No es así. La vida es justa. Las cosas suceden por algo. Yo estaba bien. Mi vida estaba bien. Tomar café con vos estaba bien.
– Y entonces que. – le digo, nervioso.
– Paso que te conocí.
Bueno basta. Pago la cuenta y salgo despavorido del bar. Dejo a Cecilia sentada. Es la primera vez que no sonríe.
Tengo que ir trabajar a la librería. Tres veces a la semana, seis horas por día, alcanza para pagar los gastos del departamento. Mi vieja me ayuda con la comida y otros gastos como ropa y transporte. Odio ese lugar, odio sacar fotocopias a estúpidos oficinistas, odio vender lapiceras y libretas, agendas, manuales de primaria, lápices, lápices rotring, lápices rotuladores, lápices azules, rosas, negros, lápices Cross, odio vender carpetas, y cartulinas.
Dos cuadras más adelante escucho que gritan mi nombre. Me doy vuelta y veo a Cecilia corriendo para alcanzarme, lleva puestas sus zapatillas de tela; es raro verla en zapatillas, casi como que hubiese previsto que hoy tendría que correr, levantarse a la mañana y correr, imposible con los zapatos de taco. Quiero ser irónico y no me sale.
– No te despediste. – me dice.
Hago un gesto con la cabeza, inclinándome un poco sobre el hombro izquierdo.
Cecilia respira entrecortadamente para recuperar el aire. Se agacha apoyando sus manos en ambas rodillas.
– Tendría que hacer un poco de ejercicio.
Me rio. Ella ríe.
– No te enojes conmigo. – dice.
La ayudo a reincorporarse. Al levantarla, la tomo de las manos, quedando enfrentados casi sin proponérnoslo, acercándonos de a poco sin soltarnos las manos, hasta quedar a unos centímetros de distancia. Ya no había retorno, todo lo que fuera a pasar después no importaba y por un momento mágico, y digo mágico, porque en realidad lo he pensado infinidad de veces, repasándolo una y otra vez, creyendo así que la sensación se desvanecería después de un tiempo y solo quedaría el detalle, la anécdota, porque necesitaba que fuera de esa manera, un simple momento para contar en los asados o en los intervalos del laburo cuando se sale a fumar y todos ríen y cuentas boludeces, cosas sin importancia. Claro que hubiese deseado que fuera de esa manera, porque así suceden las cosas que tienen sentido. Así funciona el mundo.
Entonces nos besamos. Y los labios se tocan como si se conocieran de toda la vida y las lenguas apenas se tocan rozando los dientes, entonces siento su aliento en mi boca, su perfume impregna mi ropa.
– Chau. – dice, apenas nos separamos. – nos vemos mañana.
Da media vuelta y de nuevo a correr. Bastan veinte segundos para que la pierda de vista completamente mezclada con la gente apurada del mediodía.
Después el día que pasa, y lo que fue un sueño de madrugada se vuelve real y uno ya no quiere despertar, para que, si la realidad que nos absorbe vive alimentándose de carroña, de rumores ávidos de cruel felicidad. De almas humanas desperdigadas delante de nosotros en mentes, cuerpos, y rostros que se funden en uno solo, y nos encuentra idos, en el sin sentido, mientras la marea se atasca en una ciudad que busca desesperadamente su identidad. Una ciudad que vive de noche y todavía busca a sus hijos muertos en tumbas sin identificación. Aquella que ya no le pertenece a nadie y que reproduce hasta el hartazgo a personas lunáticas en un sosiego desbastador de frenesí, lleno de imágenes recurrentes. La ciudad de espejos reflejados en los rostros y los cuerpos exhibidos como carne. Llena de negocios para turistas y pobreza arrinconada en los suburbios.
Entonces de nuevo sus ojos verdes y la sonrisa cubierta de dientes blancos que acuden al rescate.
Y estoy saliendo a la superficie con el corazón en llamas. Soy un millón de palabras y de gestos.
Esa noche al llegar a casa no cene, vestido como estaba me tire en la cama sabiendo que no podría pegar un ojo aunque lo quisiera. Cuando Morfeo estaba a punto de vencerme sus labios pintados de rojo aparecían bruscamente para dejarme moribundo en el extraño universo que se había formado.
2 – 6
Sentado en una estúpida oficina observo un poco más allá de los que mis ojos quieren ver. Y es como si estuviera divagando en un mundo donde la carne es más importante que el conocimiento. Si los uno, será menester de ellos poder crear una atmósfera adecuada. Es por eso que cuando deseo es también importante el saber. Están unidos por esa capa invisible que es la vida. Se retuercen ambos en inconexas y extrañas marañas de sensualidad.
Suena el celular.
– Hola. – atiendo.
– Hola. – del otro lado la vos de Lola.
– Hola linda.
– Hola. – vuelve a repetir.
– Desapareciste toda la semana. Le digo.
– Tenía que estudiar para los parciales.
– Bueno. – le digo, – a veces es mejor estar solo.
– Sí. Sobre todo yo, sabes que me concentro bastante poco.
– Lo sé.
– Te llamo porque estuve pensando en lo que hablamos el otro día.
– Claro.
– Igual quisiera verte. Me da no sé qué contarte por teléfono.
– Claro.
– ¿Queres que nos veamos hoy?
– Dale. – le contesto, – te parece bien a la nochecita cuando vuelva del trabajo.
– Me parece bien.
– Bueno linda, besos entonces.
Corto.
Puf. Fue lindo mientras duro.
No puedo ofrecer algo que tan poco pude darle a Paula.
Tengo treinta y cinco años. Maldito seas con tu lógica. Maldito seas con todos tus fantasmas.
Tomar nota: Acordarse de golpear con fuerza la cabeza contra la pared. Gesto noble ante la posibilidad cierta de cometer futuras estupideces.
Cigarrillo. Café de las cuatro de la tarde.
Tomar nota: al golpear la cabeza. Tener lista una toalla mojada por si esta sangra en demasía.
El jefe pasa por la oficina. Hay que preparar los balances para el lunes. Me pregunto cuánto falta para terminar la carrera.
Olvide que había quedado con Mauro para encontrarnos por la noche.
Lo llamo y quedamos en vernos mañana.
Paso la mayoría del tiempo cancelando cosas.
Curioso que vivir pueda volverse una mera aceptación.
Las carpetas con los gastos del trimestre desparramadas por el escritorio.
Un viaje no me vendría mal. Siempre quise conocer el Congo.
Viajaría con una maleta con poca ropa y los anteojos de sol para no irritar la vista. Dicen que el calor es agobiante. También llevaría la botella de agua mineral y los cigarrillos en el bolsillo del pantalón.
Es estupendo saber que vivimos rodeados de cosas inútiles.
Vuelve el jefe. Los ejecutivos adelantaron la entrega de papeles para el viernes.
Fantástico.
Si llamo a mi vieja quizás prepare canelones el domingo. Va a preguntar cuándo van a venir sus nietos. ¿Después de los canelones?
Las seis. Salgo a una velocidad que mis pies no comprenden. Bajo las escaleras del séptimo piso porque no quiero esperar el ascensor. Mientras desciendo voy sacando un cigarrillo del paquete. En la puerta lo prendo y doy dos largas pitadas.
Tengo que acordarme de comprar una botella de gancia para que tome Lola. Y dos limones. Si no me distraigo hasta puedo preparar algo para comer.
Tomo el subte A. bajo una parada antes para pasar por el súper.
Entro al departamento cerca de las siete treinta. Lola llega alrededor de las ocho treinta.
Desisto de cocinar automáticamente. Voy a la heladera y preparo un campari con naranja.
Me siento en el sillón y prendo la tele. Pasan una repetición de Robotech por el canal 83.
Suspiro. Que buen programa.
Puntual como nunca, llega ella a la ocho treinta.
Pregunto si quiere tomar algo. Dice que no.
Nos sentamos a la mesa, uno frente al otro.
Suena su teléfono. Se disculpa y se levanta para contestar. Va hasta la habitación para hablar. Me quedo sentado y apuro el tercer vaso de campari.
Vuelve a sentarse.
– Perdón. – dice.
– No hay problema.
– Es un amigo.
– Está bien.
– ¿Estas celoso?
– Claro. – le digo.
– No tenes porque estarlo.
Extiende las manos sobre la mesa y toca las mías con la punta de los dedos.
– Estoy enamorada de vos.
– Lo sé.
– No quiero seguir jugando.
La boca pequeña sin pintura. Los ojos maquillados. El pelo atado con un rodete sobre su cabeza. Hoy es castaño. Mañana amarillo. Ayer era azul o rojo o fucsia.
– Me gusta el color de tu pelo.
– Es mi color natural.
– No sabía.
– No soy una tonta.
– Nunca dije que lo fueras.
– Tengo 21 años. La mayoría de las veces no tengo la menor idea de lo que va a seguir a continuación. Estudio porque no tengo idea del futuro. Sabes que no me gusta. La ciudad me resulta extraña la mayoría del tiempo. Tengo más amigos varones que mujeres. Igual se, ya me lo dijiste que la mayoría solo quiere cojerme.
Hago una mueca de aprobación.
– Quiero largar todo y volver a casa. Conocer a alguien y establecerme, tener un hijo o dos. Estar tirada en la cama todo el día mirando la tele y hablando por mi celular. Que los tipos hagan cola para que les preste un poco de atención. Salir a bailar y volver borracha, en cuatro patas y vomitar en la vereda o en el patio.
Hace una pausa y mira a un costado. Le tiemblan las manos
– Quiero tomar algo.
Me levanto y preparo un vaso con gancia cargado con unas rodajas de limón y un poco de 7-up. Lo apoyo delante de ella. Toma un trago hasta la mitad y vuelve a apoyarlo sobre la mesa.
– Soy una chica de pueblo. Y estoy enamorada de vos.
Maldita sea.
Los fantasmas.
Me levanto de la mesa y doy la vuelta para besarla. Lola se entrega sumisa. Es hermosa. De una belleza extraña. Amo sus labios imperfectos. La hacen humana. Su cuerpo es todo lo que alguien como yo desearía y su compañía la mayoría de la veces es agradable. Amo como me hace reír. Paso mucho tiempo desde la última vez. Amo como se entrega en la cama y como acaricia mi pelo por las noches cuando finjo estar dormido para poder sentir sus dedos recorriendo mi cabellera. Escucharla hablar entre dormida y su sonrisa por las mañanas. Amo preparar el café y llevárselo a la cama.
– Queres quedarte a dormir. – le pregunto.
– Hoy no. – me dice, – salgo con unos amigos.
– Está bien.
– No estés celoso. Sabes que sos vos.
– Está bien.
– Necesito salir de acá. Vivir. No puedo quedarme sentada esperando.
– Está bien.
Se levanta de la mesa y encara para la puerta.
– Nos vemos.
Abre la puerta y se va.
Me he dado cuenta de que siempre me quedo solo. Sentado. Nunca soy el que se va. Aunque escapo continuamente. Llevo toda la vida escapando. ¿De qué?
3 – 6
Cecilia dice que trato de buscarme. No le creo. No puedo creerle.
Llego a Paris empujada por un artículo que leyó en una revista de nuevos escritores que me nombraba. En su casa nunca entendieron su afición por este tipo de publicaciones. No aparentaba ser una mujer a la que le interesara demasiado la literatura. Me dice que detrás del armario de su habitación guarda una pila de varias decenas de revistas literarias, algunas inclusive de dudoso gusto. Cuando dice dudoso gusto pienso que debe ser algún tipo de publicación erótica o semi pornográfica, en la cual seguramente publicaron algún artículo mío. Que por otro lado no recuerdo y de la que tampoco vi un centavo.
Aun si fuera cierto. No tiene ningún sentido. Ya no tenemos veinte años, ¿se puede vivir de un recuerdo? El presente es tan mediocre que buscamos desesperadamente algo en nuestro pasado que nos haga sentir mejor. Me acuerdo de ella, vaya Dios si me acuerdo de ella. Suelo escribirla en mil noches y mil caras.
También la ame. Y como todo amor no correspondido en su momento este termina huyendo inexorablemente hacia un mañana que no la tenga presente.
Pero esta tan hermosa hoy. Y ayer. Toda la semana.
Quiere que regrese con ella a Buenos Aires.
Paris es tan hermoso en primavera Cecilia, para que volver a una ciudad lluviosa y húmeda. Que habría allí para mí. Pasaron diez años desde que tome un avión con destino a Barcelona y no he regresado desde entonces.
– Vamos al jardín des Tulleries – le digo.
Aprieto su mano fuertemente para cruzar por la place de la Concorde
sin detenernos. Vemos la guillotina, inerte, como un muestrario nefasto de la estupidez humana. Cuentan los viejos que se sientan en los bancos de granito por las tardes que si haces silencio y te concentras, puedes escuchar aun los gritos de horror de María Antonieta y de Luis XVI cuando les cortaron la cabeza. Con solo cerrar los ojos puedes ver la expresión en el rostro de la reina caída en desgracia al echar una última mirada suplicante ante aquel auditorio deseante, que solo quería ver su cabeza rodando por el fango.
¡¡Liberte!!
Cuanta sangre derramada en tu nombre.
Cae la cabeza de la reina y el verdugo la muestra a la muchedumbre que abarrota la plaza de la Revolución, donde nace la avenida de los Champs-Elysees, gritando con furia: ¡Viva la República!
Cecilia pregunta sobre unas estatuas que están en la plaza.
Ahora tomamos por la rue de Rivoli y damos la vuelta alrededor del parque hasta llegar al jardín del Carrousel.
Nos sentamos en una de las terrazas arboladas que dan al Sena. El garcon viene hacia nuestra mesa. Pedimos. Un black rose para ella y un pernod para mí.
Cuando el tipo se va y estamos solos de nuevo vuelvo a experimentar la sensación de abatimiento. La coraza que armo alrededor no deja pasar los recuerdos reteniéndolos en punto medio. ¿Es el fin?, me digo ¿o solo estoy experimentando una nueva forma de amarla?
Nos miramos como cíclopes, devorándonos en una contemplación lasciva.
Ella intenta con sus ojos verdes en hacerme ceder. Yo trato de distraerme y pensar cómo se verá su cuerpo desnudo en la cama.
1 – 7
Bajando por Independencia veo a un vagabundo tomando lo que parecía ser una botella de aguardiente sentado en la entrada de un edificio, con un perro acostado a su lado. Me pareció tan surrealista la imagen que desee que este fuera el portero del edificio. As que me acerque y quise acariciar al perro. Cuando lo intente el perro me gruño sin siquiera molestarse en levantar la cabeza para verme. Al tipo no parecía importarle demasiado enfrascado en su lucha con la botella.
Seguí caminando. No sé qué voy a decirle cuando la vea.
Pienso si no era yo quien necesitaba la caricia.
Cuando estoy a media cuadra la veo esperándome en la entrada de la facultad junto a otras chicas. Me saluda con un beso en la mejilla. Entramos.
– Estuve pensando mucho en vos- le digo
– Yo también – dice, – no es una locura.
– Ya lo creo.
La clase resulta ser bastante interesante. Últimamente lo que pasa alrededor me resulta insuficiente. Busco respuestas sin formular la pregunta. No estoy concentrado. Divago entre la realidad y la fantasía.
El profesor habla de los mecanismos automáticos que la personalidad adopta ante diferentes circunstancias, creados por el inconsciente que lo hace real.
Tomo notas, me abstraigo de lo que ocurre a mis espaldas. Participó activamente de la clase. Opino.
Cecilia juega con su lapicera, parece no interesarle demasiado la clase. No puedo juzgarla. Carezco de prejuicios.
El mundo es ampliamente grande para todos. El destino no existe sino en nuestras propias fantasías. Las personas se encuentran como se desencuentran. Cada uno toma lo que cree necesario para sí mismo. Es fundamental saber esto.
Cuando el tipo cambia de tema, me concentro en ella. En su mano jugando con la lapicera. En el aula abarrotada de estudiantes. En los colores de las paredes, en los bancos gastados, el pizarrón gastado, el profesor gastado.
En que quiero besarla y arrastrarla a mi lado. Acariciarla, que me acaricie la mejilla y me diga que todo va a estar bien. Gabriel, mañana todo va a estar bien.
– Hacemos algo hoy – dice ella.
– Tengo que trabajar.
– Qué mal.
Odio al maldito sistema.
– Mañana entonces.
– Claro.
Me detengo ante la respuesta. A la mierda el sistema.
– Mejor hoy – le digo.
– ¿No tenes que trabajar? – me dice.
– Ya no.
-ahaa. Bueno, mejor.
-¿Qué queres hacer? – pregunto.
– No sé. ¿Ir al cine?
– Y si vamos a caminar- le digo, – a la costanera.
– Hace frío. – responde.
– Traje la campera. Te la presto.
– Bueno. – acepta, – tengo hambre. Vas a tener que darme de comer.
Se ríe. Descubro su magia cuando lo hace.
– Por supuesto.
Salimos de la facultad pasados el mediodía. En la puerta paro un taxi y subimos. Nos sentamos pegados, rozándonos los muslos. Instintivamente nos agarramos las manos. Se sienten pegajosas. No nos importa. No hablamos durante el viaje y ambos miramos por la ventana del taxi como si fuera muy interesante lo que ocurriese afuera.
Cuando llegamos le doy mi campera para que se la ponga. Hace frío. Es lógico, estamos en invierno, y Buenos Aires tiene uno de esos días en que se le ocurre no ser tan húmeda.
Buscamos un carrito y nos acomodamos en un par de banquetas vacías. Alrededor nuestro varias personas apuran la comida rápidamente para volver a sus trabajos.
Tenemos todo el tiempo del mundo. Siento lástima por ellos. Nos reímos con Cecilia, de nada en particular, estamos contentos de estar ahí simplemente.
Un hombre de traje sentado al lado nuestro hace una mueca de desagrado. Le hago una seña a Cecilia y esta apoya su cabeza contra mi hombro, alejando un poco su banqueta de aquel tipo.
– La gente está muy susceptible hoy en día. – le susurró al oído.
– Ya lo creo.
– Me gusta tu risa. – digo y tomo su cabeza con una mano, acariciando en el rose su oreja izquierda y la beso largamente sin importarme quien estuviese al lado.
– Me siento feliz.
– Yo también. – responde y volvemos a besarnos.
Comemos dos hamburguesas y un cono de papas fritas. Una sprite para ella y una coca para mí. Pago y salimos volando. Costeando el paredón que da al río. Cada tanto prendemos un cigarrillo y fumamos. A veces un Marlboro y otras veces un Virginia Slim de su cartera. No puedo creer que este pitando esta porquería. Aun así es el mejor cigarrillo que probé en la vida. Su gusto es completamente distinto a todos los gustos. Sabe a ella.
Aun después cuando ya paso el tiempo y cambie inclusive la marca de los que yo fumaba, cada tanto compraba un paquete de Virginia para volver a sentir el gusto que sentí allí junto a ella. Nunca lo logre. Solo sabía a cigarrillo.
Nos sentamos en una pequeña plaza armada de apuro frente al Jorge Newbery. Reímos, hablamos, soñamos, nos besamos, planeamos vaya a saber qué cosas. Somos felices. Una tarde, somos felices. Y el mundo pasa a ser un lugar agradable para vivir.
Unas horas más tarde la dejo en la estación de Chacarita para que tome el tren.
– Te amo. – le grito cuando sube al vagón.
No puede escucharme. Me saluda llevando su mano a la boca y apretando los labios.
Hasta mañana le digo, hasta mañana me digo.
2 – 7
Para volver a renacer, primero hay que morir. Y yo todavía estoy muriendo.
Entonces el silencio se desparrama por toda la habitación.
Las caras resultan extrañas, aun las conocidas.
A veces siento que fui un simple espectador de su vida.
Paso un mes desde que vi a Lola por última vez.
Estamos en época de vacaciones.
Pienso que es probable que haya vuelto a Santa Rita.
Siempre es bueno regresar a casa. Yo siento que estoy en ella.
Por primera vez creo estarlo.
Recostado junto al barandal del balcón, observo la escena; las calles vacías, el perro en la esquina junto a la basura acumulada, las bocinas de los autos pasando por la Avenida, el lento repiqueteo que da mi vecina cuando cruza el cuarto. Es increíble lo sensible que uno se puede tornar, ayudado simplemente por un poco de silencio. Entonces quizá, y me digo quizá, como para aguantarme lo que viene, digo que extraño a Lola. Y lo que viene es el recuerdo de aquello que se fue transformando en Lola, y no se realmente si es Lola o su recuerdo. Es decir mi cara en el cuaderno de mamotretos.
Así que como siempre, la máquina de escribir y la necesidad de sentirla cerca. De escribir sobre lo que nunca fuimos. De ahogarla en otras voces y otros cuerpos. De cambiar su rostro, su color de ojos y el de su pelo. Avanzando y retrocediendo continuamente para prescindir del tiempo y saber que así todavía puedo conservarla.
Pero extraño a Lola. Y empiezo a desconfiar de mi propio juicio.
Y tiro las hojas que escribo para disimular la culpa.
3 – 7
En el pasado su piel habría un significado de magnificencia, imposible de no sentirse absorbido ante esa virgen infecunda, mezcla de arroyo sereno y miel recién cosechada.
Aquí en Paris Cecilia despliega sensualidad a cada nueva vibración, se ha convertido en una verdadera mujer sin atisbo alguno de aquella adolescente inocente que conocía. Yo también he cambiado y ya no me muevo impulsado por ese tonto fulgor que Charly explico tan bien en aquella canción que supo cantar con Seru Giran.
Sabe sin animosidad de parte que el sexo es necesario. Una construcción indivisible que une el presente con el pasado. Yo había perdido mi romanticismo y ella aquella inocencia que la convertía en esa mujer mitad niña, mitad adulta.
Cecilia me ama. Y su amor es sincero. Pase lo que pase, ella quedara soldada a mí de una manera terminante.
Me pregunto de nuevo si estoy preparado para recibir su amor.
La vida salvaje de Paris me ha apartado de todo lo que alguna vez quise. En esta temporada de burlesco no contemplo otro modo de existencia que no sea acaparar lo que me rodea y tragar putas y libros, plazas y cafés, bufones y marionetas. Vino y esencias. Arte como fuente de conciencia.
Hay que expulsar enteramente el universo de odio que he formado en el interior del alma. El modo de hacerlo es escribiendo. Llenando las hojas de insultos y de obscenidades, sin pisca cierta de amor. Al fin de cuentas me digo, que derecho tiene ella de aparecer nuevamente en mi vida después de un tiempo considerable y decir sin ningún tapujo que me ama con locura. Como si yo dominara el arte de hacer girar al mundo y lograr que pudiéramos encontrarnos mágicamente en alguna esquina de Buenos Aires.
1 – 8
Observo el precipicio desde el borde.
La primera vez que estuvimos juntos con Cecilia sentí que estaba perdido. No fue en el departamento, tampoco en su casa, esa que por otro lado nunca llegue a conocer. Lo hicimos apurados detrás de las gradas que dan al hipódromo de Palermo. En una fiesta de la facultad sin novios ni novias, con una considerable cantidad de alcohol en la sangre y con la calentura previa de arrastrarnos por el pasto mojado.
Es decir estaba perdido mucho antes, cuando la conocí, ahora estaba muerto.
Casi no veía a Paula y ni siquiera contestaba sus llamadas. Iba poco a casa de mi madre y frecuentaba un poco menos a mis amigos.
No podía decir lo mismo de Cecilia. Hablaba a cuenta gotas de lo que hacia fuera de lo que era verme, y las menciones a su novio eran mínimas. Aun así, confeso que todavía estaba con él.
Cuando lo dijo, desfallecí, dando rienda suelta a una angustia naciente que me perseguiría por muchos años, cuando de solo imaginar que ella podría estar o estaba con alguien más, me mataba, inclusive después de dejar de verla, la imagen era igual, perdida en otros brazos, otras bocas, otros amaneceres.
No estaba celoso, estaba aturdido, desconfiado de lo que fuera a hacer yo. De las reacciones diarias. De mi estupidez galopante. Pero igualmente juzgar la situación de entonces no adquiere valor alguno ya que el solo hecho de haber descubierto que podía sentir algo descabelladamente nuevo y manejarlo bien era impensado. Me había enamorado de una manera tan brutal que dolía.
Descubrí que el amor dolía. Allí junto a las gradas, recostado en el pasto, besando su boca, aspirando el sabor de su cuerpo, mientras el tiempo se detenía inexorablemente en un mañana que nunca llegaría.
2 – 8
Salgo por las noches como un huérfano, observándolo todo con aire devastador.
Los amigos acompañan al pasar, como las copas y la comida.
Me detengo en cada bar de la ciudad y entro poseído al infierno que provocan.
Estoy rodeado de gente pero estoy solo. Extiendo la mano buscando alcanzar algo que me llene, algo al fin que me dé una respuesta.
La busco desesperadamente hoy en cada trago de alcohol, en cada mirada pérdida, en cada palabra que me dicen. Lo busco en cada espacio por cubrir, en un inventario inventado de futilidades. Lo busco en los libros que leo, en la poesía maldita, en el dolor ajeno que no se complementa ni aun creyendo que soy parte.
Se retuerce el estómago dando escupitajos de mis entrañas.
Basura. Todo esto es basura.
Pero extraño a Lola.
¡Extraño a Lola!
¡Amo a Lola!
Será eso lo que pasa. ¿La amo en verdad?
Y el deja-vu regresa inexorablemente.
3 – 8
No es tan fácil, nena. Me gusta llamarla nena. Y que ella me llame nene, como si los nombres no importaran al fin de cuentas.
Trato de responderme todas las preguntas que me hago. Amarla ahora después de haberla amado. Ella era para mí, pasión y poder, hoy es ternura y un cuerpo ardiente. Y yo soy un tumulto de sensaciones diferentes, un barco anclado a la deriva junto a los desechos del rio. No quiero pensar en si puedo amarla o no. Hoy quiero poseerla. Sentir nuevamente su piel. Tocar su rostro y delinear los límites de sus rasgos. Besar sus ojos, su nariz, el pelo, los, brazos y las manos, besar su vientre y el final de sus las largas piernas. Sentir el perfume de la piel y tragarme de un bocado todo el aire de sus pulmones.
Ella está allí, solo para mí. Su cuerpo se contrae debajo del vestido.
-Quiero que te quedes conmigo- le digo.
Ya es de noche. Salimos del café y vamos al departamento.
Al entrar en la habitación nos sentimos rodeados de una atmosfera pesada. Es raro, ya que como dije antes en Paris es primavera y no suele hacer tanto calor. La estufa a leña pegada a la pared ya está apagada. Y las ventanas suelen abrirse la mayoría del día.
Mi amigo Jordi dice que los sudamericanos somos muy calurosos y que nuestro problema es que ponemos demasiada energía en lo que hacemos. Para el tendríamos que pensar más fríamente las cosas. Ser más europeos. Concuerdo absolutamente con su diagnóstico.
Nos sentamos con Cecilia sobre la alfombra que cubre todo el piso del departamento. Aquí en Paris todos tienen alfombra. Desde el lugar más apestoso a la mejor suite del hotel Rogale. Eso hace que la gente no se sienta tan miserable, por lo menos eso es lo que piensa la alcaldía de Paris. Estoy contento de tener una tan grande.
Le he dicho a Jordi que no venga por el resto del día. Le he dado unos euros para que se busque a alguien con quien pasar el tiempo.
– Me han dicho que suelen andar muchas turistas por el lado de Notre Damme – le digo.
Supone que le estoy ocultando algo. Pone mala cara y dice que volverá a la madrugada para sorprenderme y que no me dejara dormir hasta que le cuente lo que estoy tramando.
Jordi se queda en el departamento algunas veces, piensa que vive aquí.
Nos conocimos en Barcelona. Y vinimos juntos a Paris.
Yo conseguí trabajo en una mala revista literaria y el cómo redactor de un periódico de poca monta.
Éramos dos tipos exitosos.
-Eres un roñoso egoísta- , me dice – como todos tus compatriotas –
Lo dejo hablar
– Eres incapaz de compartir algo –
Está dolido. Lo sé. Pero Cecilia no es alguien para compartir. Ni siquiera tiene esa maldad que según Jordi caracteriza a nuestros compatriotas. Además jamás se la presentaría a un tipo tan libidinoso.
Apuro la copa de licor. Ella hace lo mismo. Sirvo otro poco en cada copa. Bebemos.
Tenemos calor. Al licor hace efecto. El aliento pesado y el rumor de lucha. El cuarto se hace pequeño, violento, sudoroso al extremo.
Me acerco a ella y la tomo por la cintura arrastrando su cuerpo al otro cuarto hasta apoyarla en el borde de la cama. Se deja llevar, como una muñeca de trapo. No quiero que diga nada, quiero que gima, que sacuda su cuerpo.
Necesito esto, que los cuerpos choquen, que un chorro de luz salga como savia para fecundarla. Necesito sus brazos, su lengua, sus manos, necesito sus ojos, su vientre, que las piernas rodeen mi cintura, sus pechos, sus pezones rosados, necesito su olor en la piel.
El vestido cae vencido a un costado. La tanga se desliza entre mis dedos y su cuerpo entre mis piernas. No hay romanticismo posible, ni palabras bellas esta vez.
“si mi amor… mas, mas, mas”.
Grita como loca. Se aferra con las piernas como una víbora. Quiere que la llene una y mil veces. Que Buenos Aires la posea, que Paris la posea. Arranca mi camisa con los dientes, su lengua recorre el cuerpo hasta llegar al límite del pantalón y vuelve a subir, me besa. Con las dos manos desprende el cinturón y hurga dentro del bóxer. ¡Por Dios! llora, gime, grita, se ríe. Parece un polvo cósmico en medio de las estrellas.
“¡más fuerte!”.
Pido una tregua pero ella va ganando la batalla. Me repliego, aprieto los dientes, tomo posesión y vuelvo a atacar. La apoyo en medio de la cama y ya sin resistencia sede plácidamente.
“mas” las caderas que golpean dando saltos “mas, mas”
Las piernas alrededor del cuello, el vientre hinchado y la savia que cae suave entre las sabanas.
Al final se rinde dejando caer los brazos a un costado de su cuerpo. Está feliz. Es una derrota con honor. Ha entregado su cuerpo a la barbarie. Sabe que ya no podrá volver atrás, nada será igual después de este momento. Nos hemos fundido inevitablemente en un solo cuerpo, en una sola persona. Solo Cecilia y yo y Paris. Buenos Aires estaba empezando a quedar definitivamente en el pasado.
1 – 9
Cecilia sintió mi agobio, el disfraz de mi cara al verla, los ojos perdidos, la bella tranquilidad de saberme poseído por ella.
No lo manejo bien o no supo manejarlo.
Si me amaba nunca me lo dijo.
Aunque ese día en el hipódromo puedo asegurar que si lo hizo. Me amo con locura y se entregó sin remedio. Y absorbió la respiración de mis pulmones y pálpito los latidos que mi corazón daba de manera liberadora. Nunca sería igual. Ni siquiera las veces posteriores. Ni dormirse a mi lado en la cama, ni despertar a la mañana. Nunca sería igual a aquella vez.
Desde entonces el sueño fue pesado e inconcluso y las noches se volvieron eternas e improcedentes. Maldito albedrio semántico, maldita realidad congelada en una pequeña porción del universo. Maldito el día en que te conocí.
2 – 9
Y su cara se va perdiendo por última vez en estas hojas que escribo para ella, porque es necesario me digo, escribir sobre ella, para dejar de pensar en ella y en todas las cosas en las cuales la he convertido. Pasándola de objeto en objeto, como un rejunte de periódicos acumulados y paseos de juguete, llevándola al parque en mi barrítele de papel mache y vivos de tirita de cartón corrugado pintado de negro. En el lento caminar de los paseos que dábamos con Paula por las sierras juntando margaritas junto a los guijarros que se acumulan en el arroyo. En la cara de sorpresa de Lola, mientras le hablo de libros, o le enseño alguna canción de Los Beatles que ella no conoce, porque si las conoce a decir verdad, solo fue por mi insistencia a que las escuchara, y Lola, las escuchaba, atentamente como me escuchaba a mi hablar de libros, pero nunca de ella y menos de lo que yo sentía por ella. Eso que tanto deseo y que significaba tan poco para mí.
Pero Lola no es ella y es mejor de esa manera.
3 – 9
El resto de la noche nos quedamos acostados. Sin dormir, acariciándonos en la oscuridad. Tomando vino. Escuchando a Beethoven. Soñando despiertos. En una paz lúgubre.
Cerca de las cinco Cecilia se durmió pegada a mi pecho. La hice a un costado y la tape con la frazada para que no pasara frio.
Me levante y fui al baño. Al pasar observo de reojo a la máquina de escribir. Impasible. Solitaria.
Esperándome.
Luego de la excursión al baño me siento en la silla de mimbre. Y tecleo acompañado de una botella de vino y los cigarrillos necesarios.
Cuando aprieto las teclas me doy cuenta de que estoy escribiendo en francés y lo dejo pasar como si no fuera importante, es decir, estoy pensando en francés, tendría que importar al menos un poco. Que ha ocurrido en mi interior para que esto suceda.
El desapego.
Lisa y llanamente.
Escribo un par de hojas de nada y vuelvo a la cama. Acomodo mi cuerpo detrás de Cecilia y la abrazo. Siento su calor. En esa posición me duermo.
Cerca de las doce nos despertamos casi al mismo tiempo. Cecilia se cambia rápido. Tiene que ir al hotel donde se hospeda a buscar algo de ropa de su equipaje, promete volver enseguida.
Hago un intento por incorporarme de la cama pero no lo logro. Me tiro impávido sobres las cobijas revueltas. Estoy desganado y con resaca. Me vuelvo a dormir.
Me despierto al atardecer. Miro el reloj y al ver la hora noto que ya está anocheciendo y que Cecilia no ha regreso del hotel.
Tendría que llamarla pero no lo hago, en cambio, me visto y voy dar un paseo.
Recorro las calles, esas que ya pise cientos de veces, voy al mercado de pulgas y compro una chuchería para regalarle a Cecilia. En el camino las putas y los borrachos me saludan. Voy hasta un “restaurant” y me invito un trago y algo para comer.
Hablo con el garcon, hablo con la mujer gorda sentada a mi derecha, hablo con Girand y Marcellie que pasan por la vereda. Le hago señas a una chica que está apoyada en la barra para que venga a sentarse a la mesa y acepta. Se llama Letizia. Su nombre de puta. Es morena y voluptuosa. Le quiero contar que hay una hermosa rubia que posiblemente me esté esperando en mi casa pero no le interesa, quiere saber si vamos a hacer negocio, es la hora de mejor tráfico, me dice,” otro día cheri, otro día me cuentas, si cheri”.
Así que se va Letizia. Y yo disfruto de mi carre de cerdo con ciruelas y papas y el chablis cru montmains del 2012.
Con el estómago lleno salgo otra vez a la calle. Y el clochard parado en la esquina me dice “vous aves de la monnaie pour le liqueur”, y se las doy encantado, es más, le doy 10 euros también para que compre algo de comer. Y estoy extasiado, encantado de caminar por estas calles, sin demasiado dinero ni aspiraciones.
Sigo y unas cuadras adelante me encuentro con un viejo amigo, de esos que me salvaron al principio, cuando llegue a la ciudad, dice, “allons boire un coup”, “oui”, respondo encantado. Dos copas después nos despedimos, “enchante, enchante”. Claro, “enchante”. Dos cuadras más y Alessia “ma fille des rues”, me pide que vaya con ella.
“et c´est cadeau”, no puedo, le digo, la beso en la frente y sigo. Sigo caminando por Paris y la noche se refleja en una inmensa luna que se plancha en el Sena de manera majestuosa.
Al llegar al edificio donde vivo veo a Cecilia sentada en el umbral. Con un bolso al costado y comiendo unos chocolates.
– Es una hermosa noche -, le digo feliz – hagamos algo.
– Estoy cansada. Estoy esperando hace una hora. Ha sido un día largo para mí.
– Oui – le contesto – entremos.
El departamento está en penumbras igual que cuando salí a la calle. Lo contemplo. Es mi hogar ahora. “oui”, y se siente “formidable” descubrirlo.
Buenos Aires había dejado de ser real. Como yo. Disfrutaba de pequeñas cosas sin significado, sin ataduras, respirando el aire que salía de los pulmones.
1 – 10
Siempre me gusto Parque Centenario. De chico solíamos ir con mis viejos a comprar chucherías para adornar la casa. La fuente con las palomas, el aroma a jacaranda y flores de plátano, los tipos y tipas corriendo en círculos, los puestos llenos de porquerías que luego se dejan tirados en cajas apiladas en algún desván o altillo. El olor a garrapiñada y azúcar acaramelada en manzanas cocidas o en rodillos rosados y anacarados. El oxígeno que corre en medio del cemento. Los viejos jugando al ajedrez o a las damas o a las bochas o estando simplemente por el hecho de estar y darle de comer a las palomas o a los patos.
Aquella vez ella hablo como nunca. Siendo sincera, o por lo menos lo que ella creía por sinceridad. Fue justo, es verdad. Se abrió sin pausa a las presiones constantes que le prodigaba. Al futuro que yo quería entregarle y que no le bastaba. Egoísta hasta el extremo, sin preocuparme por sus sentimientos.
Hablo de su novio, del tiempo que llevaban juntos, de lo amigas que eran sus familias y de que no bastaba quererme. La vida no era tan fácil para ella, como para soportar que pudiesen señalarla y juzgarla apresuradamente. Qué le diría a su papa y a su novio y a sus amigos, que se diría a ella misma, sino creía ser capaz de merecer nada de lo que le pasaba.
Me beso con desesperación y acaricio mi cara llorando. Me abrazo en miles de abrazos posteriores en miles de sonrisas que nunca me daría, apretó mi mano hasta dejarla roja por el esfuerzo. Y se hundió al ocaso del atardecer.
Como era de esperar poco a poco se fue apartando.
No estaba preparaba para largar todo. Éramos demasiado jóvenes y la vida recién comenzaba a mostrarse en nosotros como para que le pegáramos una patada en el culo a las viejas esferas que se arman de antaño, a ese libreto concebido que nos meten en la cabeza de chicos, ese que hace ver que estamos invariablemente atados a un destino inexorable y que fue planeado con anticipación, y que si alguno de nosotros intentara salirse de esa ruta los mismos conceptos creados nos llevarían a ese camino trazado. A la idiotez galopante, al agonizar diario de una vida que se acepta con desgano y que prefiere lo conocido a lo extraordinario. Porque el temor es demasiado fuerte como para soportarlo, con los ojos juzgadores de los que no entienden y repiquetean dando sablazos a la frágil estructura de una personalidad que no tuvo maldad alguna y que alguna vez busco sin buscar y encontró sin encontrar algo que por fin la hiciera feliz.
Una mañana desapareció. Sin despedirse. Como había llegado, en silencio.
Puedo decir que la busque algún tiempo sin remedio alguno, sentado en el café o paseando por parque Centenario, buscando inútilmente aquel cuaderno de mamotretos que llevaba mi cara estampada en las hojas. La espere apoyado en el barandal de la entrada de la facultad y no llego. Camine algunas veces por la estación de Chacarita y me perdí entre la gente anhelando encontrarla.
Nunca más nos vimos. En algunas ocasiones me pregunte si todavía estaría con él.
Después Paula nuevamente y yo que deje de preocuparme por ella.
2 – 10
Siempre creí en los demás, en las mujeres que me han amado. Pero nunca creí en mí. Fui incapaz de recibir amor porque era incapaz de darlo. Fracasaba instantáneamente antes de empezar, sucumbiendo ante ellas de una manera posesiva, enferma, destructiva; convirtiéndome en un arlequín apoyado sobre un clavicordio, un payaso de fuste, un cirquero para entretener. Cuando el telón bajaba, todo se terminaba. Y el muñeco volvía al baúl a esperar la siguiente función. A esperar nuevamente a aquella mujer que lo sacara a estirar las piernas, obligándolo a respirar un poco, y conseguir de esta manera que pudiese realizar su acto habitual, que sonara el clavicordio y bailara como un saltimbanqui la danza de los siete velos para que ella riera el tiempo necesario que la sacara de esa aburrida vida.
Estoy sentado junto a la barra del peor bar de la ciudad pensando en todo esto. En el absurdo mismo. Una vez más busco en el interior las respuestas y encuentro dolor y me tranquilizo. Porque las respuestas son efímeras. No interesan al fin de cuentas. No las necesito. Saben porque, porque siempre lo supe y el gran problema fue que al saberlo me encontraría perdido.
La verdad en realidad no importa si no sabemos qué hacer con ella. Y yo sabía la verdad pero era lo suficientemente cobarde para no aceptarla. Entonces buscaba, buscaba desesperado algo que me sirviera para acallar las voces, las imágenes, el silencio. Algo que tapara los huecos abiertos. El sinfín. Buscaba algo que nunca encontraría en otra persona.
Porque allí junto a la barra de ese apestoso lugar y con un vaso de Cuba libre en la mano y las entrañas carcomidas de desesperanza supe por fin que jamás volvería a hallar sus ojos.
3 – 10
Nada de lo que nos hubiese ocurrido antes importaba hoy.
No era su amor, ya que no volvería a amarla igual que antes. Y aunque mi amor estuviese allí, agazapado, escondido entre las dudas y los miedos. Entre paños fríos, tratando de apoderarse nuevamente de ella, con esa fragancia de lo ya conocido, corría inexorablemente en desventaja. Porque es un amor que había nacido herido ya que fue concebido en el dolor, un amor que naufrago antes de zarpar. No es ella a quien el amor se niega sino por ella. Es como si la estúpida razón le ganara a algo tan impredecible como el corazón.
Comprendo que no tengo salida. Será decirle: No hay ninguna motivo que me impida estar contigo, Cecilia, excepto esto en lo que me convertido. Tendré que decirle que hay alguien esperándome adelante y que todos sabemos que nada vuelve del pasado. Los recuerdos actúan siempre hacia el futuro más inmediato. Le pediré que me comprenda. Y seguramente ella no hablara, observando donde estoy parado y si fumo, golpeando mi cigarrillo a cada pitada. Mirara dentro de mis ojos cansados, y tal vez piense que no están aquí: “mientes cuando hablas”. Y tendrá razón.
Ayer fue su novio, o su padre, mañana tal vez mi amigo Jordi. Siempre habrá alguien en el medio, intentando acercarse a ella. Nunca estaremos a salvo.
Si me pregunta si hay alguien más, le diré que no, no hay nadie más después de ti.
Me estoy arrastrando hasta la miseria, muy pronto me iré nuevamente.
Lugares nuevos que esperan, un universo de perversidades, de animaladas y humillaciones. El gran paso hacia el descubrimiento. Cuando regrese me echaran a las fieras, entonces tendré un millón de palabras para alejarlos de mí y de ti, amor mío.
No puedo decirte esto, nunca lo entenderías.
He llegado a aceptar mi locura. Y tú no eres parte de ella. Tú eres más que eso.
Como decirte que soy un cobarde, si hasta sé que si te digo ven, saldrías corriendo detrás de mí. Pero soy un cobarde, toda mi vida lo fui con la conciencia perspicaz de mis acciones futuras.
Tú tienes algo por lo que soñar. Tú tienes los recuerdos.
Yo no puedo quitarte eso y yo te amo.
Y puedes odiarme si te hace sentir mejor.
Eres orgullosa.
Eres mi sueño.
Y yo Cecilia he dejado de soñar desde el momento en que te vi tomar ese tren rumbo a tu casa. Mis ojos tristes son los de antaño. No son marrones sino verdes como los tuyos. Pero los tuyos nunca serán marrones como los míos.
1 – 11
A veces cuando miro por la ventana el cielo es azul, de un azul espacioso, fuerte, inmenso. Un azul que es demasiado. Otras veces el cielo es gris. Y otras veces tan solo llueve.
Hoy miraba por la ventana y no pude recordar que color tenía el cielo cuando la vi por última vez.
Quizás llovía. Siempre llueve.
Y yo dormía el sueño de sentirme eterno, de saber que todo me trascendería. Que la ciudad no es sino un conjunto de edificios inertes y personas perdidas.
Pero yo no.
Cuando ella se marchó yo me sentí eterno. Sabía que nunca más iba a perderla. Como seria eso si quizás nunca llegue a tenerla, como si ella hubiese estado en una duermevela constante, segura, maravillosa.
Y ella se fue un día tal vez cansada de mí y de mi tremenda estupidez y de mi egoísmo.
Pero quien podía culparme si yo era eterno.
Ella era maravillosa, es maravillosa, con esa sensación de sentirla perfecta.
¿Entonces me pregunto, por qué si era perfecta todo salió mal?
Porque linda.
Porque entonces las flores nacen en primavera
Porque tu sonrisa me alegraba el día,
Porque tus ojos se entregaban a los míos para poder descansar.
Porque, si al fin de cuentas el dolor solo era eso, dolor.
Y cuando estábamos juntos nada importaba.
Ella era perfecta, por lo menos para mí, como un jazmín recién nacido.
Me gustaba mirarla y observar cómo se movía, el lento caminar, con pazos entrecortados, la carcajada espontánea y la locura latente.
Juntos soñábamos despiertos.
A veces pienso que nuestro sueño era diferente. Nunca quisimos lo mismo.
Algunas veces quise llorar y no pude.
Otras veces odie sin remedio.
Alguna vez soñé que me amo.
2 – 11
Un mes tranquilo. Acomodando las maletas. Cerrando el círculo.
Viajo a Santa Rita a ver a mis hijos.
Disfruto los ratos que paso con ellos.
Como alguien nuevo, renacido.
Cuando me encuentro con Paula. Bajo la mirada.
Que culpa tiene si no pude amarla como ella quiso.
Paso la semana de licencia en pequeñas emociones encontradas.
Estoy tranquilo nuevamente, descubriendo la esencia de las cosas simples.
Aceptando sin culpas lo que hay que aceptar.
Ya es hora.
El sábado antes de viajar a Buenos Aires me acerco hasta su puerta y la toco con dos golpes suaves.
Se abre y aparece Lola
– Porque tardaste tanto. – me dice.
Sonrió.
– Fue un largo viaje. – respondo.
Se corre a un costado y paso.
Mientras cierra la puerta la veo sonreír.
3 – 11
Dejo las hojas escritas sobre la mesa de la cocina. Junto a los restos de comida de ayer.
Me asomo por la puerta de la habitación y veo a Cecilia recostada sobre un costado de su cuerpo. Dormida, con la respiración acompasada.
Me saco los zapatos y luego la ropa tirándola en el piso.
La cama esta tibia.
Antes de tenderme a su lado prendo la radio que esta sobre la mesa de luz. Francoise Hardy canta “je veux qu’il revienne”.
Acerco mi cuerpo a su espalda y la abrazo. Ella se mueve al sentir el contacto. Sujeta mis manos contra su vientre y se acomoda para apretarse un poco más.
Cierro los ojos.
Y me duermo.
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