Tal vez en otro tiempo, en esos tiempos donde las doncellas eran vírgenes y los caballeros gallardos, hubiera sido diferente. Tendría hombres a mi derecha e izquierda, propuestas de matrimonio por montones, insinuantes miradas al caminar.
¡Actos de heroísmo se hubieran hecho en mi nombre!
Por mí, se hubieran movido países, mi ser hubiera podido marcar la historia, hubiera podido ser una Cleopatra; sin el suicidio, una María Antonieta; sin ser decapitada o una Marilyn Monroe; sin sobredosis. Tal vez, en otro tiempo, mi ser; hubiera seducido presidentes.
Pero en estos tiempos actuales, mis tiempos , me toca conformarme con un título completamente diferente «una gordita adorable». Y no se confundan, «adorable» no es palabra para describir a ninguna de las mujeres anteriormente nombradas; «adorable» es el término que se usa para cachorros, bebés y abuelos.
Así que ahí me encontraba yo, frente al espejo con un sudadera que luchaba por no romperse y contemplando mi «adorable» ser. En general y para ahorrarme descripciones, sólo digamos que todo lo que tenía enfrente podía resumirse en: redondo y forrado. Suspiré con resignación, otra mañana había pasado y otra vez no había salido al parque «¿Cuál es el punto?» reflexione acariciando mi estómago. «Lo bien valorado que hubiera sido todo esto en otros tiempos» pensé con la absoluta convicción de que mi sudadera y yo hubiéramos podido conquistar a Kennedy.
Para mejorar la situación estaba, mi ubicación: París. La ciudad del amor y la talla 0. También la ciudad del arte; así que si alguien se preguntaba qué hacía ahí una latina pura sangre de arroz, papa y yuca, como yo, en una ciudad donde el prototipo de belleza no le hacía favor alguno, la respuesta es sencilla: aprender a ser una artista y sobrevivir a los tiempos que le tocó vivir.
«Mañana» pensé «Mejor la siguiente semana» reflexioné pensando en dejar el pan y el tinto con azúcar durante un tiempo. Cuando llegué a mi clase mi «momento en el espejo» estaba enterrado y con llave en la caja de «anécdotas para no contar a nadie».
Disfruté del olor a pintura al entrar al taller, me acomodé en mi puesto y admiré mi hermoso lienzo en blanco «¡Buenos días guapetón!»
– Bonjour Angélica – mi momento con el lienzo fue interrumpido por un guapetón de carne y hueso; Sean y sus grandes ojos verdes me dedicaron una amplia sonrisa. Mis 4 años estudiando francés siendo la mejor de mi clase rápidamente se evaporaron y pude sentir mis mejillas arder.
– Bounjour Sean – le respondió Anastasia, la personificación perfecta del por qué a veces se puede odiar a un francés.
Sean le respondió con la misma sonrisa amplia que me había dado a mí. Resignada saqué mis materiales. Mire una vez más mi lienzo «Tú eres el único que me entiende» le dije con cariño «¿Que dibujaré en ti el día de hoy?» La puerta del estudio se abrió de inmediato, como dándome una respuesta.
Monsieur Jacques entró riendo a carcajadas con dos mujeres en bata, una de ellas, alta, piel marfil y una increíble cabellera crespa, su andar dejaba claro su incomodidad y enojo. La otra, se encontraba también riendo con mi normalmente amargo profesor. Ella, tenía la piel morena, cabello largo y ondulado, hermosos y enormes ojos cafés…
– Mon class aujourd’hui, je présents à notre modèles Elena et Katalin
Elena (la rubia, con problemas gestuales) apenas alzó una de sus cejas y nos miró a todos la prepotencia con la que nos detalló a cada uno de nosotros cortó el aire. Seguido de esto, tranquilamente se quitó la bata, se dio la vuelta y caminó desnuda hasta una silla, donde se sentó cruzando las piernas. Su cuerpo era lánguido, sus pechos dos firmes gotas con terminación rosa, sus piernas dos columnas interminables, y para mi desilusión, no había ninguna muestra de celulitis, vena varice o en general grasa. «Lo que daría en estos momentos porque a esa silla le faltara una pata» me divertí pensando al verla sentada. No pude evitar sentir preocupación por la otra modelo que permanecía al lado de mi profesor.
Ella era mucho más bajita que Elena y su bata revelada las grandes curvas y dimensiones de su anatomía, una anatomía que yo conocía muy bien. «Dios mío, no lo hagas» pensé angustiada en mi mente como si la «obesidad telepática» existiera. Había mirado tranquilamente todo el desfile de de Elena y su sonrisa no había disminuido en lo absoluto, ella y Monsieur Jacques compartieron una mirada y se rieron.
Se apartó de él y nos contempló a todos, sus ojos eran cálidos y afectuosos, su postura recta y orgullosa «Por favor, huye mientras puedas yo los distraigo» pensé sintiendo un fuerte malestar en todo el cuerpo. Miré a mis compañeros, sus miradas se encontraban atrapados por Katalin, que consciente de que su hechizo había alcanzado a todos los presentes, fue soltando lentamente el listón de la bata. Justo cuando nuestras miradas se encontraron el listón de su bata se soltó.
Katalin soltó una risa fresca, me miró tiernamente y empezó a darse vuelta, dejando caer lentamente la bata al piso. Al final se encontraba de espaldas a nosotros, y desnuda. Sus nalgas estaban caídas, con celulitis, pude ver algunas estrías en sus caderas. Luego caminó lentamente moviendo sus caderas de un lado a otro hacia donde estaba Elena y se acostó tranquilamente de lado en la base que se encontraba puesta para ella.
Nadie se atrevió a hablar. Su cuerpo estaba lleno de curvas, tenía grandes senos, vientre redondo y prominente, piernas cortas, y brazos robustos; se veía hermosa. Monsieur Jaqueks carraspeó un poco su garganta, provocando así el despertar paulatino de cada persona en aquel salón, que poco a poco, fue tomando su lápiz. Sin embargo yo todavía seguía sin saber qué hacer.
¿Cómo podía? ¿Cómo lo lograba? ¿Cómo carajos había hecho de esa sala su espacio? Me tomó un tiempo notar a Monsieur Jaqueks a mi lado, apenas nuestras miradas se encontraron, pude notar un fuerte «Qu’est-ce que vous attendez?» y cogí por instinto el lápiz, él se dio por bien servido y siguió observando a los demás trabajos.
Ahora el lienzo me daba terror ¿Cómo poder pintar lo que estaba observando, si ni siquiera lo entendía? ¿Por qué? ¿No era yo quién decía que era sólo cuestión de tiempo y geografía la belleza? ¿Por qué ahora me costaba tanto retratarla? respiré «Solo muéstrame la verdad» le dije y entonces me dejé llevar.
El tiempo pasó y las lineas se transformaron en figuras, las figuras en humanos. Le había pedido verdad y él me la había dado. La belleza de Katalin era dada por denominación propia y eso cambiaba el como los demás la denominaban. Sin importarle el año en el que había nacido, sin escudarse en lo que los demás calificaban «hermoso», sin desmeritar a la mujer que tenía al lado o a quienes la rodeaban, ella se denominaba hermosa, sensual y una mujer de este tiempo. A juzgar por las miradas que estaba recibiendo, los demás estaban de acuerdo.
Miré mi boceto por un momento. Mi lienzo no había terminado conmigo, algo se sentía familiar en el boceto que había hecho de Katalin sus ojos, habría podido jurar haberlos visto antes, su cabello, sus manos. Cuando por fin lo entendí, la verdad me golpeó fuerte en la cara como una cachetada seca pero necesaria. Me levanté de la mi silla y salí caminando rápidamente del salón sin molestarme en recoger mis cosas.
Para cuando volví las modelos ya no estaban y la mayoría de gente se había marchado. Me dirigí directo a Monsieur Jaquecks y lo abracé con fuerza, olía a cigarrillo, sarcasmo y confusión. Para el momento en que nuestras miradas se encontraron, supe que si no lo soltaba, estaría cerca de perder la materia.
– Merci – logré decir al final y en su rostro se dibujó una sonrisa casi burlona, casi tierna.
– Au revoir, Angélica – me respondió al final.
Sonreí ampliamente, ignoré las miradas escandalosas de los pocos estudiantes que quedaban en el salón y fui a recoger mis cosas. Miré de nuevo el lienzo, esta vez sin ansiedad, me reconocí en él, desnuda, al lado de lo que los demás denominaban «una belleza de nuestros tiempos». La miré a ella y me miré a mí; mis ojos, eran del mismo color que los de mi madre, mi sonrisa me recordaba a mi tía, mi cabello era del mismo color y forma que el de mi abuela y mis piernas eran iguales a las de mi hermana. Por ultimo estaban mis manos, que eran mías y con ellas podía lograr cualquier cosa cómo hace años me había dicho con orgullo mi grande y robusto papá. Esa verdad recién descubierta todavía hacía a mis ojos aguar.
– Au revoir, Angélica – los enormes y un poco confundidos ojos verdes del encantador Sean me sacaron de mis pensamientos.
Le sonreí, agarré tranquila mi mochila y confiada me dirigí a él. Le agarré la cara y le di dos besos en cada mejilla, luego todavía con mi mano en su cara le pique el ojo.
– Au revoir Sean
Ante una mirada de fascinación y una sonrisa que jamás le había visto dedicarme, sonreí ampliamente y me dispuse a ir por mi sudadera.
Ya en mi casa, al terminar de cambiarme, me encontré con mi reflejo en el espejo «Tú preciosa, te mereces ser mostrada por todo el parque» me dije; sonreí una vez más, abrí la puerta y pensé «Qué buen día».
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